Leo en J.A. Marina (Biografía de la humanidad. Ariel, 1918) que somos seres emocionales en vías de ser racionales. En diversas ocasiones he tocado en este blog ese tema que me es muy querido, aunque con menos acierto y precisión que el filósofo, naturalmente (aquí, aquí, aquí…). Siempre me pareció que las emociones ganan la batalla de la acción que tratamos de racionalizar a posteriori, justificándola con un barniz que intuimos más noble. La política, que reclama nuestra atención constantemente, es un banco de pruebas permanente: las adhesiones, las opciones políticas requieren el uso de la razón que utilizamos a porfía argumentando para convencer y justificar, ante los demás y ante nosotros mismos; pero, por poco que indaguemos vamos descubriendo que lo que creíamos o presentábamos como razones tienen más bien la catadura de las creencias, y se presentan tan sólidas que permanecen inalteradas, sin apenas erosiones, ante los argumentos más poderosos. De hecho los acuerdos políticos se basan en intereses puntuales de las partes, nunca porque ningún argumento haya convencido al adversario. Pero, eso sí, aunque las creencias tengan vocación de permanencia y condicionen gravemente el comportamiento, sería muy conveniente que fuéramos siempre conscientes de su naturaleza y de las limitaciones que produce, por dos útiles motivos: 1) generar empatía hacia los otros, imprescindible condición para el diálogo, y 2) moderación a los imperativos propios. Escribió Espinoza que “la libertad es la necesidad conocida”, porque no podemos desprendernos de las creencias y emociones (“necesidad”), pero conocerlas ya es un logro notable.
El nacionalismo nace de un instinto primario: la necesidad de identificarse con los que son próximos y comparten inquietudes e intereses. En su hogar primigenio los humanos eran criaturas débiles que requerían de la colaboración para subsistir. La horda, la tribu, la nación son construcciones sociales que nacen de ese instinto, en épocas y condiciones históricas diferentes. En lo profundo de la inteligencia emocional de los individuos se han acumulado mitos, símbolos, ritos que han dado forma y han consolidado un sentimiento nacionalista que, pese a las luces de la contemporaneidad, se muestra inmune, invulnerable ante el acoso de la razón; que es capaz, incluso, de alterar la realidad ante nuestra conciencia para que podamos usar las armas de la razón en su defensa sin que percibamos contradicción.
El nacionalismo nace de un instinto primario: la necesidad de identificarse con los que son próximos y comparten inquietudes e intereses. En su hogar primigenio los humanos eran criaturas débiles que requerían de la colaboración para subsistir. La horda, la tribu, la nación son construcciones sociales que nacen de ese instinto, en épocas y condiciones históricas diferentes. En lo profundo de la inteligencia emocional de los individuos se han acumulado mitos, símbolos, ritos que han dado forma y han consolidado un sentimiento nacionalista que, pese a las luces de la contemporaneidad, se muestra inmune, invulnerable ante el acoso de la razón; que es capaz, incluso, de alterar la realidad ante nuestra conciencia para que podamos usar las armas de la razón en su defensa sin que percibamos contradicción.
No hay diálogo posible entre grupos que perciben la realidad de forma distinta y a veces contradictoria. A lo más que se puede aspirar es a la “conllevanza”, que propuso Ortega y Gasset a propósito del problema catalán allá por los años treinta. Dice la RAE acerca de conllevar que es sufrir, soportar las impertinencias o el genio de alguien. Pero hasta para ello se requiere de la voluntad de entenderse, y para que aparezca es preciso que se vea algún interés en el logro de la convivencia o algún perjuicio grave en el fracaso y que las mentes consigan la iluminación necesaria para percibirlos. Tarea compleja para los creadores de opinión que, por una parte, tienen que desprenderse de los demonios propios y, por otra, neutralizar la tarea de los constructores de mitos, de los cultivadores de emociones, que trabajan a favor de la corriente, como se deduce de todo lo anterior.
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