13 jul 2012

La Stma. Trinidad y la política de austeridad


El dogma de la Trinidad repugna a la razón. No existe ningún recurso racional que pueda hacerlo entender y mucho menos justificar o demostrar. Sin embargo, durante siglos, trinitarios y unitarios se masacraron mutuamente por la prevalencia de sus ideas con el resultado que todos conocemos. Millones de fieles creen en él a pies juntillas y otros muchos lo aceptan sin pararse a pensarlo, porque ya algunos más sabios lo habrán hecho y porque la vida aporta otras preocupaciones perentorias. Con el siglo XXI ya en marcha, el Occidente, la parte del mundo que exportó a todas los rincones semejante galimatías pseudofilosófico, lo mantiene como parte de los cimientos de su civilización, a despecho de la universalización de la ciencia, su obra más honrosa. Asombra pero es cierto.

Ha hecho la humanidad bandera de esperpentos ideológicos de toda laya y han sido seguidos con fanatismo por muchedumbres, que en otros aspectos de sus vidas empleaban la razón de modo natural, por un mecanismo que aún nos resulta impenetrable. La convivencia entre el pensamiento mágico y el racional no se entiende desde el uno ni desde el otro, pero lo cierto es que se manifiesta cotidianamente: alguien puede invocar a la Stma.Trinidad pidiéndole cordura y sentido común para sus decisiones, por ejemplo.

En la antigüedad las religiones, fuentes arcaicas de conocimiento, fueron vivero de dogmas que gestaron banderías para imponerlos a los que no los compartían. En tiempos modernos la ciencia las ha sustituido en parte: en los siglos XIX y XX fraguó el mito de la superioridad de la “raza blanca”, nacido de la errónea observación de la historia y de hipótesis supuestamente verificadas en el ámbito de la etnología y la antropología. En realidad sólo eran maneras de enmascarar intereses. Las catástrofes derivadas de tal dogma han hecho historia, en el peor sentido posible.

En estos días que corren, castigados por la crisis más imponente que hemos conocido, pero, a la vez, más absurda -al menos para los que vinimos al mundo un año que fue llamado, y no por capricho, “el año del hambre”-, nos abate la perplejidad por poco que intentemos ver la luz en las opiniones de unos y de otros. Leo cada día en Krugman, Vicenç Navarro, Juan Torres, el joven economista y diputado Garzón y tantos otros, invectivas perfectamente fundamentadas, impecablemente construidas, contra el “dogma” neoliberal. Una manera de hacer frente a la crisis que la experiencia de situaciones pasadas y de la actual demuestran que sólo sirve para profundizarla. Justifican este empecinamiento en actitudes ideológicas, a despecho de la experiencia y del método científico, no especulativo. Me voy al otro bando, al  blog del colectivo “Instituto Juan de Mariana” que suelo leer a veces por puro masoquismo, que le vamos a hacer, y allí encuentro toda suerte de calificativos para lo que denominan la secta de Keynes, descalificaciones de aquellos que cité antes y loas al libre mercado en un nivel difícil de imaginar.

Quizás el error está en intentar averiguar en quién está la verdad cuando lo que habría que hacer es indagar cuales son los intereses subyacentes. Si los identificáramos con claridad y dado que el entramado político de que nos hemos dotado es aceptablemente democrático, no debería haber mayores problemas. Y sin embargo, los hay. Ahora que decaen las religiones hacemos un credo de una teoría, una iglesia de una escuela académica. El circo sangriento que montaran trinitarios y unitarios se ha transformado en uno, de otra manera cruento, pero igual de absurdo. El entendimiento humano sigue enredado entre la magia y la razón, como en los peores momentos, y nunca dejará de sorprendernos el empecinamiento de tantos en ideas a todas luces alejadas de la razón y el sentido común, como en aquellos tiempos en que se debatía si Dios era uno o trino, o ambas cosas a la vez.


4 jul 2012

Empresarios


Para España ésta no es solamente una crisis de la deuda. Cierto que las manifestaciones de la debacle económica han ido focalizándose en la deuda, pública y privada. Primero en la privada por su volumen (70% del total), después en la pública por la caída de los ingresos. Por último en una amalgama explosiva en la que el Estado mete dinero en los bancos para garantizar su viabilidad y los bancos compran deuda soberana que no encuentra otra demanda en los mercados. Sin embargo, repito, este no es el problema principal.

La cuestión básica es que, una vez demolido el castillo de naipes de la construcción, aquí no hay actividad económica capaz de sostener el tinglado-país. Con una cuarta parte de la población activa en paro, y creciendo, las perspectivas son desoladoras. La iniciativa privada está paralizada por la falta de demanda y la inexistencia del crédito, y la restricción brutal del gasto público profundiza cada vez más en la depresión. La coyuntura no puede ser peor.

Pero, recordando tiempos mejores, hemos de reconocer que en los momentos exultantes del subidón económico, nunca nos acercamos al pleno empleo, por el contrario, siempre mantuvimos cifras muy por debajo de la media europea. El paro forma parte de nuestra estructura económica. A mi juicio, eso demuestra que el crecimiento era impostado, e importado. Se debía más a los beneficios que se derivaban de la pertenencia a la UE (moneda única, inflación controlada, bajos tipos de interés, subvenciones…) que a una mejora de nuestra peculiar dinámica económica. Una economía incapaz de emplear a su mano de obra disponible, que carece de los instrumentos necesarios para aprovechar con eficacia un recurso tan básico, es una economía raquítica o que adolece de malformaciones graves.

Cuando en los años sesenta los trabajadores españoles marchaban a Europa por centenares de miles en busca de empleo eran fundamentalmente población expulsada del campo que no encontraba en las ciudades españolas actividad suficiente para acogerlos. Hoy son jóvenes de alta cualificación los que ponen sus ojos en los mercados de trabajo exteriores. En ambos momentos la causa es una penuria de empresas que demanden sus capacidades y las pongan en valor aquí.

La falla principal, sin minusvalorar otras, se me antoja que está en los empresarios, en su número, en su cualificación y en su condición. Por alguna razón, por muchas y complejas quizá, la condición de empresario ni ha proliferado ni ha dado los mejores ejemplares por estos lares. Podría apuntar algunas de esas razones pero temo caer en el tópico y, en todo caso, obedecería más a la intuición que al análisis bien fundamentado. El caso es que, según parece, con el estímulo del crecimiento de los últimos años su  número se multiplicó, pero, si su condición era ya históricamente poco consistente, su propagación acusó los rasgos de frivolidad y ligereza de que adolecía tradicionalmente. Más que empresarios, simples especuladores que se agitan para obtener un buen bocado, aprovechando la coyuntura, con el mínimo riesgo y esfuerzo, pero dispuestos a abandonar al menor signo de dificultad, plantando a empleados y acreedores sin más. En España hay más capitalistas conocidos por sus quiebras que por el éxito de sus empresas. Los que han acumulado un patrimonio que permite que se les aplique el calificativo de capitalistas prefieren la inversión especulativa y, en todo caso, el refugio en paraísos fiscales. El atesoramiento de siempre. Los que por su cualificación  pueden optar a la gestión de grandes empresas (la noblesse de robe de la economía) se apresuran a acumular patrimonio o asegurarse blindajes millonarios, aún a costa de la viabilidad a medio o largo plazo de las propias entidades que tienen encomendadas,  como se ha visto.

Lo más sano se encuentra entre las pequeñas empresas y autónomos en vías de transformarse en empresarios, aunque en un alto porcentaje imiten en lo que pueden los comportamientos de los grandes, como es de esperar. Las actitudes de los poderosos son el horizonte de los demás. Las tradicionales virtudes de laboriosidad, perseverancia y riesgo calculado pasaron a hacer compañía a la ropa de otras temporadas.

En el examen general de conciencia en que estamos (inducidos a la autoflagelación por nuestros socios del norte), en la búsqueda de aquellos individuos o colectivos, o de aquel defecto o tara social que más culpa ha tenido en la crisis, yo apunto una raquítica y malformada clase empresarial, atenta al enriquecimiento fulminante, pero incapaz de aprovechar con eficiencia los recursos del país.