21 abr 2015

Para no ser un idiota

Un idiota es un tonto, alguien que tiene sus facultades intelectivas disminuidas. Pero el vocablo lo heredamos de los griegos (ἰδιώτης) que lo aplicaban a aquel individuo que se desentendía de las cosas públicas, de la política, y sólo se ocupaba de sus asuntos. Ha cambiado mucho todo, hoy se la endosamos al que no se ocupa de lo suyo y, si me apuráis, al que se interesa por ella, por la política. Mantenemos la palabreja pero le dimos la vuelta a su significado. Y es que también cambiamos el modo de hacer política: sin perder el control, o eso esperamos, la ejercemos por procuración, lo que nos permite no abandonar lo propio. No contamos, como aquellos atenienses, con un ejército de esclavos o prójimos de menos derechos (mujeres, extranjeros) que se ocupen de las tareas prácticas y productivas, ni con unas minas de plata a las afueras (Laurion, Λαύριον), de explotación gratuita (esclavos otra vez), para alimentar las arcas del Estado. Los poquitos que el sistema liberaba de la penosa tarea de arreglárselas para vivir dedicaban su tiempo a la política, la filosofía, el arte y el gimnasio, donde se preparaban para la guerra, que proporcionaba más esclavos. El lado oscuro de la democracia ateniense.


En otro escenario posterior, el liberalismo, ideología de la que se armaron los burgueses (finales del XVIII en América y Europa) para disputar el poder a las aristocracias, los soberanos y las iglesias, inventó el sistema representativo, ideal para una clase necesitada de libertad y de tiempo para ejercer su actividad económica, esencia de su hegemonía social recién conquistada. Pero, cosas de la vida, las libertades que contenía el liberalismo fueron la cabeza de puente que permitió el arribo de la democracia, poco a poco y golpe a golpe, hasta superarlo. Pero eso sí, sin perder la condición representativa. El pueblo al poder pero ejercido por procuración.

Cuando uno se distancia de los sucesos y los contempla con la perspectiva de la historia se da cuenta de que las cosas pasaron así porque no podían pasar de otra manera. El agua que se vierte en una pendiente utilizará el camino más corto posible para llegar al valle aunque nuestra ignorancia no nos permita tener explicación para todos los rodeos y meandros que describa. En sociedades complejas, con territorios extensos y poblaciones millonarias la democracia o era representativa o no existía.

La contemporaneidad nos presenta un panorama novedoso. Siguiendo con la perspectiva histórica percibimos que: 1) la tecnología de las comunicaciones nos permite estar presentes e interactuar en tiempo real en escenarios diversos y distantes y con acceso a una información jamás soñada; 2) el inmenso crecimiento de la productividad nos ha liberado de muchas horas de trabajo, lo que permite dedicar tiempo a actividades que no tienen que ver con la subsistencia, antes privilegio exclusivo de las aristocracias; 3) la globalización ha diluido fronteras y vaciado de poder a los estados cuyas atribuciones disminuyen paulatinamente, al tiempo que la igualación social nos hace ver, o desear, en el Estado un defensor de derechos cívicos más que de intereses de clase.

Las estructuras políticas del XX, y no digamos del XIX, quedan estrechas y asfixiantes. Hoy es posible y deseable una democracia más participativa, en detrimento de la puramente representativa, que satisfaga las nuevas expectativas y contribuya a que cuaje el diseño anterior. Pero esto ha de ser un proceso. A estas alturas de la película hemos aprendido de las revoluciones que son terreno abonado para liberar entusiasmos poco razonables, para que prosperen arribistas y timadores de toda índole, para las frustraciones violentas y la violencia frustrante, y, en definitiva, para dar a veces pasos hacia atrás en lugar de adelante. Al fin y a la postre no existe la democracia perfecta, sino la posible en cada circunstancia.

Teniendo todo esto en cuenta, también yo me apunto a los cambios para no ser un idiota, ni de los de antes ni de los de ahora.


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