28 dic 2012

La marca España


Lo que priva hoy es la privatización (disculpad la cacofonía). ¿Qué hacen empresas industriales o de servicios en manos del Estado? Hay que privatizar las que queden. No es que la experiencia de lo ya hecho (casi todo) sea para tirar cohetes, porque básicamente consistió en que monopolios del Estado se han convertido en oligopolios privados, en que bienes de propiedad colectiva están ahora en manos de no se sabe quién, lo que, según algunos, es mucho mejor; pero, hay que privatizar. En esto estuvieron de acuerdo hasta los socialistas: ¿Recordáis el entusiasmo con el que Felipe González y Solchaga desmantelaron el sector industrial público en aquella operación que bautizaron eufemísticamente como “reconversión industrial”? La maniobra fue completada con dedicación ejemplar y maestría incomparable por los gobiernos de Aznar, alcanzando de lleno a los hidrocarburos y las empresas de servicios. El Estado quedó in albis vestimenta, lo que en castellano castizo viene a significar en calzoncillos. De lo que se trata ahora es de vender los calzoncillos… y lo que se tercie.
Los calzoncillos son, por ejemplo, la red de paradores nacionales. El ministro del ramo, cuyo nombre no quiero recordar, nos ha revelado, para escarmiento de los que creen en lo público, que los directivos disponían de coches de lujo, no sé cuantas tarjetas (supongo que no de visita) y un yate. Así que, mejor que poner orden en el supuesto despilfarro, lo que se plantea es vender los paradores. Normal. Puede que los compre un honesto y austero empresario sólo preocupado por crear trabajo, tipo Martín Ferrand, por ejemplo. Normal.
Lo que pasa es que a estas alturas los calzoncillos no dan para mucho; tanto para obtener más como para en el futuro gastar menos, lo que hay que hacer es profundizar y perseverar. Si no queda ropa vendamos la piel, los huesos, las vísceras y todo lo que se cotice en el mercado. Que nadie se alarme, estoy en plan metafórico. Me refiero a la educación, la sanidad, lo que queda de las comunicaciones y el transporte, las pensiones, etc. Los que saben de esto, que, casualmente, son los que ahora mandan porque los hemos votado a la vista de tanto como sabían, están hartos de decirnos que el Estado ni soporta esa carga ni sabe gestionarla bien. Así que, ¿por qué no? Además, ¿a qué escandalizarse? ¿Acaso no hemos privatizado la hacienda manteniendo en marcha el Estado prácticamente sólo con la deuda? Si extendiéramos el ejemplo, “externalizando” la justicia y las fuerzas armadas podríamos prescindir de un ejército de funcionarios, nunca mejor dicho. He leído a economistas que abogan por la privatización de la moneda, lo que, según ellos, eliminaría las devaluaciones, que, añaden, sólo era un medio de extracción ilícita de recursos por parte del Estado a los particulares (en nuestro caso, si no privatizada sí que está ya internacionalizada, que es parecido).
¡Cuánto camino por recorrer!
Se me ocurre que por este procedimiento, al final, el Estado, absolutamente anoréxico, será innecesario amén de inoperante y desaparecerá por sí solo, que era justamente el sueño que acariciaban los marxistas y otros revolucionarios. ¡Los caminos del Señor son inescrutables! La única diferencia es que en un caso los poderes del Estado habrían quedado diluidos en las organizaciones ciudadanas y obreras, utopía de lo más hortera, y en el otro en las corporaciones mercantiles, alternativa  mucho más glamurosa ¿No?


17 dic 2012

La mula y el buey


La mula y el buey no están en los evangelios por eso un papa tan intelectual como el que disfruta hoy la Iglesia ha decidido retirarlos de la escena. ¿Quién los puso allí? ¿Por qué no un burro y una vaca? Nada es casual. Además, si han perdurado durante siglos en las tablas es porque encajaban en el cuadro, un complemento que cerraba la escena con singular coherencia: ¿Qué mejores acompañantes del reino animal para una pareja que ha concebido y alumbrado sin usar del sexo que una mula, inútil para la reproducción por su condición de híbrido, y un buey, un toro castrado? Hayan sido la intuición popular o la manipulación clerical los responsables de la coreografía, lo cierto es que el anónimo autor era de los que no dan puntada sin hilo.
No voy a echar mi cuarto a espadas por un buey y una mula, pobres animales que dan un poco de grima. Me interesa, sin embargo, lo que el Papa ha considerado “razonable” conservar, alegando que es lo verídico y fundamental. Aún así, pasaré por alto el oscuro asunto de la virginidad de la madre y la concepción por intervención de persona divina, lo mismo de incoherente, porque forman parte del pensamiento mágico, terreno en el que no estoy dispuesto a adentrarme. Me centraré en lo mío, en la historia.
De los cuatro evangelios canónicos sólo el de Mateo y el de Lucas hablan de la Natividad, los dos la relacionan con el rey Herodes y con Belén y el de Lucas dice: Por aquellos días salió un edicto de Cesar Augusto para que se empadronara todo el mundo. Éste es el primer censo hecho siendo Quirino gobernador de Siria. (Luc. 2,1-2)
Hay en el relato datos rastreables. Hagámoslo.
Sin poner en cuestión la buena intención de Lucas habría que decir que la historia, la de verdad, registra la muerte de Herodes para el año 4 a. de C, en cambio Quirino, gobernador de Siria, no se hace cargo de Judea hasta el 6 d. de C (diez años después), porque es en esa fecha cuando el reino pasa a ser administrado directamente por Roma. Ciertamente el gobernador ordenó un censo en su nueva provincia (no Augusto desde Roma) con fines fiscales. Pero, es ridículo que para eso José tuviera que desplazarse a Belén, lugar de origen de sus ancestros, según la más que dudosa genealogía que aporta el evangelista, porque a Roma sólo le interesaban los vivos y sus propiedades y en Belén no poseía ninguna como demuestra que hubiera de buscar posada. De haberse censado lo habría hecho en Nazaret. Por supuesto su esposa, como en toda sociedad patriarcal, no pintaba para nada y no tendría que haberse puesto en camino, mucho menos si estaba a punto de dar a luz. Para colmo, la ciudad de Nazaret, en la que residían, no pertenecía a Judea, sino a Galilea, que tenía otro gobierno y no estaba incluida en los territorios de Quirino, así que, en todo caso, el dichoso censo no iba con él. Lucas ha utilizado elementos ciertos pero los ha puesto en relación de manera equivocada componiendo un relato definitivamente falso.[i]
Mateo también sitúa el nacimiento en Belén a donde acuden unos magos, guiados por una estrella, a ofrecerle presentes. Después la familia se marcha a Egipto huyendo de Herodes; cuando regresan lo hacen a Nazaret por si las moscas. También vale para él el anacronismo de Herodes, muerto cuatro años antes. Respecto a la estrella basta decir que hasta época reciente la biografía de cualquier personaje importante, ya no religioso, se solía adornar con sucesos extraordinarios, entre los que la aparición de una estrella u otras alteraciones cósmicas son de lo más común. Los magos podrían ser los embajadores de Partia (los sacerdotes persas se llamaban “magos”) que acudieron a la inauguración del templo de Jerusalén, pero para eso Jesús tendría que haber nacido bastante antes y haber muerto a una edad cercana a la cincuentena, como, por otra parte, sugiere el evangelio de Juan (Juan 8.57).[ii]
Nada se dice de la fecha del nacimiento. Es obvio que para los primeros cristianos los detalles de la muerte de Jesús eran más importantes que su nacimiento, y no hay constancia de que éste se celebrara en ninguna comunidad. De hecho, fue en el siglo IV, hacia el 354, cuando el papa Liberio fijó arbitrariamente la fecha de la celebración de la Navidad en el 25 de diciembre para oponerse expresamente a la adoración pagana del Sol Invicto (el solsticio de invierno es el momento en que el sol comienza de nuevo a ascender en el horizonte de mediodía) y sustituirlo por la veneración del “verdadero Sol” que es Jesucristo.[iii]
Visto lo cual parece que ni siquiera lo que cuenta el evangelio es lo verídico. Siendo condescendientes podríamos convenir que no es más que un relato metafórico que sugiere una “verdad” inaprensible por la historia y la experiencia humana, con lo cual ya estamos de nuevo en el terreno de la magia… y ahí no entramos. Sólo pedimos que se juegue limpio y que no se nos cuente como algo real a lo que hay que quitar algún aditamento espurio.




[i] Robin Lane Fox: “La versión no autorizada. Verdad y ficción en la Biblia”. Pags. 26 a 31. Planeta. Barcelona, 1992.
[ii] Opus cit. Pags 32 a 38.
[iii] Antonio Piñero. Blog

13 dic 2012

Cataluña en la historia peninsular

Es sabido que en muchas comunidades autónomas se han hecho esfuerzos y siguen haciéndose por crear un sentimiento nacional, incluso en aquellas que jamás tuvieron conciencia de unidad (ni siquiera administrativa dentro del Estado) antes de constituirse como tales después de 1978. Para ello se emplea dinero público y se acoplan los programas escolares, como no, tergiversando la historia. Esta manipulación de las conciencias ha hecho cumbre en las comunidades catalana y vasca, pero prácticamente ninguna de las demás se libra de ella. Como ejemplo podría citar la mía propia, Andalucía, caso del que me ocupé en varias ocasiones.
Cataluña y Euskadi son modélicas en el mangoneo histórico, pero tiene una contrafigura igualmente falsa y tergiversadora en los esfuerzos del nacionalismo españolista por reducirlos al absurdo. En la actual contraofensiva ante el nacionalismo periférico, protagonizada por la derecha política y sociológica (hay acción política pero también mediática e intelectual) se está poniendo de moda negar absolutamente que Cataluña haya sido nunca en la historia una entidad política independiente o diferenciada de sus vecinos. Si bien el recurso a la historia para justificar la secesión no tiene demasiado fundamento (menos si ha sido falseada), tampoco es lícito hacer lo propio para negarla.
Cuando en el siglo XI se unieron Cataluña y Aragón, los condados catalanes eran todos ya feudos del de Barcelona que, a esas alturas, no guardaba, ni siquiera nominalmente, relación de vasallaje con el reino Carolingio, del que antaño quizás fueran una marca[1]. Era una entidad soberana aunque regida por un conde.  Curiosamente, en la vecindad y pocos años antes, los hijos menores de Sancho III de Navarra que habían heredado respectivamente los condados de Castilla y de Aragón se auto aplicaron sin empacho el título de reyes, lo que más tarde se repetiría con el embrión de Portugal, entregado como condado por el rey castellanoleonés a un yermo en calidad de dote. Una explicación de por qué el conde de Barcelona no hizo lo mismo entraría en el terreno de las hipótesis: quizás porque no necesitaba, como los anteriores, recalcar su independencia ya que sus lazos de vasallaje con el reino franco se habían desvanecido hacía mucho.
Lo cierto es que la unión con Aragón fue entre iguales (prefigurando la de Isabel y Fernando tres siglos después) en una federación en la que ninguno de los dos Estados perdió personalidad jurídica ni política, aunque desde ahora el título de Rey de Aragón precediera protocolariamente al de Conde de Barcelona. Cuando la gran expansión territorial del siglo XIII incorporó nuevos espacios lo hicieron como nuevos Estados (Reino de Valencia, Reino de Mallorca) en pie de igualdad y reproduciendo el modelo federal que inauguraran Aragón y Cataluña.
En el occidente peninsular la unión entre Castilla y León fue más bien una fusión, sin duda por el carácter más autoritario de los reyes leoneses y castellanos. En contra de lo que pudiera parecernos ahora, el modelo Aragonés no era más “moderno” en su época, sino que obedecía a una sociedad más ligada a las formas feudales, que a finales de la Edad Media estaban ya siendo superadas en todas partes.
En el siglo XV con el matrimonio entre Isabel y Fernando el modelo aragonés de federación se extendió a la relación Castilla / Aragón, manteniéndose vigente durante dos siglos más. Naturalmente la contradicción entre un autoritarismo real creciente y centralizador, a tenor de los tiempos, y el mantenimiento de la tradición confederal generó crisis graves (1640), pero fue el conflicto dinástico de principios del XVIII lo que provocó el estallido del sistema. Entonces los catalanes (también aragoneses, valencianos y mallorquines) lucharon, no por su independencia, como trasluce el discurso  nacionalista, sino por los derechos del pretendiente archiduque Carlos a las dos coronas peninsulares, al que suponían unas intenciones políticas conservadoras de sus estatus. La victoria permitió a Felipe de Anjou (Felipe V), de acuerdo con el derecho internacional al uso, como vencedor, y como soberano ofendido por la acción de sus súbditos "ingratos", cambiar las condiciones del "pacto" que mantenía con ellos, y lo hizo reduciendo los Estados "rebeldes" a provincias, mediante los Decretos de Nueva Planta, uno para cada uno de los antiguos Estados de la confederación.
A nadie que repase, aunque sea someramente, la historia de este país le puede pasar por alto que Cataluña tuvo una entidad política diferenciada durante largo tiempo. Otra cosa es que eso justifique ahora una secesión: en aquellos tiempos los asuntos políticos se  expresaban en términos de súbditos, señores y fidelidades; hoy en los de sentimientos nacionales y voluntad democrática; lo común a los de entonces y los de ahora es la importancia de los intereses. De eso habrá que hablar otro día.



[1] Provincia fronteriza con estructura militar.
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9 dic 2012

¿Reformar la Constitución?


En los tiempos que corren lo que impera es el pesimismo y yo no soy inmune a la epidemia. Como cualquier hijo de vecino no veo hoy en el horizonte casi nada más que nubarrones. Últimamente ha entrado con fuerza en el debate sobre la solución a nuestros males la reforma constitucional. No es que esté en contra, porque falta hace, es que no creo que se haga nunca.

Ciertamente las constituciones se reforman. Leí en un artículo reciente que la alemana lleva 60 cambios desde su promulgación y ayer un omnipresente tertuliano, las elevaba ciento y pico. No sé quien lleva razón, lo cierto es que han sido muchas, y no es un caso excepcional. Ocurre cuando la constitución se considera un bien de uso, aunque de peculiares características, y no un objeto de culto.

En toda la historia constitucional de España (doscientos años justitos y nueve constituciones) jamás se reformó ninguna. Aquí siempre hemos preferido estrenar. La actual presenta tantas cautelas para su reforma y un proceso tan complejo y tan costoso políticamente para sus posibles promotores que será muy difícil que un partido en el gobierno la emprenda alguna vez. Por supuesto, por el procedimiento de la iniciativa popular es casi imposible. Alegar en contra la facilidad con la que se hizo la reciente reforma impuesta por la UE es una falacia producto de la demagogia o de la ignorancia; el núcleo duro de la constitución está blindado y bien blindado.

Los españoles tenemos con la democracia lo que ahora se llama un mal rollo. Históricamente sólo hemos gozado con ella idilios brevísimos que siempre terminaron como el rosario de la aurora, y como la constitución es el instrumento legal para su implantación, no podemos evitar convertirla en un símbolo. Así que aquello que se hace para ser manipulado, en el mejor sentido, lo convertimos en intocable; de llave que abra la puerta del progreso, en cerrojo que impide el avance.

La constitución de EE.UU., la más antigua del Mundo, consta sólo de tres páginas manuscritas. Un texto mínimo que, por serlo, tiene poco que se contradiga con los usos de los tiempos modernos. Pero, además, se le han ido añadiendo enmiendas por un procedimiento bastante flexible, que duplican ya el texto inicial. El colmo de la flexibilidad lo tiene la británica que nunca fue escrita. Hay casos para todos los gustos, pero el nuestro empieza a parecer tragicómico.

Cuando la elaboramos, la coyuntura política se movía bajo el peso de una reciente dictadura, que los españoles no sólo no habían sabido sacudirse en cuarenta años, sino que muchos (no diré que la mayoría) se habían identificado con ella. La transición no fue el pecado de los políticos de izquierdas del momento sino imposición de la mayoría de compatriotas que se había manifestado en referéndum contra  la ruptura (Ley para la Reforma Política, 18/11/76), haciendo buena la maniobra que preparaban Adolfo Suárez y los políticos reformadores salidos de la dictadura, que pasaban de vestir los uniformes del Movimiento a liderar el proceso democrático, con el asentimiento de los españoles, todo hay que decirlo. No sugiero que la conversión de aquellos no fuera sincera ni útil, sólo quiero resaltar que fue siempre avalada por las mayorías necesarias.

Lo cierto es que en el Congreso que elaboró la Constitución había: una derecha moderada y reformista (UCD), promotora de la reforma; una izquierda también moderada (PSOE), homologada por la socialdemocracia europea; la derecha franquista de Fraga (AP), un poco acoquinada por la desaparición del padrecito; una izquierda más radical, pero básicamente ocupada en lavar la imagen que le había impuesto la dictadura franquista y la deriva soviética (PCE); y unos nacionalismos, fundamentalmente de derechas, para los que la izquierda había conseguido un respeto por encima de su significación numérica en virtud de ciertos escrúpulos democráticos (CIU, PNV). Con este puzle el consenso estaba cantado.

Hoy la UCD ha desaparecido y la derecha toda está integrada en el PP liderado por la facción que procede de la antigua AP; el PSOE vive una de sus crisis existenciales más profundas, gravemente herido por la desafección de los ciudadanos; el PCE apenas si es visible en una coalición cuyas características más notables son la falta de cohesión y la debilidad; los nacionalismos, en cambio, han crecido desmesuradamente tanto en Euskadi como en Cataluña y prácticamente se han situado fuera del sistema en espera de situar sus territorios fuera de España ¿Quién dice que se dan las condiciones para que se consensúe una reforma de la Constitución? ¿Desde cuándo es posible negociar cuando falta el centro, absorbido en la derecha y dilapidado en la izquierda? ¿Cómo controlar a los nacionalismos desbocados?

Se nos ha hecho tarde otra vez, amigos.
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5 dic 2012

Otra parida mental a propósito de la crisis


No está en nuestras manos cambiar las leyes físicas que rigen el Mundo, bastante hacemos con intentar conocerlas y comprenderlas. En eso estamos. Los humanos además de estar inmersos en este marco físico somos seres sociales y culturales; es decir, necesitamos cooperar para algo más que la procreación y la crianza, y el resultado de nuestras experiencias vitales, individuales y colectivas, se acumulan formando un acervo cultural que se transmite de generación en generación, transformando nuestro modo de vida y a nosotros mismos. Tenemos historia.

En las relaciones de cooperación/competencia entre individuos y entre grupos y con el medio del que obtenemos recursos se establecen hábitos que se transforman en normas que las regulan. Sin embargo, estas leyes no son como las del mundo físico, son contingentes y heterogéneas, son históricas, es decir, dependen de infinidad de variables que se alteran y cambian en su relación mutua (por algo son sociales) y con el paso del tiempo (por algo son históricas); muy particularmente son deudoras de las relaciones de poder entre sectores de la sociedad. Esto es la economía.

La obtención de recursos requiere unas relaciones de trabajo que han sido históricamente diferentes (esclavitud, servidumbre, capitalismo) y se han relevado unas a otras en función de la tecnología disponible y otras variables. Sin embargo, este movimiento no está predeterminado. Seamos o no conscientes de su existencia y condición puede ser alterado desde la voluntad política forzando un cambio en las relaciones de poder que, a su vez, imponga nuevas normas. A esto llamamos revolución.

Así pues, la economía es la obra del hombre, que no está sometido de manera inevitable nada más que a las leyes físicas. La dinámica de los fenómenos sociales, incluida la economía, se nos presenta como caótica por su impredecibilidad, consecuencia de la multitud de factores que la condicionan. Una de ellos, y no el menor, es la voluntad de los individuos, emanada a su vez de un haz incontable de causalidades. Pero, por ser obra humana, es posible modificarla, detenerla, redirigirla… Lo único que puede impedirlo es la falta de un consenso suficiente. La ideología, que nos da una explicación del mundo y nos proporciona modelos para el futuro, se revela así como decisiva. Cuando las dificultades económicas se generalizan por efecto de la crisis y la ansiedad por el cambio empieza a generalizarse, todavía es necesario que en el interior de cada cual logremos separar las pulsiones que obedecen a nuestros intereses genuinos de aquellas que proceden de la ideología, asumida, aprendida por imitación de grupos hegemónicos, de los que irradiaba con el marchamo de validez universal aunque, en realidad, su utilidad se limitaba a la élite.

Es obvio que la ideología nace de los intereses; pero, en los sectores sociales no exitosos se produce un efecto de imitación de los modelos mentales de aquellos otros que sí triunfaron[i]. De esta manera contribuyen a la permanencia de un sistema que funciona en contra de sus propias necesidades. Sólo es posible desprenderse de tal rémora cuando la crisis profundiza y se alarga más de lo habitual, haciendo intolerable lo que antes parecía sólo inconveniente. Aún así, el malestar que genera la evidencia de la explotación puede quedar sólo en agitación, algaradas y frustración si no existen proyectos alternativos que una minoría consciente y organizada haya elaborado previamente, y si esa minoría no alcanza la credibilidad suficiente para impulsar y liderar. Ese fue el papel histórico de las organizaciones de la izquierda.

Podríamos concluir que: 1) las leyes de la economía que rigen la obtención de recursos, su aprovechamiento y reparto son perfectamente alterables en la proporción y sentido que deseemos; 2)  que la voluntad de cambio se genera y se altera en una amalgama de intereses y de girones de ideología de turbio origen y difícil discriminación; 3) que la espontaneidad revolucionaria encuentra fácilmente el camino del caos a menos que una vertebración orgánica aporte luz en la tarea de discernir los verdaderos intereses y las estrategias oportunas.



[i] “No exitosos” y “triunfadores” pueden ser sustituidos por “explotados” y “explotadores” en un lenguaje más explicito y sin miedo a ser calificado de ideológicamente sesgado.