28 jun 2010

Lenguas

La aparición de las lenguas fue una gran revolución, un salto gigantesco desde el grito y la gestualidad, que ha permitido a nuestra especie construir sociedades complejas afinando y multiplicando exponencialmente la capacidad de comunicación. Discuten aún los científicos si en su nacimiento hubo una sola raíz (monogénesis) o varias independientes (poligénesis). Lo cierto es que, por la dispersión y el aislamiento de los grupos humanos se fue produciendo desde su mismo origen una divergencia que dio lugar a miles y miles de idiomas diferentes. Con el transcurso del tiempo, el crecimiento demográfico ha casi eliminado el aislamiento entre los grupos humanos con hablas dispares, por lo que, en manifiesta contradicción con las razones de su origen, se convirtieron con frecuencia en elemento de incomunicación (mito de Babel) e incluso en arma para la provocación y el combate, como ocurre con muchos nacionalismos (caso belga o también español). La compactación de la población del Mundo por su gigantesco crecimiento y la revolución en las comunicaciones está produciendo el fenómeno inverso al de los comienzos: la desaparición de lenguas por miles, de forma que hoy se empiezan a contemplar como patrimonio cultural a conservar. Hay quien asegura que en este mismo siglo las decenas de miles que subsisten en la actualidad quedaran reducidas a no más de 500.

En el solar histórico de nuestro país afincaron muchas lenguas, de las cuales quedan cuatro, tres emparentadas en su origen con el latín, y el vasco, que carece de parientes próximos o lejanos porque su tronco originario también desapareció, lo que la convierte en una rareza, pero que está sólidamente arraigada en Euskalherría (país del euskera). Lamentablemente en los cuatro casos (español o castellano, vasco, catalán y gallego) las lenguas han sido patrimonializadas y convertidas en arma para el enfrentamiento por los nacionalismos respectivos.

La peculiar evolución política peninsular tuvo diversos efectos sobre las lenguas: expansión del castellano y catalán, en un principio (baja Edad Media), con predominio posterior (Edad Moderna) del Castellano; diferenciación del portugués del tronco galaico; desaparición de otras lenguas incipientes como el leonés o el aragonés; confinamiento y retroceso paulatino del vasco. El catalán se extendió por el área mediterránea siguiendo los intereses de la Corona de Aragón, mientras que el castellano lo hizo por el centro peninsular y más tarde por el Atlántico, clave de su éxito universal, obedeciendo a los intereses de la Corona de Castilla. El portugués se diferenció y progresó solidariamente con la Corona Portuguesa. La difusión de todas ellas es inseparable de los entes políticos que las adoptan.

En el XVIII se construye por primera vez un Estado centralizado en la Península (Portugal excluido) comandado por Castilla y, como consecuencia, a las demás lenguas se les impone un papel subalterno, con la complicidad táctica de sectores locales. En los casi tres siglos siguientes los amagos descentralizadores, que también lo fueron democráticos, prometen una recuperación de las lenguas autóctonas, pero siempre se frustran.

La revolución democrática de la Transición trajo definitivamente, no podía ser de otro modo, la descentralización y una posición digna para las otras lenguas del Estado; pero, quizá, como algunos piensan que ocurrió en lo político institucional, en la política lingüística no se dieron los pasos definitivos. Nada importante si se consideran sólo pospuestos, pero sí si se entiende cerrado el proceso. Aquí reside el problema: el estatus de las lenguas se ha embarullado con el enredo místico reivindicativo o impositivo de los nacionalismos y las emociones, las filias, las fobias, los resentimientos que se transforman en rencores por hipotéticas ofensas o humillaciones, se van imponiendo sobre la racionalidad y el sentido común. El españolismo no tolera la coexistencia de todas las lenguas en pie de igualdad y busca su apoyo en el texto constitucional (Art. 3), que quizá habría que redactar de otro modo, mientras algunos nacionalistas periféricos desearían ver expulsado al castellano de su territorio. Son emblemáticas las figuras del castellanoparlante ofendido de que en Cataluña le hablen en catalán, y la del que se expresa en su lengua vernácula ante una audiencia que no la comprende sólo porque se siente con derecho a hacerlo. No entiendo el vía crucis del castellanoparlante en las comunidades con lengua propia porque es tan impostado como el de los nacionalistas (vascos, catalanes, etc.) en el estado democrático ¿Por qué amamos tanto la palma del martirio?

Una cosa tengo clara: que existen varias lenguas en nuestro país y que nadie debería tener derecho a decirle a otro en cuál de ellas debe hablar, independientemente del territorio en el que estemos. Si el Estado quiere ser de todos, a todos ha de aceptar en iguales condiciones y si la Constitución marca diferencias, mal está, la hicimos en un momento en que así y todo era un avance inmenso, pero no nos ata más de lo que queramos. Ahora bien, sin generosidad y sentido común ninguna ley funcionará.
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21 jun 2010

Esquilache en la morería

Leopoldo di Gregorio, marchese di Squillace, fue uno de los personajes ilustrados de la corte de Carlos III, que el monarca trajo consigo de Italia, donde había sido rey de Nápoles antes que de España. Ocupó varias secretarías (ministerios) desde las que legisló abundantemente para modernizar al país y a Madrid, en la que emprendió obras de saneamiento, alumbrado y urbanizadoras. Su afán reformista le llevó hasta intentar cambiar los hábitos vestimentarios de los madrileños (obsoletos, favorecedores del anonimato y, por ello, proclives al delito), por decreto; para vencer resistencias apostó en las calles sastres que auxiliados por alguaciles cortaban las capas de los mosqueados viandantes hasta la altura requerida y cosían las alas de los chambergos convirtiéndolos en sombreros de tres picos. El populacho, ignorante, hambriento por la crisis de subsistencias y escamado por las medidas, se dejó azuzar por el clero y los nobles que temían y detestaban a los reformadores y la cosa desembocó en un peligroso motín (1766). Esquilache fue destituido y expulsado de España; pero el rey, cuando por fin recobró la iniciativa, expulsó a los jesuitas y concedió honores y nuevos cargos al italiano, para entonces la nueva moda se había impuesto y las largas capas y los sombreros de ala ancha (a la chamberga) eran ya historia.

Hoy cualquier concejal se siente Esquilache, o esquilachea , y hasta al ponderado y muy comedido ministro de justicia se le han visto maneras ante la contemplación de los velos de nuestras inmigradas musulmanas. La cuestión tiene dos puntos curiosos, por no decir intrigantes: 1) si uno va a Marruecos (Rabat, Casablanca, Fez…) apenas si ve más mujeres con velo que aquí, pareciera que sólo emigran las que usan la dichosa prenda; 2) velos integrales o burkas no se ven por nuestras calles en absoluto y, sin embargo, en todos los ayuntamientos se ha despertado un celo extraordinario para prohibirlos. Misterios de la naturaleza humana, o de los velos, pero que a mí me tienen desvelado.

Más misterios. Mi abuela Benicia, que lucía el tradicional moño, siempre se ponía un pañuelo en la cabeza si salía a la calle y puedo asegurar que lo más cerca que estuvo nunca de un musulmán fue en las fiestas de moros y cristianos de su pueblo (era de la comarca de Baza). Es posible que yo tenga la memoria alterada, pero creo recordar que en mi niñez el uso del pañuelo entre las mujeres españolas, incluidas las mocitas en edad de merecer, que se decía entonces, era muy frecuente (os invito a que veáis películas de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta, no sólo españolas, podéis incluir italianas, por ejemplo); de acuerdo que era otro look, pero pañuelos eran aquellos y pañuelos son estos. La prenda tradicional más típica de la mujer española, la mantilla, es un velo para cubrir la cabeza. No he hablado de las monjas, pero existían y existen. Hace tiempo que no voy por las iglesias más que de turismo, pero recuerdo, si la memoria no me está gastando malas pasadas, que para las mujeres era obligado el uso del velo en tales recintos. Me admira que las musulmanas veladas causen tanto escándalo, quizá nos estamos creyendo suecos, o yo soy la reencarnación de un fulano sudanés y me he hecho un lío con las dos memorias.

Decía antes que por aquí no se ven velos integrales o burkas, he mentido: en Marbella es frecuente toparse con mujeres en grupos numerosos, ataviadas como fantasmas, que salen de compras pastoreadas por intimidadores guardaespaldas, son los harenes de los jeques o príncipes árabes que pululan por la Costa del Sol; pero esto, misteriosamente, nunca ha escandalizado a nadie y por eso a mí ni se me había ocurrido mentarlo; por consecuencia, en éste lugar no hay esquilaches (al jeque Abdullah, que ha comprado estos días el Malaga Club de Fútbol, nadie le ha preguntado cuantas jequesas tiene –espero que se diga así– ni como las viste).

Está claro: como esto está tan oscuro, lo mejor será que antes de manifestar una opinión sobre el particular deberíamos pasar alguna prueba de la hipocresía, el racismo o el sentido común, o las tres ¿Las hay?
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17 jun 2010

Las vacas flacas

Desde pequeñitos conocemos el cuento de las vacas gordas y las vacas flacas. Se podría alegar que en aquellos tiempos eran el clima y otros imponderables de la naturaleza los que imponían las oscilaciones en la prosperidad, pero que hoy en cierto modo hemos superado eso desde que nos emancipamos de la agricultura. Es de tontos, o de ciegos, si lo preferís, porque desde su nacimiento el mercado capitalista ha mostrado el mismo perfil bipolar (euforia/depresión) y una peligrosa tendencia a generar burbujas especulativas que al reventar generan catástrofes: la primera bien estudiada la protagonizó Holanda con los tulipanes nada menos que en el siglo XVII.

La misión de un gobierno no es la simple administración de las cosas comunes, sino que debe marcar caminos, prever obstáculos y poner los medios para sortearlos. No es una política popular la de tocar las estructuras cuando las cosas van bien, con las incomodidades que genera, pero ¿quién ha dicho que gobernar sea fácil? Si al que gobierna se lo parece es que algo no marcha, probablemente sea que se está limitando a halagar a la clientela. Un buen estadista, en los momentos de prosperidad, no se instala en la autosatisfacción y la contemplación arrobada del propio ombligo, sino que toma medidas para cuando llegue el tiempo de las vacas flacas, que llegará, sea bajo su mandato o el del siguiente. Ahí puede estar la cuestión: el que venga detrás que arree.

Aznar se va pavoneando por el mundo de haber instalado a España en la prosperidad, pero no dice que sus medidas económicas crearon la burbuja inmobiliaria, que tuvo como primer efecto inflar la bolsa de promotores y constructores y también del gobierno, de las comunidades y de los municipios, que, por eso mismo, no sintieron necesidad de subir impuestos, antes bien, los redujeron, especialmente los directos que tienen mayor impacto populista. Pero la prosperidad era a todas luces pasajera, estaba basada en una burbuja especulativa, cosa que sabía todo el mundo, aunque se prefiriera ignorarlo. La llegada de Zapatero no cambió nada, se habló de desinflar controladamente la burbuja, pero nada se hizo salvo disfrutar, que son dos días; y lo mismo hicieron los gobiernos de las comunidades autónomas y los municipios. Hasta las familias, contagiadas de la fiebre de nuevos ricos, se entramparon hasta las cejas: pasamos casi sin transición de la maleta de madera a las playas del Caribe, de la chabola a la segunda vivienda, y todo a crédito, naturalmente. La llegada de las vacas flacas ha dejado de golpe al tesoro sin ingresos por la debilidad de su sistema fiscal y ha disparado los gastos, justo igual que en las familias. La situación que vivimos hoy es penosa, pero aquí no hay nadie sin responsabilidad, asumámoslo.

Aznar ya no puede dimitir, por lo menos podría callar, el ruido entorpece, enerva y no tiene ninguna utilidad. Zapatero ha fracasado en su política económica, esto es un hecho objetivo, y el estrépito es de tal magnitud que no parece razonable permanecer hasta las elecciones de aquí a dos años; por otra parte, ya gobierna casi al dictado del exterior y de las circunstancias, sin la mínima iniciativa, ni la mínima posibilidad de aplicar la política que prometió. En esta coyuntura se impone la dimisión. Cierto que unas elecciones no son el mejor escenario hoy, pero existe la posibilidad de marcharse dejando a otro, libre de descrédito, la tarea de recuperar la confianza y el equilibrio (tenemos el precedente de Suárez), lo que se saldaría con sólo unos días de zozobra y un debate parlamentario. Pienso que después de tomar las medidas más urgentes, que es un deber patriótico, debería cumplir el otro, dimitir. Probablemente, dadas las circunstancias, la única decisión honorable.
¡Qué difíciles son los finales!



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14 jun 2010

Ocaso de una época


Lo que hemos venido llamando Estado del bienestar no surgió por obra de la Providencia o de la naturaleza, como algo inevitable, fue el producto de la postguerra y de la guerra fría y, por supuesto, de la forzada coexistencia con el bloque socialista. La Unión Soviética ensayaba una alternativa al capitalismo que era la airada contestación a la situación insoportable de las masas ante el imperio del mercado libre. El ahogo de las libertades políticas en el régimen bolchevique parecía a muchos, los excluidos del banquete capitalista, una nimiedad perfectamente sacrificable en aras de la justicia social, que, lograda, forjaría la verdadera libertad, no esa especie de pequeño lujo burgués que eran las democracias liberales.
Los éxitos iniciales del régimen soviético y el estado de postración en Europa tras la guerra puso en marcha políticas que trataron de impedir el contagio de los trabajadores europeos con las ideas y los proyectos del socialismo bolchevique, que se extendía como una mancha de aceite desde el Este. Junto a las acciones de fuerza que levantaron el telón de acero y la construcción de la alianza atlántica (OTAN), otras de carácter económico como el plan Marshall, y, con los recursos que él generó, políticas sociales encaminadas a mitigar la asfixiante situación económica de las masas y evitar que miraran con envidia y esperanza a los países comunistas.
En unas décadas muchos países europeos levantaron estados acostumbrados a intervenir para estimular la actividad económica, orientar su desarrollo y tutelar a la sociedad protegiendo a los individuos en situaciones de precariedad. El estímulo venía por igual de las inercias intervencionistas que procedían de la guerra como de la necesidad de competir con el comunismo del Este, creando una sociedad sin grandes diferencias económicas o, en todo caso, sin los abismos vertiginosos que el libre mercado creaba. En los años sesenta, en el norte del continente sobre todo, parecía haberse consolidado una tercera vía, un tipo de organización que sin abandonar el capitalismo intervenía socialmente, no necesitaba del dirigismo asfixiante de la Europa oriental y conservaba las libertades democráticas. Básicamente fueron el laborismo británico, el SPD alemán y los socialismos nórdicos, los responsables del invento, pero su influjo se extendió a toda la Europa llamada occidental (incluidas algunas dictaduras) y hasta parecía querer saltar el Atlántico.
En el último cuarto del siglo XX se produjo un cambio radical. La crisis del petróleo (1973) puso en evidencia la validez de las recetas intervencionistas que habían funcionado hasta entonces y, primero en Inglaterra y después en otros lugares del corazón socialdemócrata, se empezaron a aplicar políticas liberales, avaladas por una emergente teoría económica que hundía sus raíces en el más rancio liberalismo. Al mismo tiempo, el bloque soviético, que venía dando muestras de debilidad desde hacía algún tiempo, empezó a desmoronarse espectacularmente. En un par de décadas la amenaza comunista había desaparecido, se había convertido en historia. Sin él la tercera vía carecía del estímulo externo, y el interno se puso en cuestión desde que el neoliberalismo demostró cierta eficacia para remontar la crisis. Nada paró ya la carrera hacia el libre mercado, pero Europa seguía conservando, como peculiaridad de su idiosincrasia política, un núcleo del Estado del bienestar. En América latina y Sureste asiático, sin esa tradición, los organismos internacionales, controlados ya por los nuevos ideólogos y los viejos intereses, entraron a saco en la primera oportunidad ensayando fórmulas del más salvaje liberalismo. con los dramáticos resultados conocidos.
La globalización ha marcado el triunfo del nuevo sistema; el capital ha circulado por el mundo sin restricción alguna, mostrando así efectivamente (y simbólicamente) su coerción sobre los gobiernos que han ido cediendo en su beneficio porciones crecientes de soberanía. La crisis, que no es más que el resultado del funcionamiento caótico del mercado, que conduce inexorablemente a la formación de burbujas especulativas y a convulsiones como la presente, no va a servir para rectificar, sino, como se está viendo, para imponerse de modo absoluto sobre los gobiernos, que, urgidos desde instituciones financieras y organismos internacionales desmontan los últimos restos del Estado del bienestar en busca de un supuestamente benéfico déficit cero, en realidad, su desarme económico.
¿Será casualidad que la crisis se haya cebado con Europa, o será que al mercado no le gusta ese modelo? La ética liberal dice que el gasto es cosa privada, los Estados deben ser austeros, los ciudadanos que necesitan de su protección que espabilen. A eso vamos.

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12 jun 2010

Daniel Cohn-Bendit en el Parlamento Europeo

Este video que os ofrezco hoy circula desde hace semanas por la web y muy probablemente lo habréis visto ya. Yo lo he recogido del estupendo blog de Fco. Álvarez Molina No le digas a mi madre que trabajo en bolsa, pero lo incluyo en el mío sin dudarlo porque necesitamos de vez en cuando confirmarnos en la idea de que todos los políticos no son iguales. Va a ser que somos unos mantas a la hora de elegir…

Una apasionada invectiva como la de Cohn-Bendit contra la herrumbre de las instituciones y la hipocresía y la pasividad culpables nos reconcilia con la llamada clase política y con las instituciones europeas.

No está todo perdido.


10 jun 2010

Sindicalismo y crisis

Hace tan sólo semanas el gobierno sostenía que no era necesaria una reforma laboral que le venían pidiendo desde distintos sectores algunos tan poco autorizados como el financiero. Ahora la impone por decreto, tras el fracaso de la mesa sindicatos patronal, alegando su inevitabilidad. Es posible que sea necesaria una reforma en este sentido; puede que una desregulación (flexibilización es el eufemismo) del factor trabajo redunde a la larga en una reducción del paro, como aseguran los adoradores del mercado libre; pero, no cabe duda de que es una medida importante en el desmantelamiento del sistema social europeo, que entre otras cosas amenaza en España con cargarse el sistema sindical, como ya ocurrió con el británico en tiempos de M. Thatcher.

El sindicalismo en nuestro país ha adolecido de su tardía recomposición, después de haber sido desmantelado por el franquismo. En realidad no logró situarse a la altura de los del entorno europeo, entre otras razones por falta de arraigo entre las clases trabajadoras (al franquismo no lo derribó ni la lucha política ni la obrera, se murió de viejo, como su fundador). Por las peculiaridades de la Transición, muy pronto desde el poder se protegió a los sindicatos legal y económicamente, como se hizo con los partidos, por entender que eran instrumentos imprescindibles en la consolidación democrática. El efecto fue sin duda positivo, pero tuvo contrapartidas: dificultad para inspirar credibilidad entre los que eran objeto de su lucha; desde su legalización se han sostenido más por la ayuda estatal que por el esfuerzo de sus defendidos; como consecuencia, muchos trabajadores los ven como un instrumento más del poder o de la administración del que esperan algo, pero con el que no se implican. Curiosamente las direcciones de los grandes sindicatos han actuado casi siempre con responsabilidad y eficacia y en muchas ocasiones han demostrado más sentido de Estado que muchos políticos o partidos, lo que es de agradecer, pero no ha contribuido a su imagen como organizaciones en defensa exclusiva de los intereses de los trabajadores.

Los sindicatos no pueden aceptar una reforma laboral que suponga un retroceso importante de las conquistas consolidadas en el pasado, el sacrificio tiene un límite, más difícil de soportar si los sectores responsables de la situación se van de rositas, como muestran todas las evidencias. Lo peor del caso es que la respuesta, la huelga general, no puede ser más que testimonial, y, por tanto, muy probablemente, un fracaso, como ha ocurrido con la de funcionarios. El callejón no tiene salida. Si en la reforma con la que chantajeaba el Gobierno se incluyen medidas para trocear la negociación colectiva y, en aras de una mayor racionalidad, se rebaja a nivel de empresa, el golpe para los sindicatos puede ser mortal.

Puede ocurrir que otro de los males que traiga la crisis sobre los trabajadores sea nada menos que el desmantelamiento de sus instrumentos de lucha y defensa de sus intereses. Otro sacrificio que en el altar del mercado está a punto de ofrendar el capital, y el Gobierno de acólito.

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7 jun 2010

Futbol en la sopa

Los jugadores de la selección española de futbol cobrarán 600.000 € de prima si consiguen la victoria final, el bonus más alto de los que pagará federación nacional alguna. Aunque he oído ya algunas críticas que alegan principios morales por la crisis y la situación que vive el país, estoy seguro de que será aceptada por la opinión pública sin mayores reparos, lo que pone en evidencia una vez más el valor que damos al éxito deportivo, especialmente en el futbol. La compensación psicológica que sentimos al identificarnos con el triunfo de los jugadores es tan satisfactoria que nos hace olvidar, según parece, principios éticos que exigimos indignados en otros campos. Que los políticos bajen sus remuneraciones, que se les recorte el sueldo a los funcionarios, que se contraiga el gasto en los programas de la administración, nos parece lógico y hasta puede que poco, pero esta desmesura en premiar la excelencia deportiva no se cuestiona.

El éxito vicario que nos proporcionan los deportes de competición parece justificar cualquier cosa, incluso el abandono de la racionalidad. Calificar a esto de amor al deporte es, según toda evidencia, un exceso. Se trata más bien de la necesidad de sentirse triunfador, para lo cual se utiliza un juego deportivo que, además, sólo lo ejecuta una exigua minoría, la inmensa mayoría participa tan sólo emocionalmente, es decir, pasivamente, que es justo lo contrario de lo deportivo. Es posible que algunos psicólogos avalen la bondad de tales mecanismos porque vean en ellos una válvula que alivia tensiones y, puede que piensen, previene males mayores. Sin embargo, la creación de relaciones místicas entre el individuo y un grupo, sea deportivo, religioso, político o de cualquier tipo produce fanatismo, un abandono temporal o parcial de la racionalidad, el oscurecimiento del raciocinio anegado por un mar de emociones. Naturalmente será más o menos grave en función de nuestra capacidad individual de autocontrol, de educación y de otros muchos factores, pero siempre será fanatismo, irracionalidad. Pese a todo, en los medios periodísticos y más allá, se asume e incluso se alaba y promociona el efecto aglutinador (la palabra parece no tener más que perfiles positivos) que tienen los clubes, las selecciones y los grandes eventos deportivos: algunos intelectuales han perdido ya el pudor que antes les contenía y muestran y se enorgullecen de la comunión mística con su club o selección, quizá por un populismo que nadie les exige; los políticos la utilizan para ganarse seguidores, mostrándose al mismo nivel que las masas de las que esperan el favor, sin duda por un populismo que les resulta muy rentable; algunos imbéciles pretenden enternecernos destacando la ilusión que despierta en los niños, siempre angelical, como no. Ni que decir tiene que tales sentimientos forman parte de la condición humana, pero también la agresividad, el miedo o la envidia, y ni se alaban, ni se promocionan, ni se presume de ellos.

Las cifras que se mueven en torno a los deportes, especialmente el futbol, nos dan la pista de dónde está el motor de toda esta gigantesca superchería. Primero se revistió de formas y contenidos religiosos (¿quién duda que la hinchada lo vive religiosamente?), con su iglesia (su estructura organizativa) y sus predicadores y oficiantes (periodistas, preparadores…), sus grandes y espectaculares rituales litúrgicos, en los que el éxtasis místico alcanza su máxima expresión entre los fieles, su santos o sus dioses, venerados y adorados con todo tipo de excesos a lo largo y ancho del mundo y sus santuarios (el Bernabeu como centro de peregrinación se sitúa con honor en el ranquin de lugares santos); después, el capital, siempre al acecho, husmeó posibilidades de gran negocio y en los últimos tiempos ha hundido en él su hocico y sus garras, ha inundado a los clubs con lo peor de su canalla y ha introducido los modos de la picaresca y la chulería de la ostentación obscena del fajo de billetes. Pero nada desalienta a sus seguidores que permanecen ciegos o, en todo caso, paralizados, ante tan evidente corrupción del deporte, atentos sólo al éxtasis del encuentro, a la catarsis de la victoria, considerando natural que su club sea más que un club, que entre su corazón y la camiseta de la selección haya un vínculo espiritual.

Viviremos una vez más, con la paciencia y la resignación debidas, la orgía del absurdo que se nos prepara, y aceptaremos, impotentes, la ofrenda de los 600.000 €, por inevitable.
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5 jun 2010

Un predicador en la bolsa

Las pestes medievales que se llevaron por delante a media humanidad causaron una profunda mella en los espíritus de la época, convencidos de que la causa no era otra que los pecados de los hombres y la consiguiente furia divina. En el pasado no hubo catástrofe natural o masacre bélica cuya causa no se haya buscado en el castigo de los dioses, dada la condición humana. Yo creía que esos tiempos habían pasado y que hoy buscábamos otros orígenes a las desgracias que asolan a la humanidad, pero está visto que soy un iluso, posiblemente peligroso, por querer ignorar la potencialidad catastrófica del pecado. Desde los comienzos de la crisis, mejor dicho, desde que se empezó a notar (aunque llevemos más de dos años instalados en ella hay quien asegura que esto sólo son los comienzos), escucho y leo a diario que estamos donde estamos por la avaricia y la ambición de los que manejan los hilos del mercado. Es curioso que los más proclives a este análisis sean individuos de la izquierda, a los que según parece, conforme se les van agotando los argumentos políticos con los que defendían el socioliberalismo les van aflorando los morales. Se les olvidó ya que el padre de la ciencia económica, A. Smith, aseguró que en la actividad económica cada hombre se mueve según su interés personal, lo que Marx no desmintió nunca sino que, por la peligrosidad social que encerraba, propuso controlar.

Está claro que, planteada la cuestión como un asunto ético, las medidas a tomar son otras muy distintas de las que se han aplicado hasta ahora (regulación de mercados, de la que se habló tanto y tan poco se hizo, control de los artefactos financieros que nos están asfixiando, recortes del gasto y otras boberías). Según se deduce de la hipótesis moral, lo que hace falta es limpieza de corazón y mucho amor al prójimo, porque es el Maligno, que ha emponzoñado el corazón de todos, el causante de la catástrofe.

Y ¿cómo se combate esta ofensiva del averno? Pues con armas espirituales, como siempre se hizo. Seguro que bastará con que cada mañana al abrirse Wall Street, en lugar de esos variopintos personajes que suben al balconcito a tocar la campana de apertura, debe subir un predicador que hable directamente al corazón de los brokers, alejando de sus mentes cualquier tentación de enriquecimiento, para ellos mismos o para quienes contraten sus servicios; que ganen, sí, pero poco. Si se viera necesario, durante la jornada se podrían leer por megafonía algunos textos santos ad hoc, como en otro tiempo hacían los monjes en el refectorio. ¿Quién duda de que las cosas cambiarían radicalmente? El ejemplo debería seguirse en todas las bolsas y salas de mercado del mundo, adaptándolo, por supuesto, a las costumbres y creencias locales. Programar ejercicios espirituales para directivos financieros podría ser un complemento necesario y muy adecuado y, por supuesto, colocar un director espiritual en cada consejo de administración, no sólo no reconduciría a las empresas descarriadas, sino que probablemente disminuiría el paro y promovería las vocaciones, de las que tan necesitados estamos.

¿Será muy atrevido decir que esta no es una cuestión de buenos y malos sino de política económica?

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1 jun 2010

Iberismo


La idea de una unidad peninsular completa, iberismo, se ha abierto camino en los últimos años al haber sido recogida por algunos intelectuales, como Saramago, y por otras circunstancias, hasta el punto de que una encuesta, realizada por la Universidad de Salamanca en colaboración con instituciones portuguesas en años sucesivos y en los dos países, ha venido dando resultados favorables crecientes, más en Portugal que en España.

Pero ¿cómo empezó nuestra historia separados?

En el siglo XI, Alfonso VI, rey de Castilla, León y Galicia, casó a su hija Teresa con Enrique de Borgoña, noble franco que había acudido a Castilla a prestarle ayuda en su política expansiva frente a moros y cristianos y a hacer de paso fortuna, o quizá al revés; la dote fue el condado de Portucale, vinculado al reino de Galicia. El borgoñón y su viuda actuaron en sus tierras con gran autonomía, pero su hijo Alfonso Enríquez se autoproclamó rex, emulando a su bisabuelo Fernando I en Castilla y al hermano de éste, Ramiro I en Aragón; tradición de familia.

Alejamientos, aproximaciones y desenlace:

• En el XIV Juan I de Castilla casi consigue la corona lusa por su matrimonio con Beatriz de Portugal, pero fracasó militarmente en Aljubarrota (1385), suceso que se convirtió en emblemático para el posterior nacionalismo portugués.

• La crisis dinástica castellana del siglo XV se libró entre Juana, hija del rey Enrique y su hermana Isabel, la futura reina Católica, que tuvieron respectivamente la ayuda de Portugal y de Aragón; el azar se inclinó por Isabel y Aragón, prefigurando la unidad de la futura España, sin Portugal.

• En 1500 murió Miguel, por breve tiempo heredero de las tres coronas (Portugal, Castilla-León y Aragón), ya que era nieto de los RR.CC e hijo de Manuel I de Portugal. Otra ocasión frustrada.

• Ochenta años después Felipe II logró por fin la corona portuguesa a causa del agotamiento de la dinastía de Avís y por ser hijo de Isabel de Portugal, esposa de Carlos I, el Emperador. La unión se prolongó hasta el reinado de Felipe IV (60 años).

• En 1640, la crisis económica y la crisis bélica arrastraron a la monarquía a una descomposición institucional que tuvo su momento más grave en las sublevaciones de Cataluña y Portugal; el resultado fue la independencia del último, pero no de Cataluña. El desenlace inverso también habría sido posible.

Como se ve el protagonismo es de las dinastías, que actúan tratando a los territorios sobre los que ejercen soberanía como patrimonio de familia, que lo eran, de ahí las divisiones y reagrupaciones sucesivas; los pueblos, si acaso, aparecen como comparsa. Por eso basar el orgullo nacional en tales sucesos es además de irracional, ridículo, pero esa es otra historia. Hay por último un penoso suceso, por lo tardío, protagonizado por el ministro Godoy, un trepa de opereta, ya en el XIX, que llegó a pactar con Napoleón, un arribista de gran concierto, el reparto de Portugal, con trágico resultado para España.

Como afortunado contraste, este mismo siglo vio nacer el iberismo, movimiento que tiene facetas progresistas y dinásticas a un tiempo, pero en el que los protagonistas surgen del pueblo consciente e ilustrado. La revolución liberal coqueteó con la idea desde momentos tan tempranos como las Cortes de Cádiz, durante el exilio, en el Trienio Liberal, y tras el estallido de la Gloriosa (revolución de 1868), proponiendo soluciones dinásticas, en las que siempre se sustituía a los Borbones por candidatos portugueses. Paralelamente surgió un movimiento, casi políticamente neutral, con fuerte contenido cultural y económico que tiene su origen en el aventurero y diplomático catalán Sinibaldo de Mas, pero que encontró mucho eco en Portugal donde se editaron varios periódicos por la causa, alguno de ellos bilingüe. El republicanismo tanto portugués como español recogió la idea muy pronto (Nogueira, Sixto Cámara, Pi i Margall) y de ahí pasó al obrerismo especialmente anarquista –la Federación Anarquista Ibérica (FAI) fue la más influyente organización obrera iberista–. Teófilo Braga uno de los padres de la república portuguesa fue un convencido y minucioso constructor y difusor de la idea en los albores del siglo XX. A partir de ahí el desafortunado transcurrir político de ambos países con el ultranacionalismo de las dos dictaduras fascistoides de Franco y Salazar enterraron el proyecto, aunque ambos dictadores firmaran un fantasmal Bloque Ibérico, que sólo contenía retórica.

Es natural que la democracia y la constatación de que en la UE sólo los grandes hacen oír su voz, resucitaran la utopía. No hay que olvidar que el resultado sería un país próximo a los sesenta millones de habitantes, comparable a Italia o Francia, con más de 70 escaños en el parlamento europeo. Por otra parte la evolución económica ha superado afortunadamente la tradicional postura de ignorarse mutuamente, hasta el punto de que hoy España exporta a Portugal más que a toda Hispanoamérica, y somos su principal cliente y proveedor.

¿Merece todo esto olvidar Aljubarrota?
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En la imagen la bandera que Sinibaldo de Más ideó para la Unión Ibérica, con los colores de España y de la monarquía portuguesa.

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