10 ago 2009

Farenheit 451

Ray Bradbury creó una situación de pesadilla en Farenheit 451. Como en 1984 de Orwell y en Un mundo feliz de Huxley la población, alienada y sometida por el poder mediante la propaganda y el control exhaustivo, aceptaba con docilidad su situación sin plantearse alternativa alguna. El titulo de la novela hace referencia a la temperatura a que arde el papel, unos 233ºC; en ella brigadas especiales de bomberos buscaban y quemaban cuantos libros hallaban, porque según la doctrina gubernamental su lectura creaba ansiedad y desigualdad entre los hombres, dificultando la consecución de la felicidad, objetivo supremo.

En la literatura de anticipación las imágenes del futuro que se nos ofrecen pueden encontrarse siempre en el pasado. Por fértil que sea la imaginación del novelista, al fin, lo que ocurre es que se trasladan hechos pretéritos insertándolos en una sociedad por venir. En el caso de la destrucción de los libros esto es más que evidente: sería difícil enumerar las veces que ha ocurrido en la historia, imposible inventariar lo destruido, y mucho más evaluar el daño causado. Los totalitarismos gubernamentales y eclesiásticos, en su afán por controlar a las personas y sus mentes, han sido en todos los casos los tristes y airados protagonistas.

En la Antigüedad, la ciudad de Alejandría se dotó, con un esfuerzo perseverante durante decenios, de la biblioteca más importante de su tiempo por el número y la variedad de sus fondos, y con ella de una institución emblemática del saber y el conocimiento en todas las épocas. Vinculados a la biblioteca estuvieron Eratóstenes, que midió las dimensiones de la Tierra y su distancia al Sol, e Hipatia, matemática y filósofa, por citar sólo a su primer y último responsable respectivamente. Un incendio accidental cuando Cesar desplegó allí sus legiones dañó parcialmente los fondos pero no a la biblioteca misma. En el S. V, en el combate que libraba el cristianismo entre sus diferentes facciones y contra el paganismo con todo lo que representaba culturalmente, la biblioteca fue incendiada e Hipatia asesinada por bandas de fanáticos impulsados por el patriarca Cirilo, que luego sería elevado a los altares. Puede ser que algo quedara de la biblioteca y cuando el islam se enseñoreó de la ciudad acabó con ella; se dice que el califa Omar argumentó ante el dilema de quemar o no los libros: Si está en el Corán es superfluo y si no lo está es pecaminoso. La mayor compilación del saber de la antigüedad había sido devorada por las llamas del fanatismo religioso.

En el S. X en Córdoba se vivía un auténtico renacimiento. El califa Al-Hakan II, ilustrado y amante de los libros consiguió reunir una inmensa biblioteca trayendo ejemplares de todos los rincones del mundo. Se cuenta que un barrio entero de la ciudad se dedicaba a tareas complementarias, como la más delicada e importante de copiar los textos, para lo que se empleaba a centenares de mujeres, de alguna de las cuales conocemos sus nombres. Se asegura que logró reunir 400.000 volúmenes, de los que unos miles estaban anotados y comentados por el propio califa, lector incansable. Poco después de su muerte el poder cayó de hecho en manos de Abú Amir, llamado Al-Mansur (Almanzor) que contaba entre sus cualidades el despotismo y el rigor religioso. Tan pronto tuvo oportunidad la biblioteca fue espulgada de aquellos textos considerados peligrosos para la fe, especialmente de filosofía y astronomía. En el siglo siguiente se produjo la invasión de los almorávides, fundamentalistas islámicos que habían creado un imperio en el norte de África. Al extenderse por Al-Andalus hicieron desaparecer brillantes manifestaciones de la cultura andalusí, entre ellas lo que quedaba de la biblioteca. Otra vez en nombre de Dios se atentaba gravemente contra la inteligencia y el trabajo racional.

En el S. XVI, el prelado fray Diego de Landa, franciscano por lo demás ilustrado, organizó un auto de fe para quemar miles de manuscritos mayas que habían logrado requisar a los indígenas, según cuenta él mismo: Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del Demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena. La cultura escrita maya desapareció y hoy todavía se intentan descifrar los jeroglíficos que han quedado en dos o tres códices que milagrosamente conservamos.

En algunos casos se trataba de papel, en otros de papiro o pergamino y la temperatura de ignición variaría ligeramente, pero, en todos, el daño causado fue irreparable, porque los textos, escritos manualmente, eran con frecuencia únicos. Los enemigos de la libertad lo tenían muy fácil, conseguir 233ºC está al alcance de cualquiera. Hoy las técnicas de difusión de la cultura son más complejas y también han de serlo sus contrarias. No es un seguro, el fanatismo aún anda suelto, pero da cierta tranquilidad.

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Ilustración por gentileza de Pep Boatella

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