Los antiguos griegos pasaron siglos pugnando entre sí por situarse en su mundo por encima de los vecinos; en esa agitación colonizaron el Mediterráneo y crearon una civilización incomparable de la que nos enorgullecemos, situándola en nuestros orígenes. La guerra del Peloponeso fue el desiderátum de este conflicto permanente; después de ella las polis, arruinadas, exhaustas cayeron bajo la autoridad y el poder colonizador de sus propios herederos (macedonios, romanos). Europa repitió el modelo ampliando el escenario. Desde el S.XVI se formaron los estados nacionales compitiendo sin cesar por la hegemonía continental, mientras exploraban y colonizaban el mundo. El siglo XX produjo el gran conflicto, las dos guerras mundiales –en su origen, y fundamentalmente, un conflicto europeo–, a cuya finalización todo apuntaba a una salida semejante a la griega; sin embargo, de las ruinas y por efecto de la necesidad surgieron los primeros proyectos de cooperación europea (Comunidad Europea del Carbón y del Acero, Euratom), sobre ellos se ha construido paso a paso una estructura, en ocasiones tambaleante, cuando no demasiado compleja como para no perderse en ella, pero que hoy cuenta con un espacio sin fronteras, con políticas económicas comunes (PAC), con una armonización fiscal, con una moneda única, con un Banco Central Europeo… No hay una política exterior común ni una defensa única, pero todo se andará, mientras se perfecciona y se pule lo conseguido.
El impulso fue la necesidad. Ninguna gran idea, ninguna utopía dirigió el proceso, de haberlo hecho se habría empezado por la política y el fracaso hubiera estado asegurado. Se impuso la racionalidad para superar las contradicciones de cada momento, y la racionalidad y el consenso, trabajosamente obtenido, sigue siendo la herramienta básica. Si transferimos a la Unión los elementos emocionales, el irracionalismo que han construido y sostenido a los Estados nacionales, los mismos que hoy diluyen sus contornos en el seno de la comunidad ¿no estaríamos sembrando la semilla del fracaso? De la misma manera que en democracia las creencias religiosas deben ceñirse al ámbito de lo privado, en la Unión Europea deberíamos restringir el sentir nacionalista a las antiguas fronteras –al fin y al cabo ha cumplido su papel en el tira y afloja para la obtención de consensos– y no trocarlo en uno continental, que sería operación artificiosa; de hacerlo, en lugar de fortalecer, podríamos minar o deformar un proceso que ha prosperado precisamente porque se orillaron esos elementos. A algunos no nos ilusiona una Europa convertida en una supernación, por muy federal que sea, sino algo que supere a las que la forman, trascendiéndolas. Algo nuevo que debe surgir de la experiencia diaria, de la resolución de los conflictos cotidianos a la luz de la razón y con el arma del consenso posible, sin profetas que nos diseñen caminos, por muy amenos y apetecibles que se nos presenten. Crear una conciencia nacional europea, recurriendo inevitablemente a la manipulación de la historia, no sería más que volver al error: el rechazo a la integración de Turquía nace de que algunos se han construido un concepto tal de la esencia de Europa que la descarta; la exclusión es el fluido vital, la sangre de todo nacionalismo ¿Queremos eso?
Decía al principio que ya sólo podemos caminar hacia adelante, pero a cada paso se nos presentan bifurcaciones. Para elegir la más conveniente es muy sano mirar hacia atrás y comprobar por qué hemos llegado hasta aquí y cómo con otros desvíos o atajos nunca hubiéramos alcanzado este punto. A mi juicio, el buen europeísta no es el que tiene esbozado in mente su dibujo de la futura Europa, que le sirva de meta y estímulo, sino el que está convencido de que el mosaico de Estados nacionales en salvaje competencia, que era Europa, está obsoleto y que su superación por la vía de la cooperación y la coordinación, en sus múltiples variantes, es el futuro. Es suficiente bagaje, el único que portaban los que hasta ahora han sido los constructores de la UE.
Dijo el poeta: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
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3 comentarios:
Como demuestra Jared Diamond en su libro Armas, Gérmenes y Acero Europa a conseguido colonizar todos los continentes en los últimos 500 años e imponer sus lenguas y cultura a gran parte del mundo, gracias a esa salvaje competencia entre naciones que comentas. Sin embargo, lo que antaño nos permitió avanzar, en un mundo globalizado como el actual, solo nos puede llevar a la ruina. Ahora nos resulta más rentable cooperar con el vecino europeo para competir con naciones tan poderosas como, USA, China o Japón.
Cierto, la cooperación es evidentemente superior a la competición, digan lo que digan los apóstoles del mercado. Pero, por eso mismo ¿por qué competir con USA, China o Japón? Lo que yo espero de la UE es algo distinto, algo que supere la necesidad de competir para progresar. Un hiperestado que renuncie a la condición de superpotencia y sólo combata con sus propias contradicciones.
Un abrazo.
La competitividad es una ley universal, que aparece en la naturaleza por primera vez, y que los humanos lo hemos importado al "ecosistema cultural" en el que nos movemos. Y en concreto, a nuestros sistemas económicos. Me gusta poner el ejemplo de los automóviles y las computadoras... solo hay que compara lo atrasados e ineficientes productos de la Unión Soviética cuando cayó el muro y los de occidente. Estaban a años luz de distancia de los nuestros, gracias a la competencia entre empresas por conseguir más clientes. ¡Lo que funciona para la evolución natural también lo hace para la economía!
Un abrazo.
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