23 jun 2012

¿Qué pasa en Siria?


Pincho

¿Qué pasa en Siria? Hace meses que nos desayunamos y nos acostamos con noticias de sucesos brutales en aquel país sin que podamos explicárnoslos racionalmente. Todo parece reducirse a un mandatario megalómano que inopinadamente se ha vuelto contra su pueblo al que masacra utilizando a su ejército, más unas milicias partidarias, sin que sepamos por qué. La prensa en general parece prescindir de toda explicación por innecesaria: hay un gobierno asesino que tritura a un pueblo inocente; un malo, al-Assad, y unos buenos, los sirios, a los que a veces añaden el apelativo de opositores porque la evidencia de que los hay partidarios es indiscutible.

Esta estructura de cuento infantil tiene gancho y, asombrosamente sobrevive desde hace meses en toda la prensa sin que se perciba la mínima reacción crítica, o yo no he sabido verla. Lo cierto es que a mi edad un rollo de este tipo me resulta de imposible deglución.

Que al-Assad sea un déspota impresentable no lo vamos a discutir. Que sea el penúltimo representante de aquellos regímenes postcoloniales, laicos, modernizadores y socializantes que nacieron a partir de los 60 en Oriente Próximo y Medio, tampoco. Los demás han caído por la acción directa de USA y sus aliados (Irak) o por la de las masas hambrientas de democracia, pero que, por arte de birlibirloque, han acabado votando a los islamistas (Egipto, Túnez). De Libia no tenemos ni la mínima noticia: muerto el perro se acabó la rabia; pero, ¿y los libios? ¿existen? El régimen de Argelia, que parece destinado a ser el último, sobrevive en una oscura y silenciosa duermevela, intentando pasar desapercibido.

Estos sistemas políticos, que sólo son ya un recuerdo, hicieron viables como Estados a las antiguas colonias, introdujeron legislación occidental (leyes de familia menos brutales para la mujer que la tradición islámica) y en el conflicto capitalismo socialismo mostraron cierta querencia hacia la URSS, aunque se esforzaron en la no alineación. USA y los suyos, por la dialéctica de la confrontación de entonces, se inclinaron por la alianza con las monarquías teocráticas y fundamentalistas en muchos casos. La desaparición de la URSS y las repúblicas populares (a excepción de China) sorprendió a todo el amplio mundo de la OTAN a partir un piñón con lo más carca del Oriente Medio.

Curiosamente se ha despertado desde hace un par de años en la región una inquietud democrática que no soporta ya a las dictaduras personales y despóticas en que se habían convertido los esperanzadores regímenes laicos y socializantes de otrora, pero sin que, misterios de la vida, se haya contagiado a las poblaciones de las monarquías feudales, igualmente despóticas, pero además teocráticas y retrógradas, aliadas de USA. No tengo explicación para tan sorprendente fenómeno, simplemente manifiesto mi desconcierto.

Pero volvamos a Siria. Ayer (por eso estoy escribiendo hoy) se deslizó la noticia de que los países del entorno están proporcionando armas masivamente a los rebeldes sirios. Entre ellos se encuentra Arabia y Turquía. El asunto empieza a tener sentido y a dar muestras de que hay una racionalidad, aunque oculta hasta ahora. Es evidente, sin embargo, que la verdad no la conoceremos por la prensa.  

Era un cuento infantil sólo en apariencia. Alguien quiere hacernos dormir.

11 jun 2012

El aluvión informativo

         El agua es imprescindible para la vida. Su ausencia, aunque sea por poco tiempo, garantiza el desierto. Sin embargo, en el nicho ecológico de nuestra especie, somos animales terrestres, por muy imprescindible que sea su concurso, también puede llegar a ser mortalmente excesiva. Le debemos la existencia, pero si se presenta inopinadamente a raudales puede quitárnosla. La democracia no es concebible sin la información. Es el agua que nutre sus tejidos, permite que se oxigene y garantiza su funcionamiento. Pero como ella, también puede ponerla en apuros cuando se presenta como una inundación, cuando discurre en exceso y sin control, cuando nuestros recursos psicológicos y nuestra formación se muestran incapaces de procesarla.
Naturalmente que hay que saberlo todo, tener acceso a cualquier información, que nadie ni nada impida la expresión de nuestras ideas y el acceso a las de cualquier otro. Lo nefasto es la repetición inmisericorde desde los medios profesionales hasta rozar la tortura; la sucesión ininterrumpida de opiniones de toda guisa a modo de avenida, de manera que nos impida discriminar; la enfatización de informaciones sensacionalistas que muevan el mercado de la noticia; la transformación radical del servicio informativo en negocio informativo, produciendo una selección escorada hacía el beneficio, donde anida el sensacionalismo y otras perversiones. Es lo que se ha convenido en llamar intoxicación informativa, aunque aquí más que como un plan que busca determinados fines es el resultado sobrevenido de la mecánica del sistema.

El maremoto informativo de hoy tiene dos nombres: el fútbol y la crisis. No me interesa el fútbol, así que no me ocuparé de él por mucho que me agobie su enfermiza ubicuidad y me torture la lluvia de palabras hueras sobre sus supuestas virtudes para hacer patria, educar a los jóvenes o solazar a todos. Me ocuparé de la crisis.

Comparemos la del 92/93 con la presente. Las cifras macroeconómicas de aquella ocasión y las de hoy son asombrosamente intrcambiables. Entramos en recesión en el 92 con un crecimiento negativo de -0,9%; la cifra del paro se situó en el 20% en ese año pero alcanzó el 24,1 en el 94; el déficit público se situó en el 7%; La deuda alcanzó el 68% del PIB y sus intereses superaron el 6%. Si no hubiera advertido que se trata de los datos de hace veinte años parecería que estoy hablando de la situación actual. Para terminar de redondear el parecido, en diciembre de 1993 el gobierno decretó la intervención de Banesto, uno de los grandes bancos del momento, abocado a la quiebra.

Ni que decir tiene que los que vivimos aquellos acontecimientos éramos conscientes de la gravedad y de la trascendencia del momento y por supuesto los medios cumplieron con su deber informativo ampliamente. Sin embargo, no recuerdo que existiera la sensación apocalíptica que vivimos ahora. La presión de la prensa, la tv y la radio no era ni tan asfixiante, ni tan monocorde como en estos momentos. Y conviene decir que entonces estábamos solos, no había más rescate posible que el del FMI que se había mostrado crudelísimo en América Latina y Asia. Cierto que contábamos con la peseta que, por cierto, fue devaluada tres veces en nueve meses y amenazó con irse al garete, pero también es verdad que, como contrapartida, hubo que soportar cifras de inflación del 20 %, extraordinariamente persistentes. Hoy contamos con el respaldo de la UE, por mucho que reneguemos desconfiados, y, desde luego, con una moneda que sigue siendo una divisa fuerte, sin vaivenes y con una inflación mínima y controlada.

Objetivamente no parece que estemos viviendo una situación peor que aquella y, sin embargo, creo que la desolación y la sensación de falta de perspectivas son mucho mayores que entonces. Algo parece tener que ver el hartazgo informativo, que desde hace poco incluyó en la ingesta preparados de todos los rincones del mundo a los que accedemos desde nuestras pantallas con sólo un clic, pero sin tener idea de cómo digerirlos.

Cuando Felipe González bajó las prestaciones por desempleo y devaluó la peseta o cuando Aznar recurrió a un préstamo privado para pagar la extraordinaria de navidad de los pensionistas ¿no hubieran deseado tener la posibilidad de aceptar un préstamo como el gestionado ayer? El insufrible debate de si es un rescate, una intervención o simplemente un préstamo es ocioso y una manifestación más de la voluntad de los medios de seguir explotando el tema, o cortina de humo con otros intereses.

Otra cosa es que el gobierno esté a la altura, que sea incapaz de eludir los empellones de unos y otros, que mienta más que parpadea o que esté mucho más preocupado por salvar la cara que por salvarnos el pellejo.


6 jun 2012

Lo sagrado

            Dice la RAE que sagrado es aquello «digno de veneración por su carácter divino» y más adelante remacha, aquello «digno de veneración y respeto».

 Basta echar una ojeada a la historia para encontrarnos con numerosísimos casos de sacralización de personas o instituciones con la finalidad de hurtarlas a la manipulación popular.

La leyenda bíblica nos muestra a Moisés presentando a su pueblo un código que le habría dictado Dios mismo. El redactor se inspiraba en una tradición mesopotámica, según la cual Hammurabi, rey de Babilonia, recibió la ley (el más antiguo código escrito) del dios Shamash. Los emperadores romanos fueron divinizados en vida, se levantaban templos en su honor y se les rendía culto, no por una megalomanía incurable y recurrente, sino porque era una forma eficiente de hacer respetar al Estado, especialmente en la periferia del Imperio. Los reyes de Israel eran consagrados con la unción del óleo santo, ritual que se transformó, andando el tiempo, en la sagrada coronación o consagración de los soberanos europeos por mano de la Iglesia. La ley o el poder se trasformaba así en algo inamovible, fuera del alcance del pueblo.

Un país tan avanzado como el Reino Unido conserva una monarquía que si bien hace tiempo que perdió toda capacidad legislativa, ejecutiva o judicial, presta su nombre para que se ejerzan estos poderes y tiene una influencia moral incuestionable. Para no perderla se ha tenido buen cuidado en la conservación de rituales y ceremonias fastuosas que harían palidecer de envidia a los faraones. Hoy sólo compite con ella en lujo, aparatosas coreografías y pomposo hieratismo la única monarquía teocrática y absoluta que existe en el mundo civilizado: la iglesia romana. Sus representantes puntuales se presentan en medio de rígido protocolo, revestidos de ropajes anacrónicos,  buscando el impacto que tal “performance” produce en los espíritus. En todos los casos, el objetivo de tan brillante parafernalia es elevarse por encima de la razón y apelar a lo sagrado, que “merece” un marco peculiar.

Sin llegar a estos extremos que rozan lo circense algunas instituciones modernas siguen mostrando hoy esta inclinación hierática. La justicia es una de ellas. Se ejerce en todas partes, siempre que es posible, en escenarios solemnes, mientras sus agentes utilizan ropas y complementos que perdieron hace mucho tiempo su funcionalidad (togas, puñetas de encaje, pelucas, etc.), en un intento de crear la sensación de inmovilidad en el tiempo. El lenguaje que se emplea tiene tendencia a adoptar la forma de una jerga arcaica y pomposa de difícil interpretación para los profanos. Todo contribuye a alejar su ejercicio del común, por mucho que casi todos los sistemas modernos hayan aceptado, aunque sea a regañadientes, alguna forma de jurado popular.

La actitud de C. Divar, presidente del CGPJ, incomprensible para el ciudadano común, tiene explicación porque en su mente conservadora no cabe una fiscalización de actividades y gastos ya que realmente asumió que su función es, de algún modo, sagrada, lo que alcanza a su persona.  Por eso, en lugar de presentar pruebas tangibles de que no ha habido uso privado de fondos públicos, nos ha hecho un informe del estado de su conciencia y de sus sentimientos, dominados por la amargura, según aseguró (ver la idéntica reacción del Papa ante la noticia de la traición de su mayordomo y las intrigas de la curia). Nos dijo además que él es presidente las veinticuatro horas del día, cuando la inmensa mayoría estaríamos contentos si lo fuera ocho horas al día de lunes a viernes, como cualquiera con un trabajo honorable ¿Es normal, salvo en superhéroes, que un septuagenario lleve la máxima responsabilidad del gobierno de los jueces (CGPJ) y la presidencia de la máxima jurisdicción (TS) sin que se le mueva un pelo y aún le quede tiempo para fines de semana de cuatro días? Presiento que antepone una impostada dignidad del cargo, concebido bajo un peculiar sesgo ideológico, a las obligaciones democráticas más elementales.

El respeto a la justicia, a sus representantes y a todas las instituciones del Estado no requiere del manido recurso a la sacralización. Es más, un modo de que todos nos identifiquemos con ellas y valoremos su función en su justo término es que se eliminen las distancias creadas artificialmente por la estúpida manía de valorar más un acatamiento supersticioso que la asunción razonable de su utilidad e inevitabilidad.

De la veneración podríamos prescindir, supongo.

4 jun 2012

Si te debo una libra...

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           «Si te debo una libra tengo un problema, pero si te debo un millón el problema es tuyo». La famosa sentencia de Keynes encierra para nosotros una enseñanza que no deberíamos desaprovechar. Ciertamente, cuando las deudas  son muy importantes el problema se traslada al acreedor porque se convierte en vital para él asegurarse el cobro, lo que da oportunidad al deudor para imponer condiciones. Setecientos mil millones de deuda soberana española más trescientos cincuenta mil de deuda exterior de sus bancos hacen un volumen como para que a los bancos alemanes y franceses, especialmente, se les corte la respiración, y, con ellos, a los mandatarios de sus respectivos estados.

Para escarmiento de aquellos que creen que España siempre se movió en el furgón de cola conviene recordar que fue el primer estado europeo que emitió algo así como bonos de la deuda soberana (asientos) allá por el S. XVI y también el primero que decretó una suspensión de pagos (Felipe II), llevándose por delante precisamente a poderosos banqueros alemanes. El suceso hizo escuela y las deudas y las quiebras se multiplicaron en Europa (escribí sobre esto no hace mucho en un post que titulé “Historia urgente de la deuda española”). En aquella época la banca no tenía la importancia que tiene hoy para el funcionamiento normal de la economía de un estado. Las finanzas eran un sector marginal y una debacle como la que produjo el monarca español no tuvo mayores consecuencias en el país de origen de los banqueros. Hoy el hundimiento de la banca, la destrucción de un sistema financiero, tendría consecuencias catastróficas. Es lo que ocurriría en Francia y Alemania, principales tenedores de la deuda española, si se produjese una suspensión de pagos, a pesar de los esfuerzos que han hecho en los últimos meses por liberarse de parte de ella. Con toda probabilidad no resistirían el envite. La onda no libraría a Inglaterra y alcanzaría a USA.
La espada de Damocles de una posible quiebra más o menos descontrolada genera una enorme actividad para convencer al gobierno español de las virtudes de una intervención o rescate, mientras que la resistencia es la mejor baza para hacer valer nuestros intereses y lograr una salida más ventajosa sin perder soberanía ni fuerza negociadora de forma dramática. Hacer dejación de esa “ventaja” sería el último acto de suicidio, en este lento proceso de auto liquidación en que nos afanamos desde hace años. Que nuestra posición se defienda mejor junto a Merkel o junto a Hollande es un dilema que no estoy en condiciones de dilucidar.
No arriendo la ganancia a los protagonistas del momento, pero, si he de ser sincero, no lo lamento por ellos. Hicieron méritos para ésta y más tribulaciones.