Panem et circenses (pan y circo) fue el lema que en la república tardía y los primeros tiempos del imperio expresaba la actitud de los políticos romanos halagando al populacho para lograr la elección en las magistraturas, o para mantenerlo tranquilo. Con las diferencias que exigían los siglos transcurridos, fueron un calco las políticas asistencialistas que aplicaron Bismarck por un lado, y su oponente Napoleón III, por otro, con el objetivo, no de satisfacer derechos, sino de enamorar a las masas y mantener el poder sobre ellas.
En el siglo XX, excesivo en tantas cosas, el populismo alcanzó cotas jamás logradas antes; los fascismos y otras fórmulas totalitarias lo elevaron a su máxima expresión. Los caudillos fascistas (Mussolini, Hitler, Franco) se erigieron en intérpretes de la voluntad popular mediante una especie de comunión mística que hacía posible su personalidad carismática. Todos ellos apelaban al pueblo para legitimar sus respectivas dictaduras y declaraban no tener otro objetivo que el bien de la nación, concepto tan confuso e intangible como el de pueblo, con el que es intercambiable.
En el continente americano se han dado ejemplos señeros como el peronismo,
«...arquetipo del populismo latinoamericano, responsable "orgulloso" de haber transformado una próspera república en un país del Tercer Mundo.» Marcos Aguinis.
aunque en ese ámbito geopolítico no fue ni el primero, ni el último. Desde siempre proliferaron allí múltiples casos y modalidades diversas, pero siempre con un perfil reconocible:
«…se basa en una entidad supraindividual llamada pueblo, capaz, al parecer, de tomar decisiones; le da la espalda a las instituciones y a la ley, confiando en la fuerza de la susodicha entidad; es dadivoso y asistencialista: gasta lo que no tiene; es altamente retórico y ambiguo: la claridad es su enemiga; se nutre de la polarización clasista; aunque su esencia es el pueblo, se concentra en los designios de un líder tan providente como férreo; es antimoderno: su aspiración es una utopía arcaica.» Letras libres, nº 75
En las democracias modernas y avanzadas también está presente, aunque con rasgos menos visibles porque adopta formas que nos son familiares. Gordon Brown, Sarkozy, Zapatero o Berlusconi tienen una peligrosa tendencia a gobernar atentos a la sonrisa o la mueca de sus gobernados, a golpe de encuesta, mucho más preocupados de arañar unos votos que de ejecutar su programa, elaborado ya para que soporte las contorsiones de la política del día a día. A veces hasta se enorgullecen de ello, exhibiendo un punto de vista demagógico.
Existe por otra parte, desde el liberalismo, la tendencia perversa a calificar de populista cualquier política de izquierdas, empezando por la socialdemocracia, a las que se acusa de asistencialismo, lo cual ha sido posible por el efecto combinado de la pérdida de sustancia de la izquierda y la prepotencia del liberalismo en los últimos tiempos. Afortunadamente, aún sabemos distinguir la dádiva de unos días de vacaciones de Evita Perón a una multitud enfervorecida ante la Casa Rosada de una adecuada legislación laboral; el regalo de los 400 € de Zapatero de una política fiscal progresista que no castigue las rentas del trabajo pero permita una adecuada política redistributiva; la verborrea incansable y aturdidora de Chávez de la información y necesaria explicación de la política aplicada ¿O no?
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