En España la democracia ha ido
siempre indisolublemente unida a los procesos descentralizadores del Estado,
hasta el punto de que las rectificaciones centralizadoras, ante sus presuntos fracasos,
se hicieron una y otra vez por vía autoritaria y desembocaron en regímenes no
democráticos, cuando no en pura y simple dictadura. Cada vez que los ciudadanos
consiguen ejercer su derecho a decidir surge de modo espontáneo una
organización descentralizada del territorio, ya que, automáticamente, deja de
ser posible acallar las manifestaciones del nacionalismo periférico.
Nada tiene de extraño esta
querencia de la democracia por la descentralización para cualquiera que se
moleste en el estudio desapasionado de la historia de este país y en sus
condicionamientos geopolíticos; sin embargo, el modelo centralista de
organización del poder ha sido tan persistente y reiterativo entre nosotros
como fugaces y excepcionales los periodos democráticos. Al fin y al cabo sólo
la democracia garantiza el respeto a las minorías, nacionalistas o de cualquier
otra índole.
La 1ª República (1873-74), la 2ª
República (1931-39) y la Transición democrática (1978…) son los tres momentos
en que se alcanzó en España un régimen democrático. El primero, con un
experimento federal, termina cuando un destacamento de la Guardia Civil asalta
el Congreso y da paso a un régimen parlamentario oligárquico que no se
democratiza ni cuando formalmente aprueba el sufragio universal (masculino,
naturalmente) y que recuperó el centralismo al que puso la guinda de la
supresión de los fueros vascos. El segundo se inicia con la proclamación del
Estado catalán, aprueba los estatutos de Cataluña, País Vasco y Galicia, terminando
con el golpe militar que entregó el poder absoluto a Franco, que los arrojó a
la papelera. El tercero tuvimos la fortuna de que perdurara hasta nuestros
días, o el buen juicio y la habilidad de mantenerlo vivo hasta hoy. Profundizó
el modelo autonómico de la 2ª República y lo generalizó; pero, en este momento,
con el aliento de la crisis, se pone en cuestión su origen (la transición), la forma
del Estado (la monarquía), su estructura territorial y hasta la propia existencia
de la nación española, sin excluir la democracia representativa en que se
fundamenta.
Nadie ignora que las crisis
económicas se convierten en crisis políticas cuando son profundas y
persistentes. Cualquier aficionado a la historia sabe que en los años anteriores
a toda conmoción revolucionaria se detectan siempre crisis económicas
profundas. La actual es de tal envergadura que nada tiene de extraño que se
cobre tributos políticos y el definitivo puede ser nada menos que el régimen
que salió de la Transición, del que nos hemos enorgullecido hasta ahora. Lo que
nos alarma a los que fuimos protagonistas de aquel proceso no son los cambios o
su aceleración (el cambio es el combustible del progreso), sino que el paisaje
al que desemboquemos se parezca a aquel del que salimos en los setenta
(reedición del centralismo a costa de conquistas democráticas), o que nos
resulte tan poco familiar que nos sea penoso acomodarnos en él (caso de una
secesión catalana y/o vasca). Naturalmente, el zarandeo al régimen democrático,
la crisis de las instituciones y de los principios y valores que le dan carne
tenía que traer un tira y afloja suicida sobre si nos pasamos con las autonomías
o si fueron un parche sólo superable con la secesión. Como en la elaboración de
ciertas salsas cuyos elementos se mantienen en suspensión, una manipulación
inadecuada los ha separado mostrándonos lo peor de cada uno.
La polémica sobre el derecho a
la autodeterminación se ha abierto francamente y, de momento, en un esfuerzo
por aparentar serenidad, gira en torno a si hemos de priorizar lo jurídico o lo
político, y sobre si la separación conviene o no económicamente a unos o a
otros; pero, creo que esto es secundario porque lo que está cobrando
protagonismo y adquiriendo mucha más fuerza que los argumentos son los
sentimientos: frustración, fobias, rencor, envidia, desprecio, miedo…
estimulados por el populismo y la demagogia, que en tiempos como los presentes
proliferan como la mala hierba. Y todos sabemos que en el terreno de las
pasiones los argumentos tienen la firmeza de una hoja que arrastre el viento.
Decía Hobsbawm (recién fallecido) en La
invención de la tradición: «El estudio
intelectual de la política y la sociedad se vio transformado por el
reconocimiento de que fuera lo que fuera lo que mantenía unidas a las colectividades
humanas no era el cálculo racional de sus elementos individuales.».
2 comentarios:
Un excelente trabajo informativo.
Mark de Zabaleta
Muy buena explicación.
Un saludo
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