13 mar 2019

NACIONALISMOS

Leo en J.A. Marina (Biografía de la humanidad. Ariel, 1918) que somos seres emocionales en vías de ser racionales. En diversas ocasiones he tocado en este blog ese tema que me es muy querido, aunque con menos acierto y precisión que el filósofo, naturalmente (aquí, aquí, aquí…). Siempre me pareció que las emociones ganan la batalla de la acción que tratamos de racionalizar a posteriori, justificándola con un barniz que intuimos más noble. La política, que reclama nuestra atención constantemente, es un banco de pruebas permanente: las adhesiones, las opciones políticas requieren el uso de la razón que utilizamos a porfía argumentando para convencer y justificar, ante los demás y ante nosotros mismos; pero, por poco que indaguemos vamos descubriendo que lo que creíamos o presentábamos como razones tienen más bien la catadura de las creencias, y se presentan tan sólidas que permanecen inalteradas, sin apenas erosiones, ante los argumentos más poderosos. De hecho los acuerdos políticos se basan en intereses puntuales de las partes, nunca porque ningún argumento haya convencido al adversario. Pero, eso sí, aunque las creencias tengan vocación de permanencia y condicionen gravemente el comportamiento, sería muy conveniente que fuéramos siempre conscientes de su naturaleza y de las limitaciones que produce, por dos útiles motivos: 1) generar empatía hacia los otros, imprescindible condición para el diálogo, y 2) moderación a los imperativos propios. Escribió Espinoza que “la libertad es la necesidad conocida”, porque no podemos desprendernos de las creencias y emociones (“necesidad”), pero conocerlas ya es un logro notable.

El nacionalismo nace de un instinto primario: la necesidad de identificarse con los que son próximos y comparten inquietudes e intereses. En su hogar primigenio los humanos eran criaturas débiles que requerían de la colaboración para subsistir. La horda, la tribu, la nación son construcciones sociales que nacen de ese instinto, en épocas y condiciones históricas diferentes. En lo profundo de la inteligencia emocional de los individuos se han acumulado mitos, símbolos, ritos que han dado forma y han consolidado un sentimiento nacionalista que, pese a las luces de la contemporaneidad, se muestra inmune, invulnerable ante el acoso de la razón; que es capaz, incluso, de alterar la realidad ante nuestra conciencia para que podamos usar las armas de la razón en su defensa sin que percibamos contradicción.

No hay diálogo posible entre grupos que perciben la realidad de forma distinta y a veces contradictoria. A lo más que se puede aspirar es a la “conllevanza”, que propuso Ortega y Gasset a propósito del problema catalán allá por los años treinta. Dice la RAE acerca de conllevar que es sufrir, soportar las impertinencias o el genio de alguien. Pero hasta para ello se requiere de la voluntad de entenderse, y para que aparezca es preciso que se vea algún interés en el logro de la convivencia o algún perjuicio grave en el fracaso y que las mentes consigan la iluminación necesaria para percibirlos. Tarea compleja para los creadores de opinión que, por una parte, tienen que desprenderse de los demonios propios y, por otra, neutralizar la tarea de los constructores de mitos, de los cultivadores de emociones, que trabajan a favor de la corriente, como se deduce de todo lo anterior.

8 mar 2019

UNA FEMINISTA DE AYER

Olympe de Geouges
El primer feminismo nace con la Ilustración en el siglo XVIII, antes de que se inventara el apelativo con el que lo designamos hoy. Su primera manifestación espectacular y dramática fue protagonizada por Olympe de Geouges, una burguesa de Montauban, establecida en París con su hijo, después de haber enviudado. Allí se dio a conocer en los salones literarios, pero por sus convicciones abolicionistas, escribió varias obras contra la esclavitud, fue encarcelada en la Bastilla mediante una letre de cachet (instrumento discrecional de que se valía la monarquía absoluta para reprimir la oposición política al sistema). Al fin pudo ser liberada por las gestiones de sus amigos. Iniciada la revolución publicó una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791), parafraseando la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789. La de Olympia comenzaba con una pregunta provocadora:
Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta.
El articulado de su Declaración rezaba así:
I. La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos.

II. El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la Mujer y del Hombre; estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistencia a la opresión.

III. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación que no es más que la reunión de la Mujer y el Hombre: ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane de ellos.

IV. La libertad y la justicia consisten en devolver todo lo que pertenece a los otros; así, el ejercicio de los derechos naturales de la mujer solo tiene por límites la tiranía perpetua que el hombre le opone; estos límites deben ser corregidos por las leyes de la naturaleza y de la razón.

V. Las leyes de la naturaleza y de la razón prohíben todas las acciones perjudiciales para la Sociedad: todo lo que no esté prohibido por estas leyes, prudentes y divinas, no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ellas no ordenan.

VI. La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos; todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, por ser iguales a sus ojos, deben ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades y sin más distinción que la de sus virtudes y sus talentos.

VII. Ninguna mujer se halla eximida de ser acusada, detenida y encarcelada en los casos determinados por la Ley. Las mujeres obedecen como los hombres a esta Ley rigurosa.

VIII. La Ley solo debe establecer penas estrictas y evidentemente necesarias y nadie puede ser castigado más que en virtud de una Ley establecida y promulgada anteriormente al delito y legalmente aplicada a las mujeres.
 
IX. Sobre toda mujer que haya sido declarada culpable caerá todo el rigor de la Ley.

X. Nadie debe ser molestado por sus opiniones incluso fundamentales; si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso, debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna con tal que sus manifestaciones no alteren el orden público establecido por la Ley.

XI. La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos de la mujer, puesto que esta libertad asegura la legitimidad de los padres con relación a los hijos. Toda ciudadana puede, pues, decir libremente, soy madre de un hijo que os pertenece, sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad; con la salvedad de responder por el abuso de esta libertad en los casos determinados por la Ley.

XII. La garantía de los derechos de la mujer y de la ciudadana implica una utilidad mayor; esta garantía debe ser instituida para ventaja de todos y no para utilidad particular de aquellas a quienes es confiada.

XIII. Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, las contribuciones de la mujer y del hombre son las mismas; ella participa en todas las prestaciones personales, en todas las tareas penosas, por lo tanto, debe participar en la distribución de los puestos, empleos, cargos, dignidades y otras actividades.

XIV. Las Ciudadanas y Ciudadanos tienen el derecho de comprobar, por sí mismos o por medio de sus representantes, la necesidad de la contribución pública. Las Ciudadanas únicamente pueden aprobarla si se admite un reparto igual, no solo en la fortuna sino también en la administración pública, y si determinan la cuota, la base tributaria, la recaudación y la duración del impuesto.

XV. La masa de las mujeres, agrupada con la de los hombres para la contribución, tiene el derecho de pedir cuentas de su administración a todo agente público.

XVI. Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene constitución; la constitución es nula si la mayoría de los individuos que componen la Nación no ha cooperado en su redacción.

XVII. Las propiedades pertenecen a todos los sexos reunidos o separados; son, para cada uno, un derecho inviolable y sagrado; nadie puede ser privado de ella como verdadero patrimonio de la naturaleza a no ser que la necesidad pública, legalmente constatada, lo exija de manera evidente y bajo la condición de una justa y previa indemnización.
EPÍLOGO. Mujer, despierta; el rebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos. El potente imperio de la naturaleza ha dejado de estar rodeado de prejuicios, fanatismo, superstición y mentiras. La antorcha de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad y la usurpación. El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una vez en libertad, ha sido injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuando dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la revolución? Un desprecio más marcado, un desdén más visible. [...] Cualesquiera sean los obstáculos que os opongan, podéis superarlos; os basta con desearlo.

Fue una activa revolucionaria que simpatizó con los girondinos, opción moderada y federalista propia de la burguesía liberal que abundaba en las grandes ciudades portuarias de Francia. Durante el Periodo de la Convención Nacional su defensa de los girondinos, sometidos a la represión jacobina, y su oposición a la ejecución del rey le valió la cárcel, esta vez por orden del Comité de Salvación Pública que dirigía Robespierre, y la guillotina inmediatamente después (1793). Sólo hacía dos años que había publicado su famosa Declaración. 


Los intentos de apropiación del movimiento feminista, tan exultante hoy, por las diversas tribus políticas resultan ridículos si se mira hacia atrás.

2 mar 2019

A PROPÓSITO DE LA DEMOCRACIA, EL POPULISMO, LA IDIOTEZ Y EL MERCADO



El dilema al que se enfrenta el político profesional honesto está expresado sintética y sabiamente en una frase del presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker: Sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si lo hacemos. La ventaja del político populista reside en reducir el problema a cómo salir elegido. La desaparición de la primera parte de la contradicción ha podido producirse por debilidad de la conciencia o por ignorancia, o sea, simple estupidez, cualidad cuya abundancia nunca hay que infravalorar (abusando quizás del argumento de autoridad recordaré que Einstein dijo en cierta ocasión: Sólo hay dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez humana, y de la primera no estamos seguros). De lo anterior se deduce, obviando la digresión sobre el genio de la física y la idiocia ciudadana, la enorme superioridad, se entiende que política, del candidato populista, pues la política no atiende a la estatura moral o la profundidad de la sabiduría sino a la capacidad de triunfo. El mercado político no premiará al político profesional honesto porque sus costes para compaginar ambos términos de la oposición son enormes, mientras que el populista los ha reducido casi a la nada.

Pero… seamos sinceros por una vez: tanto el intelecto como la conciencia, si es que ambas cosas se pueden separar, no funcionan sin deformaciones o desviaciones, sesgos cognitivos en la jerga psicológica, o emociones que alteran una elección lógica o un comportamiento correcto según la razón. Ningún individuo humano escapa a esta realidad que es parte de su condición y que seguramente la madre naturaleza habrá ido labrando y fijando en el equipamiento de la especie a lo largo de millones de años, con el prodigioso instrumento de la selección natural y finalidades que aún se nos escapan. Lo cierto es que las acciones colectivas, como la elección de representantes, no tienen por qué estar más condicionadas por la excelencia lógica y racional o por la “limpieza de corazón” que nuestras pulsiones cotidianas consideradas individualmente, y marcadas, si no determinadas, por aquellos sesgos y emociones que las hacen tan poco fiables.

Para colmo de males las instituciones tampoco colaboran. El mercado y sus leyes han venido creciendo en importancia a lo largo de los últimos siglos hasta el punto de ocupar un lugar central en nuestra sociedad, pero también en nuestro imaginario, hasta el punto de que hoy lo vemos todo a través de su prisma. La democracia liberal ha acabado configurándose según sus leyes: la oferta, la demanda, la libre competencia, etc. Pero si en los mercados realmente existentes es difícil encontrar una situación en la que los agentes gocen de absoluta libertad, los consumidores estén perfectamente informados, todos actúen según sus intereses objetivos y, en consecuencia, la competencia sea perfecta; en la política, por todo lo que se insinúa arriba y mucho más ni siquiera insinuado, es prácticamente imposible y el objetivo declarado de la democracia, que es el de elegir a los representantes más capacitados y virtuosos, resulta ser una broma de mal gusto. Lástima que cualquier otro sistema al margen de la democracia liberal sea una burla trágica, como largamente nos ha demostrado la experiencia.

Llegados a este punto Mr. Churchill tomaría la palabra para rematar con ironía: La democracia es la peor forma de gobierno que conozco si exceptuamos a todas las demás.
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NOTA.- Esta reflexión, o como quiera que se la llame, se entiende mejor leyendo la conferencia de Félix Ovejero ¿Idiotas o ciudadanos?, publicada en Claves de la Razón Práctica, nº 184.