28 sept 2011

Dinero y democracia


Seamos sinceros, nada nos irrita tanto como que dispongan de nuestro dinero con arbitrariedad y sin consentimiento. Hasta tal punto es así que los orígenes de los instrumentos de la democracia e incluso del primer Estado democrático del mundo moderno tienen sus raíces envueltas en disputas dinerarias.

Los monarcas del Medievo se vieron en la necesidad de admitir en sus consejos reales, convirtiéndolos en parlamentos, a los representantes de aquellos de los que extraían los fondos para financiar sus empresas, casi siempre militares. Estos no eran otros que los burgueses, que en las nuevas cámaras sostuvieron con los monarcas un tira y afloja de vosotros abrís la bolsa y yo la ley. Hubo países en los que se acabaron imponiendo los parlamentos (Inglaterra) y el paso posterior hacia la democracia fue gradual aunque no exento de violencias, y otros en los que ocurrió al revés (Francia) y la superación del absolutismo monárquico se hizo violenta, traumática y revolucionaria. En España se dice que la preeminencia del monarca de Castilla sobre las Cortes del reino y, a la inversa, de las Cortes sobre el monarca en la Corona de Aragón se debió a una cuestión de procedimiento: en aquellas se aprobaba en primer lugar el “servicio” (exigencias del rey) y después los “agravios” (peticiones de la burguesía), mientras que en las Cortes aragonesas se hacía al revés, de lo que se seguía una situación de debilidad para el rey. Puede que ésta no sea la causa sino el efecto, pero lo cierto es que el resultado de la dialéctica parlamentaria condicionaba mucho o poco el poder de la monarquía en todos los rincones.

Los derechos obtenidos a cambio de sus concesiones económicas fueron asumidos por las burguesías de todas partes como sagrados y en muchos casos defendidos con sangre, aunque con éxito variable. Las guerras coloniales del siglo XVIII (Inglaterra, Francia, España) arruinaron las haciendas de los monarcas contendientes; el rey británico decidió establecer un impuesto, que contribuyera a sufragar los gastos de la guerra, a los productos que procedían de las colonias americanas, en cuyo beneficio entendía que se había resuelto la última contienda (Guerra de los 7 años, 1756/63). Los colonos irritados por la nueva carga y por el hecho de que ellos no tenían representantes en el parlamento de Londres que lo había aprobado entraron en rebeldía (Motín del té, 1773), lo que supuso el inicio de la guerra y revolución que dio origen a los EE.UU., primer Estado democrático.

Dicho lo cual parece deducirse que puede haber impuestos sin democracia, pero no democracia sin impuestos, ya que esta nació de la relación contractual entre los antiguos poderes, aquellos que venían de Dios, ávidos de dinero y los que se lo podían proporcionar con el fruto de su trabajo. En los tiempos presentes, aunque queden algunos monarcas, como ornamento (dudoso) del Estado, la importancia que han cobrado los contribuyentes/ciudadanos  es tal que se han adjudicado la fuente del poder, la soberanía. Pero hay países (Arabia) en donde quedan soberanos por la Gracia de Dios, la misma Gracia que ha colocado en su suelo una fuente de riqueza que les permite no sólo prescindir de los impuestos sino incluso subvencionar a sus súbditos, que no ciudadanos. ¿Será posible allí la democracia antes de que se acabe el petróleo? Éste sí que es un misterio y no el de la velocidad de los neutrinos que ha colmado páginas estos días.


23 sept 2011

El negocio (asunto) de la enseñanza

 
Se ha dado un salto cualitativo en el debate sobre la enseñanza, porque nadie hasta ahora había cuestionado su gratuidad y obligatoriedad si no era para ampliar su ámbito; sin embargo, la muy liberal presidenta de la Comunidad de Madrid, aprovechando las obligadas economías a que obliga la crisis, se ha permitido plantear la duda sobre si acaso no sería conveniente replantearse la gratuidad de algún tramo. El revuelo producido ha obligado a alguno de sus correligionarios a asegurar que no habrá modificaciones en ese sentido, de ganar el PP las elecciones, pero a todos nos ha llegado con nitidez el mensaje de que el asunto es materia de discusión (en el mejor de los casos) entre ellos.

Decía recientemente un comentarista político que los notables se sienten libres para luchar por el mantenimiento de sus privilegios porque las clases populares han perdido capacidad de intimidación con el derrumbe de la izquierda política y sindical. La enseñanza pública se sostiene con los impuestos de todos, mucho más injustos de lo que debieran, pero de todos. Las clases altas tienden a considerarla como un despilfarro porque ellos no la utilizan, pero la pagan; genera un nivel de fracaso escolar elevado (piedra de escándalo para los que no tienen en cuenta el fracaso social que lo alimenta), que es utilizado para cuestionar su eficiencia; y es igualitaria y niveladora, lo que contrasta con los fundamentos existenciales e ideológicos de tal grupo.

Un poco de historia para aliñar el discurso. El desenlace de la guerra civil, en el sentido que todos conocemos, supuso la mayor ruptura de continuidad en el desarrollo de la educación desde la Ley Moyano (1857). En primer lugar la “depuración”, que afectó a dos de cada tres maestros o profesores de instituto y universidad, muchos de los cuales fueron fusilados (¿6000?); se redujo drásticamente la oferta de plazas al cerrarse muchos centros, sobre todo institutos de enseñanza media; por último se cambiaron las bases ideológicas, sustituyendo los objetivos laicos y progresistas, propios de la República, por el ultraconservadurismo y catolicismo excluyentes (sobre este tema: página del Caum ). El resultado fue una enseñanza primaria (6 a 12 años) que se repartían el Estado (gratuita) y la Iglesia (de pago, aunque algunas órdenes la compaginaban con una enseñanza asistencial, separando estos alumnos de los de pago); una enseñanza media sin conexión con la primaria (examen de ingreso a los 10 años) en institutos y centros de la Iglesia, que se distribuían en la proporción de 17% a 40% respectivamente (INE, 1960), el resto “libres”, por vivir mayoritariamente en zonas rurales a las que ni la Iglesia ni el Estado atendía. La interacción entre ambas entidades era notable: la Iglesia supervisaba moralmente (profesores de religión y “directores espirituales” en los centros y “nihil obstat” en los libros de texto, mientras el Estado controlaba académicamente en los exámenes de ingreso y las dos revalidadas). En la enseñanza media y superior los alumnos procedían masivamente de las clases medias(1) y altas salvo una exigua minoría de becarios, y como los institutos eran prácticamente gratuitos y la universidad cobraba tasas muy por debajo del costo del puesto escolar, ambas constituían un regalo para este sector, con los impuestos de todos. Que yo recuerde ningún liberal protestó entonces, tiempos durísimos económicamente, por tamaño desaguisado. Hay que puntualizar que sólo había institutos en las capitales de provincia, salvo alguna excepción, por lo que la población rural (casi 45% en 1960) sufría muy duramente la discriminación. Con mínimas variaciones, impuestas más por los cambios sociales que por voluntad de los dirigentes, esta tónica se mantuvo durante todo el periodo.

La Ley General de Educación de 1970, en la agonía del franquismo, impuso un cambio importante, pero fue la Transición con la política de construcciones escolares y contratación de profesores (Pactos de la Moncloa), y la LOGSE (gobierno socialista), los que asentaron unos principios verdaderamente democráticos con la universalización, la obligatoriedad y la gratuidad desde los 6 a los 16 años; por primera vez la enseñanza era un derecho al alcance de todos -no entro en la polémica sobre la discutida bondad técnica de la LOGSE y sus sucesivas modificaciones porque no es el objeto de éste artículo-.

En esas estábamos cuando se introduce malévolamente la duda sobre la viabilidad del sistema. En aquel tiempo, por razones ideológicas, se entregó el mando a la Iglesia, hoy se le intenta regalar al mercado del que la muy liberal presidenta es devota ferviente, y en cuyo altar está dispuesta a sacrificar lo que sea menester de derechos ajenos. Yo no me he resistido a invitar a los interesados a que echen una mirada hacia atrás, para que no se nos vaya a olvidar de dónde venimos y para que no permitamos poner en cuestión uno de los pilares de la democracia: la enseñanza universal, gratuita y obligatoria hasta las puertas de la edad adulta.

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(1)   El concepto de “clase media” ha variado mucho. En la época que trato se limitaba a los profesionales y a los medianos propietarios agrícolas,  industriales y comerciantes.

19 sept 2011

Guerras perdidas


En 1984/85 se libró la última gran batalla del movimiento obrero, el escenario no podía ser otro que el Reino Unido y los que la libraron los mineros; enfrente, Margaret Theatcher, que con el aval obtenido en la guerra de las Malvinas encaraba su segundo mandato convencida de que esta era una guerra más importante que la librada contra Argentina, y la ganó. Desde el lado sindical fue la última resistencia contra el torbellino neoliberal que campeaba ya en USA y en Inglaterra y que acabaría arrollándonos a todos. Un año de huelga catastrófica dividió a los trabajadores y aniquiló a los sindicatos; en lo sucesivo no habría más resistencias significativas a las privatizaciones y las «libertades» que imponían los nuevos modos del capitalismo. El error, quizás inevitable, de los sindicatos fue empecinarse en la defensa de un sector económico obsoleto, la minería del carbón; el gran acierto del gobierno neoliberal, coincidir en sus planes con las corrientes, no menos inevitables, de la modernidad. Desde esas fechas el movimiento obrero ha pasado a ocupar en la mente de muchos el espacio reservado a lo retro o, a lo más, a la nostalgia.

Hace unos días al abrir un libro que no hojeaba desde hacía décadas me encontré con un recorte de prensa en el que se entrevistaba a Immanuel Wallerstein (El País, 29/9/80) y del que entresaco  «…la etapa larga de transición del capitalismo al socialismo, que, en mi opinión, estamos viviendo hoy». 31 años después sólo cabría decir que en historia las profecías son simples boutades. Y sin embargo,  en esas fechas nada apuntaba en otra dirección: en los países del norte de Europa, las conquistas sociales, hacían que se les considerara como sociedades intermedias entre las del Este, con un «comunismo» que ya no convencía, y el capitalismo, cuyo modelo seguía siendo EE.UU. Décadas de vecindad con las repúblicas populares y el temor, fundado, a la revolución social interna habían ido tallando un modelo socialdemócrata, que hoy es ya historia, por mucho que entonces lo creyéramos el futuro. Nadie presentía un suceso como el que he descrito en el primer párrafo.

Theatcher, en su frenesí destructor del Estado del bienestar, no olvidó la zanahoria, convenció a sus conciudadanos de que el capitalismo ofrecía también a los obreros la posibilidad de convertirse en capitalistas (los productos financieros comenzaban a ponerse al alcance de todos), mientras que la lucha de clases sólo les garantizaba una pobreza más o menos subsidiada. El discurso caló y se extendió; una legión de ideólogos y propagandistas lo fundamentaron con análisis y argumentos, y casi sin darnos cuenta nos encontramos todos en el paraíso neoliberal, del que hemos disfrutado justo el tiempo de que se nos acuse de haber mordido la fruta prohibida y se nos anuncie la expulsión. El objetivo básico se había cubierto: el desarme ideológico y organizativo de los trabajadores. Decía ayer mismo J. Ramoneda en el País: «¿Es posible una política de izquierdas hoy? Digámoslo claramente: el problema de la izquierda es que las clases populares han perdido capacidad de intimidación. Y, por tanto, las élites económicas y sociales no ven necesidad alguna de tener que hacer concesiones y de renunciar a algunos de sus privilegios».

Ocurre que la generación que sufre la frustración actual no vivió la experiencia primera, sólo conoce relatos en sepia ilustrados con las músicas del abuelo. Ha confundido la decoración con el argumento. Y, en efecto, la tramoya puede estar obsoleta pero el tema es un clásico: la lucha de clases.


13 sept 2011

Una reflexión electoral a la vista del 20N

          El efecto Rubalcaba parece diluirse, los últimos sondeos siguen registrando un imparable progreso de la derecha. Cuanto más nos acercamos al abismo más nos arrimamos a ella. No hay ninguna razón política que lo justifique: la atracción de un paquete programático esperanzador, la ausencia de responsabilidad en la crisis actual de la ideología de que participa, el tirón de un líder atractivo… Antes bien, en todos esos casos el PSOE tiene ventaja. Es difícil imaginar que los que han perdido su empleo (incluso los subsidios correspondientes por el tiempo transcurrido) o temen perderlo en un futuro próximo, tengan alguna esperanza en que la derecha vaya a poner fin a sus problemas, pero esa parece ser la realidad. Sólo la psicología social, ciencia polémica donde las haya, podría sacarnos de la perplejidad.

Las jóvenes sensibilidades de izquierdas parecen preferir la autoflagelación, lo cual no es nuevo en absoluto: crítica injusta a la Transición y a sus protagonistas, descalificación de la izquierda parlamentaria y sindical, ensoñación de un futuro que ellos puedan empezar desde cero, como si ese número existiera en la historia de la evolución humana (hasta la democracia parece querer inventarse de nuevas). En la práctica no parecen sino formas de evasión de la realidad y su inutilidad y nocividad son manifiestas, dada la situación de emergencia. El problema es que la crítica es consustancial con la izquierda, su instrumento de avance, pero, cuando se convierte en el objetivo, cuando nos atrapa con la fuerza centrípeta de un sumidero, se transforma en paralizante. La izquierda que podemos llamar institucional (PSOE, IU, sindicatos) han cargado injustamente con la responsabilidad, si no de la crisis, sí con la de ser incapaces de hacerle frente, desde el gobierno, desde la oposición y desde la defensa de los intereses laborales; lo que puede ser cierto, pero también inevitable.

La derecha tiene prestigio porque la clase a la que representa es envidiable (el señorito puede ser un sinvergüenza, pero sabe vivir, tiene un saber estar y una elegancia deseables y, sobre todo está arriba, lo que lo hace digno de admiración), y además, como individuos, tienen la virtud casi mágica de la flotabilidad, contra la que apenas pueden las tormentas de cualquier tipo, sean políticas o económicas. Quizá estén ahí las razones por las que en épocas de tribulación, como la que atravesamos, los mensajes de la derecha parezcan más creíbles, y por las que muchos prefieran su proximidad y esperen de ella el tirón que nos rescate de la tormenta. Posiblemente en las recónditas circunvoluciones de sus cerebros y por los posos dejados ahí por la historia,  vean a sus miembros como líderes naturales.

La derecha española ha conseguido un instrumento político unificado y disciplinado (PP), estaba en la oposición cuando todo se hundía, por lo que puede eludir responsabilidades, si además es capaz, por alguna o varias de las circunstancias expuestas, de atraer hacia sí hasta a las clases medias bajas, buena parte de los antiguos obreros, la suerte está echada.

9 sept 2011

Siete mil millones


Tenemos la manía de calificar las noticias como buenas o malas nada más leer los titulares (la prensa se ha convertido en la máxima dispensadora de alegrías o inquietudes), pero a veces nos encontramos con que la información no trae a la vista etiqueta de aciaga o benigna y nos deja en la perplejidad. De esta clase es la que nos ha anunciado que antes de que acabe el año el Mundo habrá alcanzado los 7.000 millones de habitantes y para fin de siglo, si las previsiones son correctas, los 10100.  Desde cierto punto de vista parece catastrófico por razones obvias (agotamiento de recursos, degradación del medio…), desde otro es demostración de que la humanidad ha encontrado mejores condiciones de vida y prospera sin cesar.

La población humana sobre la Tierra ha ido acelerando su crecimiento hasta convertirlo en una escalada casi vertical en los gráficos que la representan; sin embargo, la aceleración no ha sido regular sino que se ha producido a saltos. Identificamos dos que han mostrado una relevancia excepcional y una impronta global, y que tienen relación con auténticas revoluciones tecnológicas que cambiaron de nivel el acceso a los recursos. El primero (revolución agrícola) consistió en la domesticación de plantas y animales, de forma tal que por primera vez los humanos fueron capaces de producir sus propias subsistencias. El proceso se inició hace unos diez mil años, pero tardó varios milenios en generalizarse, nunca por completo, y perfeccionarse. Todos los indicios hacen pensar que la población dio un salto sin precedentes multiplicándose varias veces por sí misma en pocos milenios, hasta alcanzar un nuevo equilibrio, que ya sólo se alteraría local y coyunturalmente. La nueva abundancia de recursos no sólo hizo posible un crecimiento de la población sino que cambió radicalmente la civilización (división del trabajo, aparición de las clases, emergencia del Estado…; nuevos instrumentos, como la escritura, técnicas hidráulicas… etc.). No se puede decir que los contemporáneos vivieran los cambios con felicidad, de hecho no los percibían o no se percataban de su sentido; en muchas ocasiones generaron sufrimiento porque los cambios producen desequilibrios, inestabilidad y situaciones dramáticas; sin embargo, visto desde la distancia que nos proporciona el tiempo podemos considerarlo como un salto adelante una mejora decisiva, como demuestra el hecho de que pudieran vivir muchos millones más de personas.

El segundo salto fue la revolución industrial que se produjo en Occidente desde finales del XVIII, extendiéndose por todas partes en el XIX y el XX. El control de fuentes de energía muy poderosas y la racionalización y mecanización de la producción de manufacturas movilizó una masa de recursos sin precedentes y, de nuevo, la demografía se disparó, esta vez mucho más contundentemente por su rapidez y su volumen (las cifras alcanzadas tras milenios se podían ahora duplicar en algo más de medio siglo). Aunque hoy podemos dar por concluido el proceso de la industrialización, el fenómeno de la globalización ha permitido que la expansión demográfica continúe. El milagro se produce porque la mortalidad disminuye rápidamente; pero, no se ha prolongado el tiempo de vida de la especie, que sigue siendo casi el mismo que en los orígenes, sino que se han reducido las causas de muerte temprana: la enfermedad, las hambrunas y las condiciones de vida especialmente duras. Estos últimos fenómenos (industrialización y globalización) se han desarrollado y extendido a la vez que la democracia y la formulación y la lucha por los derechos humanos. Me atrevo a inferir que existe una relación causal entre ellos.

El sufrimiento, el dolor y la injusticia no han desaparecido, el futuro sigue planteando incógnitas inquietantes, no hemos resuelto, ni muchísimo menos, una manera consensuada de interpretar el pasado, ni de resolver la convivencia en el presente; sin embargo, desde el exterior, un observador de otra especie, o fuera del tiempo, no dudaría en asegurar que ha habido un progreso.

Puede ser que yo tenga algo de Pangloss, o que me acucie la necesidad de buenas noticias, dado el panorama de la coyuntura actual, pero me parece que la de los 7.000 millones la voy a archivar entre las positivas.