Los antiguos despreciaban el trabajo. En la antigüedad era cosa de esclavos y de gentes incapaces de sustentarse de otro modo. Puede decirse que los trabajadores eran esclavos, desde los que agonizaban en las minas o remando en los barcos, hasta los que administraban empresas o departamentos del Estado, pasando por los que educaban a los hijos de la aristocracia, o los que cultivaban los latifundios de los terratenientes. Nuestro vocablo negocio, que designa una ocupación o trabajo productivo, procede del término latino negotium, que es la negación de otium, ocio. El ocio era considerado el estado ideal para cualquier ciudadano: permitía dedicarse al deporte, al arte, la filosofía o la política, mientras el trabajo productivo descansaba en manos de los esclavos y gentes de poca calidad. El deporte, la filosofía o la política como actividades normales de los ciudadanos construyeron la excelencia de la cultura griega, pero se sostenía sobre el trabajo forzado de los esclavos. La potencia de las legiones romanas formadas por ciudadanos, que controlaron el mundo y construyeron el primer Estado “moderno”, se basaba en el trabajo de legiones más nutridas de esclavos, logrados, precisamente mediante la guerra. Los avances científicos y técnicos de la época hubieran podido desencadenar una revolución industrial –en Alejandría en el siglo I se diseñó por primera vez una máquina de vapor– si no hubiera sido porque nadie estaba interesado en sustituir el trabajo humano. ¿Para qué, si no, los esclavos?
La caída del Imperio, más que por las invasiones, se produjo por una gran crisis sistémica: el esclavismo no era capaz de seguir manteniendo el crecimiento, a causa de unos costes crecientes y una productividad decreciente. Arruinadas y despobladas las ciudades, desaparecidos la moneda y el Estado, ruralizada la vida, los esclavos se transformaron en colonos, siervos de algún señor; habían ganado en libertad jurídica pero estaban sujetos ahora a la tierra, de la que aseguraban así su productividad. La obligación de trabajar para sí y, gratuitamente, para el señor que los protegía/explotaba seguía siendo una maldición de la que estaban libres las dos clases dominantes: nobleza y clero, la coerción armada y la ideológica.
Este punto de vista, la idea de que el trabajo era una abominación que sólo recaía sobre el pueblo, perduró más de otros mil años, hasta bien entrada la Edad Moderna; pero para entonces ya había aparecido la burguesía, clase nacida del comercio, activado con la reaparición de la moneda y el renacer de las ciudades, y pronto empezó a tener peso en la sociedad, la política y la cultura. Su poder y su origen se fundamentaban en el dinero obtenido mediante el trabajo. Conforme su éxito social se consolidaba, el trabajo productivo se transformaba en valor: empezaron a representarlo los artistas –pintura flamenca–; conquistó la nobleza –en el escudo de armas de los Medicis había unas monedas, símbolo de su actividad originaria–; escaló los altares, cambiando el discurso religioso –el calvinismo convirtió el éxito material en señal de elección divina– y las iglesias levantaron la prohibición del préstamo con interés que pesaba sobre los cristianos y que había hecho la fortuna de los judíos. Lentamente fue transformándose de vicio en virtud, de castigo en bendición. El capitalismo descubrió que funcionaba mejor usando de la libertad: la explotación del trabajo se hacía mejor a través del salario que con la coerción física o jurídica anteriores; la libre competencia, su caldo de cultivo vital, necesitaba de la libertad de comercio e industria. Con ello el trabajo acabó por conquistar cotas de dignidad impensables un siglo antes.
Nuestro concepto del trabajo como eje económico y moral de nuestra vida, la libertad que nos proporciona, la exaltación con la que nos referimos a él, el respeto y veneración por los que le dedican su vida, el desprecio que nos inspiran los que lo evitan… En fin, toda nuestra ética del trabajo tiene su origen en el capitalismo.
Si bien lo pensamos, la presunta libertad que nos proporciona el capitalismo es una ficción: existe una coerción económica, reforzada por la ideológica (ética del trabajo), que ha sustituido a las antiguas, física (esclavismo) y jurídica (servidumbre). ¿Podemos imaginar una situación en que no haya coacción, ni siquiera económica?
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ILUSTRACION: mosaico romano representando a esclavos en tareas agrícolas.
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