30 ago 2010

Una declaración


Todo empezó con aquella canción de Roberto Carlos que decía en una de sus estrofas: Yo quisiera ser civilizado como los animales, ejemplo del pesimismo a la moda sobre el género humano. Me chirriaba el mensaje, y ni aún ahora, cuando caben pocas dudas sobre nuestra responsabilidad en el cambio climático y ninguna sobre la de unos pocos en la pobreza de la mayoría, dejo de tener la esperanza de un cambio muy positivo en las generaciones próximas. Pensé muchas veces en la frase incongruente de la canción, que, seguramente, estaba concebida como un aldabonazo para despertar conciencias, pero que a mí no lograba sonarme más que como una concesión a la irracionalidad.
No me avergüenza usar términos como izquierdas y derechas, a los que algunos parecen haberles cogido alergia; por eso empiezo diciendo que el pesimismo es de derechas. Si el futuro se ve negro ¡Virgencita, que me quede como estoy! En el pasado la Iglesia puso música y letra a estos temores construyendo una ideología según la cual los humanos habían demostrado su incapacidad para construir un futuro habitable y, por eso, lo pone en manos de Dios, sin el cual nada podemos. No cabe mayor pesimismo y mayor desconfianza en la humanidad. Los que hablan de humanismo cristiano no saben lo que dicen. La ilustración fue una reacción frente a este panorama, una recuperación del humanismo, pero cargando las tintas, seguramente como rechazo a la idea de pueblo de Dios, en el individualismo: la economía no es más que el resultado del interés personal actuando libremente; la política el resultado de la confluencia civilizada y normalizada de ideas e intereses personales: el egoísmo como motor de la civilización. La única concesión a lo colectivo es el Estado-nación (mutación de los bienes patrimoniales de las antiguas familias reinantes, con sus siervos y súbditos convertidos en ciudadanos). En ellos, en su interior, se desarrolla una cierta solidaridad, que, a veces, sirve para enmascarar la feroz explotación que ejerce la minoría que controla los aparatos del Estado, utilizando la coartada del interés nacional; pero, entre ellos, en el exterior, la competencia y el egoísmo se manifiesta crudamente, con descaro, con violencia.
El intento de superación de esta situación lo protagoniza la izquierda, la única ideología que piensa en el futuro, no como una repetición del presente o como un regreso al Limbo, sino como algo nuevo por construir en donde se hayan superado las contradicciones del presente. Puro optimismo. La utopía, que es para este mundo, y nuestra responsabilidad, no una gracia divina, utiliza como combustible solidaridad y fraternidad en lugar de egoísmo. Como los ilustrados, tiene fe en el hombre, pero el éxito lo espera de la cooperación, no de la competencia. Quizá por eso sus detractores la vieron como una nueva religión.
Las palabras están gastadas. Lo están izquierda y derecha, bastante solidaridad, mucho fraternidad. Quizá nos resulte más cómodo hablar de empatía, que no está contaminada políticamente y expresa lo mismo con un toque psico muy a la moda. Pues bien, el tiempo presente, si por algo se caracteriza, aparte los consabidos dramas y amenazas de futuro, es por una eclosión de empatía universal. Jamás antes el género humano se sintió tan uno y hermanado, ya nadie discute si los negros o las mujeres tienen alma, si los pobres merecen derechos políticos o si los niños son algo más que un proyecto de persona. Incluso se extiende la empatía a los demás seres vivos, a todo el entorno terrestre. Por primera vez existe una conciencia universal de unidad. Para convencerse no se necesitan complicadas argumentaciones, basta con un poco de reflexión sobre el presente y una mirada al pasado.
El espíritu humano cuenta pues con los útiles precisos, resultado de una evolución cultural que los ha diseñado y pulido adecuadamente. Pero la realidad es que nos encontramos en un mundo que nos parece abarrotado, a punto de reventar, exhausto por una explotación insolidaria, enfermo por un trato irresponsable. Además de espíritu necesitamos tecnología. No hay revolución (de las buenas, de las que hacen avanzar) sin un salto tecnológico. Es preciso liberarse del uso de energías sucias; el petróleo fue factor de progreso, pero hoy es una condena segura. El hallazgo de más reservas en el Ártico es una pésima noticia. Las ecoenergías y la fusión nuclear podrían ser la solución.
Con una nueva herramienta energética (ya a las puertas) y la empatía recién estrenada y en estado de prueba, el futuro es nuestro. Los jóvenes de hoy serán sus constructores. El nuevo mundo estará plagado de errores, contradicciones y sinsentidos, pero es que la historia no se acabará más que con el hombre.
Yo me declaro optimista histórico, es decir, de izquierdas.

19 ago 2010

El rapto de Europa

No hay mal que por bien no venga. Eso hemos oído desde niños para consolarnos de alguna desgracia, y lo cierto es que de cualquier desventura siempre es posible sacar enseñanzas de provecho, más porque es el momento en que estamos dispuestos a rectificar, analizando las causas del tropezón y explorando nuevos caminos. La traumática experiencia de la crisis debería tener ese efecto.

La ola neoliberal procedente del Atlántico anglosajón, que inundó a Europa y al mundo desde las postrimerías del siglo pasado ha sido el marco en el que ha germinado la recesión. Ella aportó los nutrientes a esta mala hierba que asfixia a Europa sin excepción, pero con más saña a las economías más débiles. El FMI, concreción orgánica y punta de lanza del neoliberalismo, se permite, no ya amenazar, sino plantar sus reales en economías europeas (con la maliciosa y bobalicona inspiración de la poderosa Alemania, en manos de un gobierno de la misma cuerda). Si pasamos revista a la situación política de Europa nos encontramos con que salvo alguna excepción (Grecia, España…) todos los gobiernos son de derechas, más próximos a las tesis del neoliberalismo que a ninguna otra. La gestión de la crisis, por tanto, se está haciendo con sus instrumentos ideológicos y técnicos. No es que no haya otras alternativas, es que no hay poderes capaces de, o dispuestos a aplicarlas. Emplear políticas contracorriente es el privilegio de países poderosos, no es el caso de Grecia ni de España, aunque sus gobiernos estuvieran convencidos de la bondad de tal actitud, que tampoco parece ser la cuestión. Las crisis pueden verse como el fracaso de aspectos más o menos importantes del sistema en curso, pero también como instrumento de consolidación del capital; de hecho no se está produciendo una retirada de posiciones por su parte (en este caso, del capital financiero) sino un mayor acoso a los Estados y a sus instrumentos de financiación, caso griego y español.

Cada europeo tiene in mente una Europa diferente, pero si algo la ha definido frente al resto del mundo, si algo ha sido envidiado por sus excelentes resultados, han sido las políticas que con mucho gasto público, altos impuestos y concertación social avalada por los legislativos, ha logrado el mejor nivel de vida y de bienestar social, conocidos en el Mundo. Mientras el modelo así logrado sirvió para desarmar de argumentos, ante propios y extraños, al mundo tras el telón, ni USA ni nadie lo puso en cuestión; pero, tan pronto como la URSS se desmoronó (incapaz de seguir ofreciendo una utopía que en buena medida Europa la vivía con libertad y democracia), su bondad pasó a ser ineficiencia, despilfarro, reglamentismo, perversión recaudatoria, y, otra vez la manida moda retro de la libertad del mercado empezó a desmantelar una por una (primero Inglaterra, después Suecia…) las más altas torres del Estado del bienestar, que había sido el horizonte utópico en el que nos embarcamos millones de europeos. Hoy las recetas para salir (dicen) de la crisis son justo lo contrario de aquello que construyó a la Europa que nos deslumbró, de modo que lo que queda de aquel modelo amenaza ruina inminente.

¿Qué Europa queremos? La que nos han robado, diría yo. ¿Quiénes? Más útil que buscar a los cacos sería saber por qué lo hemos permitido; cómo es que caímos fascinados ante la quincallería que nos ofrecían los mercaderes; cómo es que elegimos para que nos gobernaran a los testaferros que nos ofrecían mientras nos embaucaban con sus baratijas; cómo es que nos dejamos aturdir con su palabrería de charlatanes de feria antigua.

En cada país hay un gobierno, cada gobierno lo es por unas elecciones libres, los partidos, los sindicatos y las demás instituciones de la democracia siguen existiendo, nosotros seguimos conservando el derecho al voto, la capacidad de movilización, la libertad de ciudadanos. Bastaría con utilizar todo el arsenal en la dirección correcta. No hay milagros… ni desgracia que no nos hayamos construido pasito a paso. Europa sería otra si los gobiernos de cada país fueran otros, con independencia de que estén mejor o peor diseñadas las instituciones europeas. De todos nosotros depende que se consume o no el nuevo rapto de Europa.

¡Ojo! el dios de estos tiempos viene disfrazado de banquero.

16 ago 2010

Máscaras

Quizá no sea muy conocido pero el término persona proviene del griego prósopon, que no era otra cosa que la máscara con la que los actores se cubrían el rostro en las actuaciones teatrales adquiriendo así la personalidad adecuada. Que la persona es pura apariencia será un pensamiento filosófico más o menos complaciente con el género humano, pero tiene un fundamento en la más antigua realidad. Luego vinieron los romanos e inventaron la distinción entre persona física y persona jurídica. La primera es la persona natural, es decir, nosotros tal y como nos parió nuestra madre, por debajo de todas las máscaras que después nos proporcione la vida; la segunda es también un sujeto, pero no físico, sino una institución, una entidad “creada por una o más personas físicas para cumplir un papel”, o sea, una invención. Aparentemente la primera tiene una vida más satisfactoria y si antes de nacer nos preguntaran “Ud. ¿qué quiere ser, persona física o persona jurídica?” Estoy seguro que, dada la ingenuidad que se presume del nasciturus, todos optaríamos por la primera. Pero las apariencias engañan y más en esto de las personas, por eso lo de los griegos, el teatro y las máscaras. Muchas personas físicas, alcanzada su madurez, descubren una irrefrenable vocación de persona jurídica y, ni cortas ni perezosas, se transforman, con menos gasto, menos riesgo y más aceptación social que el de los transexuales en el cambio de sexo.

IRPF son unas siglas que inventó la hacienda del Estado moderno y que encierran un instrumento de exacción fiscal sumamente eficiente, que castiga (por emplear un término ajustado a las sensaciones del sujeto) a las personas físicas, dicen (sólo los ingenuos lo creen) que sin distinción. Como por razones misteriosas, que los profanos no alcanzamos a comprender, las personas jurídicas son tratadas con mayor benevolencia por el Tesoro público, no hay persona física que no aspire a ese paraíso fiscal de andar por casa y que vemos, con envidia cochina, que alcanzan buen número de avisados convecinos. Así, aunque conserven la apariencia de personas físicas (se deleitan igualmente con los placeres de la vida, más incluso que los otros), cuando el fisco los convoca se presentan con la máscara de persona jurídica y se van de rositas:

–¿Es Ud. Juan Palomo, el del Miguel y la Eulalia.

–No señor, yo soy Juan Palomo S.L. ¿Se debe algo?

–No nada, Ud. Perdone, se trataba de una confusión.

La naturaleza es muy sabia y en otros tiempos habría tomado nota inmediatamente y habría empezado una evolución, de manera que andando el tiempo todos trajéramos de nacimiento la condición esa de persona jurídica; pero, ¡ay! este carácter tan conveniente no se puede transmitir a futuras generaciones vía herencia genética porque los listillos, de tontos ni un pelo, han dejado la tarea de la reproducción en la mayoría de los casos para los demás.

¿Qué por qué se me ocurre hablar de esto ahora que ni es campaña fiscal ni nada? Porque he leído en un periódico sobre el particular y porque hay heridas que nunca se curan de verdad ¿Vale?

10 ago 2010

La destrucción de la Costa del Sol

El vertido en el Golfo de Méjico, los incendios en Rusia, son catástrofes sobre el medio ambiente que nos conmocionan; sin embargo, estos episodios esporádicos, auténticos cataclismos por sí mismos, que dejan cicatrices durante años, se superan con más facilidad que la huella transformadora del lento discurrir de las actividades que genera el crecimiento económico. Las catástrofes puntuales se deben a errores de cálculo, a la desidia o a la falta de prevención, alarman las conciencias y, pasado el paroxismo de la destrucción, se ponen medios para recuperar la situación anterior, lo que, con fortuna, puede lograrse. Sin embargo, la degradación más lenta que sobre el medio genera la lucha por mejorar las codiciones vida, por el progreso económico, no se percibe hasta pasadas generaciones y la recuperación, con frecuencia, se hace imposible. Los ejemplos de estas catástrofes sostenidas en el tiempo e irreversibles son numerosísimos y no se limitan a nuestra época; lo difícil sería escoger alguno entre tantos tan aleccionadores, pero la reciente y mediática estancia de M. Obama en la Costa del Sol1 me mueve a hablar de ella.
La costa del Mediterráneo andaluz ha sufrido históricamente varios envites en su degradación, hasta el horror presente. Primero fue la desforestación, proceso que duró varios siglos pero que tuvo dos causas distintas, ambas relacionadas con la industria: la construcción naval que requería enormes cantidades de madera y que fue un cáncer para todas las regiones costeras del Antiguo Régimen; la industria del hierro, ya que, aunque muchos lo ignoren, los primeros altos hornos que se instalaron en España estuvieron en la costa de Málaga. El hierro procedía de la Sierra de Marbella, pero se carecía de carbón y las pésimas comunicaciones, que ni para eso se mejoraron, hacía imposible traerlo de Sierra Morena, a poco más de 100 km., así que se recurrió a la madera con las consecuencias lógicas: mala calidad del metal, baja productividad, pero también deforestación galopante. Naturalmente, cuando la fachada del norte peninsular estuvo disponible para esa actividad, las ferrerías malagueñas cerraron, dejando el recuerdo y la destrucción.

A partir de los años cincuenta del siglo XX comenzó la sistemática devastación de la franja costera en aras del turismo. La nueva actividad prometía convertir a la zona en Jauja, por lo que el capitalismo más salvaje se adueño de la situación. La construcción, prácticamente sin freno, lo invadió todo: pequeñas llanuras costeras, deltas y cauces de los ríos, cornisas y laderas de las sierras que asoman al mar, hasta las mismas playas, hundiendo los cimientos en sus arenas. Hoteles, puertos deportivos, urbanizaciones de chalets, bloques de apartamentos y la más reciente perversión de los adosados y los campos de golf. Todo tan caótico que después de muchas décadas de boom turístico la abarrotadísima carretera de la costa aún no se había convertido en autovía, y a nadie se le ocurrió trazar una línea ferroviaria que uniera todos los puntos de la costa. Las infraestructuras son altamente deficientes, pero lo peor, lo dramático, es que la costa ha desaparecido bajo millones de toneladas de cemento y las playas originales tienen dificultades para mantenerse porque la construcción de puertos deportivos, espigones y otros elementos, han cambiado el perfil costero y las corrientes, por lo que necesitan aportes de arena anuales en cantidad creciente. Nadie que conociera la región antes de la debacle sería capaz de reconocerla hoy. Pero no es la añoranza, sino la fealdad de la zona de explotación más antigua (Torremolinos, Benalmádena, Fuengirola e incluso Marbella) lo que invita a las lágrimas.

La costa oriental se vio menos afectada por el turismo o lo ha sido más tardíamente, así que los efectos son menos negativos; para compensar, en Almería se descubrió otro El Dorado, la nueva agricultura, que ha convertido a una de las provincias más pobres de España en una de las más prósperas, aunque a cambio de cubrirse de un mar de plásticos y de arruinar sus acuíferos esquilmados o salinizados por la sobrexplotación.

En conjunto un paraíso climático y paisajístico, convertido en un infierno de cemento y plástico de fealdad infinita, pero que, sin embargo, sigue atrayendo turistas que parecen disfrutar del clima y de los oasis kitsch de los hoteles y urbanizaciones. ¿Cómo revertir la situación? La verdad es que hay pocas esperanzas. Pueden arreglarse cosas, algo se está haciendo, pero una solución integral es, a estas alturas, imposible. Una catástrofe lenta, camuflada tras la máscara del progreso, que ha empobrecido la prometedora variedad económica de la región y que ha convertido en artificial un bello paisaje original; más grave, mucho más grave que los incendios que asfixian Moscú o los millones de barriles vertidos en el Golfo.

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Ver el informe de Green Peace Destrucción a toda costa, recientemente publicado (julio, 2010).

1 Costa del Sol es una marca comercial que se ha convertido en denominación geográfica a causa de su éxito.
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2 ago 2010

De clítoris y prepucios

Abraham selló un pacto con Yahvé, por el que se le prometía ser padre de una muchedumbre de pueblos y la tierra de Canaán a cambio de que él y los varones de su casa se circuncidaran; se cuenta en el Génesis, 17:3/14. La curiosa práctica pasó así a ser distintivo del pueblo elegido. La verdad es que de no ser por la ausencia total de sentido del humor en la divinidad bíblica, parecería una broma pesada. ¿Por qué precisamente una mutilación genital? ¿Era necesario marcar a los elegidos? ¿No había otro modo? Diga lo que diga el texto sagrado lo cierto es que los egipcios ya la practicaban, de ellos la tomaron los judíos y los musulmanes la heredaron de éstos, y aunque parece originaria de África, otros pueblos muy alejados, como los indígenas filipinos, también la contaban en su acervo cultural. ¿Habrá tras ella algo más que este supuesto pacto o alianza entre el patriarca y su dios? Hoy, favorecida por el higienismo moderno que alcanza caracteres de neurosis colectiva, por el progreso de las técnicas médicas que han reducido el riesgo y el dolor en las intervenciones, por la influencia de los judíos en la clase médica de USA, etc., se ha ido extendiendo en lugar de reducirse, como cabría esperar de tan pintoresca, molestísima e inútil intervención.

El camino inverso ha seguido otro rito semejante, la ablación del clítoris, nacido también en África y que el islam ha difundido por oriente, pero que es piedra de escándalo en occidente, en donde, a causa de la fuerte sensibilización por el movimiento liberador femenino, no se ve en él más que una bárbara agresión de género institucionalizada, una añagaza del patriarcalismo para anular la personalidad de la mujer y reducirla al papel de servidora y reproductora. Para colmo, su inutilidad desde nuestro punto de vista es más evidente aún que en el caso anterior y el dolor y los riesgos, superiores. Sin duda, en su origen, ambas mutilaciones genitales compartían algo ¿Qué?

Émile Durkheim, uno de los creadores de la sociología moderna escribió en 1912 un ensayo titulado Las formas elementales de la vida religiosa; a él pertenece el siguiente párrafo:
« […] está fuera de duda que estas creencias y prácticas religiosas parecen a veces desconcertantes y quizá se sienta la tentación de atribuirlas a algún tipo de aberración profunda. Mas por debajo del símbolo hay que saber encontrar la realidad simbolizada, aquella que le da su significación verdadera. Los ritos más bárbaros, los más extravagantes, los mitos más extraños traducen alguna necesidad humana, algún aspecto de la vida, ya sea individual o social. Las razones que el fiel se da a sí mismo para justificarlas pueden ser, y de hecho lo son la más de las veces, erróneas; no por ello deja de haber razones verdaderas; es quehacer de la ciencia el descubrirlas».
Aunque lo parezca, no se refería a estas dos prácticas ni a ninguna otra en concreto, pero viene tan al pelo que parece que estuviera pensando en ellas.

La pureza es un concepto básicamente religioso. Lo puro (simple, sin mezcla) es lo bueno y se opone a lo impuro (mezclado, corrompido) que es lo malo. Aparece en todas las religiones, incluidas las más elementales, y todas muestran una gran preocupación, dando lugar a una normativa a veces prolija para mantenerla o alcanzarla. En apariencia, el sexo se presenta mezclado: en las mujeres hay un elemento masculino (el clítoris) y en el hombre un elemento femenino (el prepucio, piel que protege y oculta el glande, y que recuerda el genital femenino). La extirpación de uno y otro debió tener la función de conseguir la pureza, que sólo puede traer beneficios para la acomodación de cada individuo en su sexo y para la procreación: es justo lo que esperan las mujeres africanas o musulmanas que someten a sus hijas a la operación; es lo que promete Yahvé a Abraham, ser padre de una muchedumbre. No se trata pues de una barbarie sin sentido, sino de una conjetura arraigada profundamente que ha sobrevivido desde creencias ancestrales en tiempos primitivos, y que llegó a nuestros días adaptándose a religiones complejas (judaísmo, islamismo), perdiendo o difuminando en el viaje su sentido originario, pero conservando su fuerza.

Intentar combatir la ablación con criterios y argumentos extraídos de la civilización occidental o con la simple prohibición, puede, no sólo resultar inútil, sino incluso provocar una reacción. La mirada de occidente que únicamente ve barbarie en esta práctica, es tan irracional y falta de comprensión como la de las africanas que se empecinan en ella. En este sentido me ha parecido muy sugerente el trabajo del Dr. Sylla Abdoulaye, Nosotros ante la ablación del clítoris, cuya lectura recomiendo (sólo 4 páginas).
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