Mientras en Cádiz los diputados discutían el articulado y redactaban
la primera constitución española, en el resto de España muy pocos conocían el
suceso. No es que la ocupación francesa del territorio dificultase gravemente
la circulación de noticias, que también, es que la inmensa mayoría de los
súbditos del calamitoso y destronado Fernando VII desconocían qué era eso de la
constitución. Sin contar con que, cuando empezaron a saberlo, la mayoría de esa
mayoría abominó de ella. La supuesta popularidad del texto constitucional que
llevara a aplicarle el cariñoso apelativo de La Pepa, por el día de su
promulgación, es pura ficción, al menos para aquel momento histórico. Ni
siquiera el grueso del pueblo gaditano estaba al corriente, ni en condiciones de
apreciar lo que estaba sucediendo sobre la nueva planta del Estado que se
gestaba en La Isla.
Ante la invasión
francesa proliferaron las juntas locales, asumiendo la soberanía perdida por la
prematura capitulación de la Corona y la descomposición y sumisión de los
descabezados aparatos del Estado ante el invasor. Con
reticencias acabaron por delegar en una Junta Central,
que, a su tiempo, nombró una regencia que convocó cortes.
El rechazo de las abdicaciones reales,
conducía al hallazgo de la verdadera fuente de soberanía, el pueblo, entrando,
casi sin quererlo, en un proceso revolucionario, al que se vio necesario enmascarar
con ropajes tradicionales. Como ocurriera en Francia en los inicios de la
revolución, la convocatoria a cortes planteó la disputa sobre si habría de
adoptar el formato tradicional por estamentos, o la forma
unicameral que defendía el liberalismo. Ciertas maniobras de los liberales, el
agobio que generaban los éxitos militares franceses y la constatación de la
presencia abundante de clérigos y nobles aunque fuera por el tercer estado,
acabó con la polémica y se aceptó la unicameralidad.
Las disputas sobre la soberanía,
la legitimidad de las cortes para la tarea constitucional y los principios revolucionarios
que florecían en el articulado del texto constitucional, así como en la
legislación ordinaria de las cortes, produjo una dialéctica que sólo era capaz
de mantener y entender una exigua minoría ilustrada y concienciada
políticamente. Al pueblo lo movían, aparte las dificultades cotidianas en
situación tan anómala, la emoción por la pérdida de sus soberanos, la
irritación por la presencia y brutalidad de tropas extranjeras y la indignación y el miedo
por sus principios religiosos presuntamente amenazados por unos revolucionarios
agresores (franceses), secuaces del demonio, según las prédicas del clero.
Hasta tal punto es así que hasta
los más radicales diputados disfrazaron sus argumentaciones en los debates buscando
justificación y precedentes para sus principios revolucionarios nada menos que
en las Partidas de Alfonso X o en textos más antiguos aún, en un ejercicio de
malabarismo histórico admirable. Ni los revolucionarios franceses ni los
americanos hubieran entendido tal actitud, que aquí se explica por su falta de
arraigo social. Sin embargo en las cortes gaditanas tuvieron la mayoría
suficiente para sacar adelante una constitución muy liberal y una legislación
no menos avanzada.
Un observador actual no entiende
bien que unos diputados elegidos puedan
tener un divorcio tan radical entre sus intereses políticos y los de los
electores y además perseveren en ellos sin plantearse problemas de conciencia. Consideremos
que la elección se hizo por un procedimiento indirecto en tercer grado[i] lo
que explica que los electores compartieran bien poco con los elegidos y que
estos fueran extraídos de entre los junteros, de la minoría ilustrada, y de la nobleza
y la iglesia. Actuaban a sabiendas de que sus ideas no encajaban con las de sus
electores, pero el paternalismo que subyacía
en el movimiento ilustrado les llevaba a buscar, según su criterio, la
felicidad del pueblo aun en contra de la voluntad de este. Además algunos
diputados no consiguieron llegar (especialmente americanos) por lo que fueron
sustituidos por suplentes elegidos de entre sus paisanos establecidos en Cádiz,
ciudad de ambiente burgués y liberal, como otras con puertos muy activos. Así
pues, ni por la extracción social ni por la ideología tenía parecido alguno el
ambiente de las cortes con el general de la sociedad española.
En 1814, antes de que hubiera
tenido oportunidad de aplicarse, la Constitución fue abolida por el recién repatriado
Fernando VII, con más apoyos que rechazos. En 1820 un
golpe militar (Riego) la restauró, para ser abolida en seguida (1823). En 1836
otra asonada militar (Motín de la Granja) forzó a la regente Mª Cristina a
restaurarla de nuevo, pero las cortes encargadas de actualizarla redactaron una
nueva (Constitución de 1837). Tuvo cierta repercusión e influencia internacional,
en algunos de los nuevos estados americanos y en Europa.
La Constitución de 1812 resultó pues
fallida y su verdadero valor fue simbólico, pero como suele ocurrir en estos
casos ha sido mitificada y exagerados sus valores y su repercusión. En todo
caso fue un monumento a la ideología liberal (con sus disonancias) y al contrasentido de querer aplicarla
en un país de estructuras y mentalidad casi feudales. Como es sabido, iniciar
las casas por el tejado plantea muchos problemas y, en este caso, la
Constitución no tuvo tiempo ni oportunidad de construirse una base social que
la sostuviera.
[i] Los
varones mayores de 25 años, “con casa abierta” elegían en la junta de parroquia
compromisarios para la de partido y estos a su vez para la provincial donde se
elegía al diputado.
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