31 ene 2010

Currando a los sesentaisiete


Lástima que tenga tan poca memoria y menos ganas de husmear por las hemerotecas sobre las previsiones que se hacían hace quince o veinte años acerca de la solidez del sistema de pensiones, pero, o bien tengo mucha imaginación, o nos estaban bombardeando con la necesidad de reformarlo porque no aguantaba, decían, mucho más de una década; en todo caso, aconsejaban los expertos previsores que cualquier persona sensata debía complementarlo con un plan de pensiones privado. Diez años después los dichosos fondos de pensiones resultaron ser el timo de la estampita mientras que el sistema oficial había registrado el mayor superávit de su historia. Todavía en plena crisis es lo único que no tiene déficit. Hoy mismo el ministro Corbacho asegura que “tiene una salud de hierro” (el sistema de pensiones, no él, aunque también, qué se le va a hacer). Pues bien, alguien en el gobierno ha decidido meter mano ahí y con el argumento de asegurar el futuro van a machacar el presente; han descubierto (¿cómo no nos habremos percatado antes?) que no nos podemos permitir el lujo de que los albañiles bajen del andamio antes de haber cumplido los sesentaisiete (que los trabajadores de Telefónica, Tve y tantos otros se marcharan con poco más de cuarenta no hace al caso, a ver si vamos a caer ahora en demagogias).

Que alguien me lo explique. Tenía entendido que nuestro problema primordial es el paro, si se amplía la edad laboral dos años ¿cuántos parados más habrá? Otro no menor es la baja productividad ¿cuánto caerá manteniendo a los abueletes en el tajo un tiempo suplementario? Si hace unos años el incremento de la productividad por la introducción de las nuevas tecnologías iba a permitir la reducción de jornada (en Francia lo permitió) y la de la edad laboral (en Francia lo permitió. La repetición no es una errata es que la jornada es de 35h y la jubilación a los 60), ¿cómo es que ahora ya no, si seguimos avanzando tecnológicamente y por tanto incrementando la productividad? ¿No es una falacia que la proyección demográfica desemboque en una tasa de dependencia insostenible? Sería así si otras variables (inmigración, productividad, natalidad, etc.) permanecieran inamovibles, pero ¿por qué iban a hacerlo? Que alguien me lo explique.

Puedo entender que se aproveche la aplicación de medidas drásticas que exige la crisis para atajar de paso algunos problemas estructurales de nuestra economía pero ¿por qué el sistema de pensiones si es de lo poco que funciona bien? Hasta gracias a las pensiones y a la solidaridad intergeneracional (fenómeno por el cual los papás mantienen económicamente a sus vástagos en paro) la catástrofe de los más de cuatro millones de desempleados no ha desembocado aún en conflicto social. ¿No es más cierto, señores del gobierno, que de aquí a unos años se habrá remontado la crisis y por tanto habrá vuelto a crecer el número de cotizantes disipando el temor de crac en el sistema, tal y como ocurrió en el ciclo anterior?

Alguien debería decirle a Zapatero (quizás nosotros mismos) y a su encantadora ministra de Economía y Hacienda que eso no se toca, que con eso no se juega.

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Goya tituló este cuadro Viejos comiendo sopa; podríamos, pidiéndole disculpas, rebautizarlo como Refrigerio en el tajo, o algo así.




26 ene 2010

La nariz

No ocultemos lo que realmente interesa. El debate de los residuos nucleares puede esperar; lo del empadronamiento de los sin papeles empieza a estar manido; lo de Haití, por penoso que resulte, está entrando en fase de normalización; hay otras cuestiones que son de largo recorrido, como el paro, pero eso mismo autoriza a postergarlos; nada justifica sacar asuntos a cada paso para tapar otras cuestiones de rabiosa actualidad. Hoy el tema que a todos nos preocupa es la nariz de Mtiliga y el codo de Ronaldo, porque, vamos a ver, ¿fue el codo a la nariz o la nariz al codo? ¿Hay codazo o hay narizazo? Y aunque la responsabilidad fuera del propietario del codo ¿merece la roja, la amarilla, una simple amonestación o una sonrisa condescendiente? No olvidemos que se trata de Ronaldo y a Mtiliga (vaya nombre para un danés) lo encontramos en la calle, como aquel que dice. Alguien, con excelente criterio, ha apuntado que se trata de un caso flagrante de defensa propia; todo el mundo sabe lo agresivas que se pueden poner algunas napias.

Los periodistas deberían hacer un monumento al apéndice nasal, pocos órganos dan tanto juego (bueno hay otro anexo anatómico que también da mucho que hablar pero hasta parece que ese depende en su tamaño del de la nariz, o eso dicen). Apenas se habían disipado los ecos de la nariz de Belén Esteban, presentada recientemente en público con gran alarde mediático y general aprobación (aunque, dicho sea entre paréntesis, a mí me parece algo torcida) cuando nos sorprende este otro gran suceso nasal. De hecho la literatura, no necesariamente la noticiosa, se ocupó siempre de las narices: recordad el hermoso soneto que empezaba Erase un hombre a una nariz pegado(1), con el que nuestro inmortal Quevedo asaeteaba a su odiado Góngora; o aquel cuento, La Nariz(2), de Nicolai Gogol, en el que se narra como de manera incomprensible el asesor colegiado Kovaliov perdió su nariz, que deambuló a su antojo por las calles y paseos de San Petesburgo ataviada como consejero de Estado, hasta que de manera igualmente sorpresiva volvió a la cara de su dueño, de donde nunca debió haber salido; incluso el divino Ovidio adornó su nombre con el apodo de Nasón (narigudo), Pluvio Ovidio Nasón. El prestigio de la nariz como elemento literario llevó a Collodi a convertirla en precursor del detector de mentiras en el rostro de Pinocho, para castigo y escarmiento de generaciones de niños.

Pero no nos desviemos, el asunto que nos ocupa además de una nariz tiene a Ronaldo como protagonista y eso son palabras mayores. Es como si se hubiera producido una conjunción astral insospechada, nada debería desviar nuestra atención del suceso hasta su agotamiento, si es que eso puede ocurrir alguna vez, y, sin embargo, algunos periodistas sin escrúpulos y apenas sin profesionalidad (afortunadamente una minoría) tratan de bombardearnos con noticias paparrucha cuando está en candelero un asunto de este calibre ¡Tiene narices!

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(1)Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,
Érase una alquitara medio viva,
Érase un peje espada mal barbado:

Era un reloj de sol mal encarado;
Érase un elefante boca arriba,
Érase una nariz de sayón y escriba,
Un Ovidio Nasón mal narigado.

Érase el espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egipto,
Las doce tribus de narices era;

Érase un naricísimo infinito,
Frisón, archinariz caratulera,
Sabañon garrafal morado y frito.

(2)Leerlo en esta dirección: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/gogol/nariz.htm

23 ene 2010

Aquí no cabemos todos

«Aquí no cabemos todos» es una frase que se ha oído en todas las lenguas peninsulares un montón de veces. No ha habido una etapa de nuestra historia en la que alguien importante, alguien con poder, haya dejado de pronunciarla: seguramente es lo que los romanos les dijeron a los cartagineses, los cristianos a los judíos y a los moriscos, los franceses a los patriotas, los conservadores a los liberales, Franco a los republicanos, los señoritos a los jornaleros… Aquí no cabemos todos. Hacía tiempo que habíamos dejado de oírla y algunos empezábamos ingenuamente a olvidarla cuando llega Alicia Sánchez Camacho (¿quién diablos será?) y la suelta en nombre del PP. Al principio pensé que se refería a las oficinas de la calle Génova (el PP anda tan bien...), pero en seguida comprendí que el espacio en donde alguien sobraba era España y los que estaban demás, vaya por Dios, eran los inmigrantes.


En boca de esta Alicia (nada que ver con la de Carroll) la frase tiene un regusto maltusiano: el inglés hablaba del banquete en el que los comensales crecían más que los alimentos. Caramba, esta chica debió quedarse en primaria porque los de secundaria saben que Malthus erró, la catástrofe que él anunciaba no se produjo; y es que el aumento de la población activa es el más importante factor de crecimiento económico; los que ella piensa que sobran son los encargados de suministrar el condumio en la mesa del banquete. Ya he dado a entender que no conozco la biografía de esta señora (quizás debiera, pero de momento no me urge), sin embargo, imagino que siempre encontró la mesa puesta, si me equivoco, pues que perdone, pero entonces no la entiendo. Bueno, seamos sinceros, sí que la entiendo, lo que ella quiere es decir a la señora que perdió el empleo, al chico que no encuentra el suyo, al obrero que vio cerrar su taller, que si no fuera por los del Este, los del Sur y los del Oeste que pululan por las calles de su barrio, ellos no tendrían problema. Sabe que es falso, pero también sabe que así los halaga y puede que consiga de ellos su apoyo electoral. Los políticos populistas y demagogos son expertos en estas artes; no tienen vergüenza, pero ¿quién ha dicho que para gobernar se necesite semejante cosa?


Si, contra lo que yo suponía, al final se demostrara que, efectivamente, aquí no cabemos todos, quiero hacer saber a la señora Alicia que yo andaba por estos andurriales mucho tiempo antes que ella; a las pruebas me remito.

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En la imagen el camarote de los hermanos Marx transmutado en camarote del PP, pesadilla recurrente de Alicia Sánchez.

18 ene 2010

Teología y vida

En otros tiempos la teología era la disciplina troncal de la que derivaba cualquier otro saber. Si Dios era el centro del mundo la ciencia que trataba de su naturaleza y atributos ocupaba el centro y el origen de todo conocimiento. Hoy las cosas han cambiado; preferimos reservar la denominación de ciencia para la ciencia positiva, mientras que la teología ha quedado reducida al ámbito de las disciplinas en las que se forman los sacerdotes, sin conexión con los problemas de la vida corriente. Nadie ocupa su tiempo en desentrañar problemas teológicos, no inciden en nuestra vida, no nos interesan; nos asombra que en otros tiempos esas discusiones llegaran a la calle y movieran a las masas; hasta nos escandaliza que un obispo, ante un problema sangrante que afecta a la vida de muchas personas, nos salga con teologías; pero hace pocos siglos ante una mortífera epidemia o cualquier otra catástrofe la última explicación y la única solución eran teológicas.

La incomodidad del obispo Munilla ante la inmensa ola de compasión por la catástrofe de Haití, que le llevó a relativizarla oponiéndole lo que considera un desastre mayor, a saber: la falta de espiritualidad en el mundo, demuestra que él cree en Dios, con todo lo que eso implica, y los que se escandalizaron por tales manifestaciones no, aunque muchos de ellos no lo sepan. Naturalmente estoy hablando del cristianismo no de un teísmo a la carta, que es lo que profesa hoy tanta gente.

Siempre he visto al cristianismo, a cualquier religión en realidad, como un antihumanismo, como ideologías que al trascender en su mensaje al mundo material niegan al hombre, avergonzándose o rechazando la plenitud de su condición humana, que, naturalmente, incluye su animalidad, sus pulsiones e instintos naturales. Todas ellas escinden la naturaleza humana en dos realidades, una material en la que meten todo aquello que les parece deleznable (material) o impuro, y otra en la que incluyen funciones cerebrales “elevadas”, intelectuales y algunos elementos extraídos de fantasías mitológicas. La primera está abocada a la muerte y a reintegrarse a la tierra («polvo eres…»), la segunda trasciende este mundo y alcanza la vida eterna, ésta es la que importa, aquella es despreciable. El cristianismo nos ha ofrecido siempre una idea del mundo real como «un valle de lágrimas», en donde la auténtica alegría procede de la posibilidad o inminencia de la partida («vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero»). Ni siquiera tiene una explicación para la existencia del mal y el sufrimiento inútil de los inocentes (fue al preguntarle sobre esto cuando Munilla soltó lo que le quemaba por dentro: ¿qué importa el sufrimiento de la carne cuando peligra el espíritu?), si acaso puede servir como mérito para la otra vida: cuando Jesús dice «…bienaventurados los pobres…, …los que sufren…, …los que tienen hambre de justicia…», no les propone una revolución liberadora sino la promesa de una recompensa en el Cielo. La teología de la liberación, que proponía soluciones en la Tierra, ha sido condenada explícitamente; nadie duda de que si viviéramos otros tiempos sus formuladores habrían seguido el abrasador camino de Juan Huss o de tantos otros “herejes” que se atrevieron a cuestionar la justicia de la convivencia pobreza/riqueza.

A mí no me sorprendió la postura del obispo, respondió con la teología en la mano, como él mismo ha dicho. La oleada de indignación que ha levantado en las propias filas del cristianismo sólo demuestra que muchos feligreses han abandonado la doctrina, ya no la reconocen; son en realidad postcristianos, una condición que habría que empezar a tener en cuenta.

Dicen que Su Eminencia demostró falta de empatía, ¿con quién? Es que su corazón ya no es humano, arde de amor divino.

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IMAGEN: Juan Pablo II amonesta públicamente a Ernesto Cardenal, sacerdote comprometido con la Teología de la Liberación y la Revolución Sandinista.


15 ene 2010

Haití


La Tierra es un astro maduro, por eso es habitable, pero conserva zonas en las que la desmesura de sus pulsaciones nos retrotrae a otros tiempos geológicos: el Caribe es una de ellas. A tono con los terremotos, volcanes, huracanes y tifones que la habitan o visitan habitualmente, el paisaje humano es igualmente convulso, dicen que por su condición histórica fronteriza, la misma explicación que para los fenómenos naturales; y es que las zonas de contacto, sea entre placas tectónicas, entre masas atmosféricas o entre civilizaciones, generan inestabilidad y fenómenos desmedidos en sus consecuencias, además de inauditos o sorprendentes.

La primera novela que leí de Alejo Carpentier fue El reino de este mundo, una historia fabulosa y veraz, valga la contradicción, de la revolución haitiana; me dejó impactado. Mi falta de familiaridad en aquel entonces con el realismo mágico (lo real-maravilloso según Carpentier) me produjo problemas de comprensión que no mitigaba una familiaridad mayor con el surrealismo. Con el tiempo se ha asentado en mí como un hito en la historia de mis lecturas. El terremoto de Puerto Príncipe, una catástrofe en los límites de la comprensión, me ha recordado aquel libro y me ha movido a ofrecer como homenaje a las víctimas un fragmento en el que A. Carpentier narra la muerte de Henri Christophe, esclavo liberado, antiguo cocinero en Ciudad del Cabo y autoproclamado rey de Haití, en su palacio de Sans Souci, versalles caribeño, abandonado ya por su corte de duques y condes ex esclavos, ante el avance de los mulatos republicanos.


«Pero, en ese momento, la noche se llenó de tambores. Llamándose unos a otros, respondiéndose de montaña en montaña, subiendo de las playas, saliendo de las cavernas, corriendo debajo de los árboles, descendiendo por las quebradas y cauces, tronando los tambores radás, los tambores congós, los tambores de Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los tambores todos del Vodú. Era una vasta percusión en redondo, que avanzaba sobre Sans-Souci, apretando el cerco. Un horizonte de truenos que se estrechaba. Una tormenta, cuyo vórtice era, en aquel instante, el trono sin heraldos ni maceros. El rey volvió a su habitación y a su ventana. Ya había comenzado el incendio de sus granjas, de sus alquerías, de sus cañaverales. Ahora, delante de los tambores corría el fuego, saltando de casa en casa, de sembrado en sembrado. Una llamarada se había abierto en el almacén de granos, arrojando tablas rojinegras a la nave de forraje. El viento del norte levantaba la encendida paja de los maizales, trayéndola cada vez más cerca. Sobre las terrazas del palacio caían cenizas ardientes.

Henri Christophe volvió a pensar en la Ciudadela. Ultima Ratio Regum. Mas aquella fortaleza, única en el mundo, era demasiado vasta para un hombre solo, y el monarca no había pensado nunca que un día pudiera verse solo. La sangre de toros que habían bebido aquellas paredes era de recurso infalible para las armas de blancos. Pero esa sangre jamás había sido dirigida contra los negros, que al gritar, muy cerca ya, delante de los incendios en marcha, invocaban Poderes a los que se hacían sacrificios de sangre. Christophe, el reformador, había querido ignorar el vodú, formando a fustazos una casta de señores católicos. Ahora comprendía que los verdaderamente traidores a su causa aquella noche eran San Pedro con su llave, los capuchinos de San Francisco y el negro San Benito, con la Virgen de semblante oscuro y manto azul, y los evangelistas, cuyos libros había hecho besar en cada juramento de fidelidad; los mártires todos a los que mandaba encender cirios que contenían trece monedas de oro. Después de lanzar una mirada de ira a la cúpula blanca de la capilla, llena de imágenes que le volvían la espalda, de signos que se habían pasado al enemigo, el rey pidió ropa limpia y perfumes, hizo salir a las princesas y vistió su más rico traje de ceremonias. Se terció la amplia cinta bicolor, emblema de su investidura, anudándola sobre la empuñadura de la espada. Los tambores estaban tan cerca ya que parecían percutir ahí, detrás de las rejas de la explanada de honor, al pie de la gran escalinata de piedra. En ese momento se incendiaron los espejos del palacio, las copas, los marcos de cristal, el cristal de las copas, el cristal de las lámparas, los vasos, los vidrios, los nácares de las consolas. Las llamas estaban en todas partes, sin que se supiera cuales eran reflejo de las otras. Todos los espejos de Sans-Souci ardían a un tiempo. El edificio entero había desaparecido en ese fuego frío que se ahondaba en la noche, haciendo de cada pared una cisterna de llamas encrespadas.

Casi no se oyó el disparo, porque los tambores estaban ya demasiado cerca. La mano de Christophe soltó el arma, yendo a la sien abierta. Así el cuerpo se levantó todavía, quedando como suspendido en el intento de un paso, antes de desplomarse, de cara delante, con todas sus condecoraciones. Los pajes aparecieron en el umbral de la sala. El rey moría, de bruces en su propia sangre.»

11 ene 2010

Europa en el paritorio

Lo quiera uno o no nos movemos siempre en el marco de un ideario que ha ido conformando nuestra personalidad a lo largo de nuestra biografía, sepa Dios cómo y por qué. El mío ha sido el materialismo; ya sé que con esto no digo gran cosa, pero se podría resumir apuntando que defiendo la prioridad de la realidad material sobre las ideas, que me parecen subordinadas a aquella. Sin embargo, no sin cierta incomodidad, he que reconocer que hay algunas ideas capaces de crear una realidad material (otra cosa es que aquellas hayan sido previamente emanación de una situación económica, social… determinada). La idea de nación, con su delimitación territorial, con su definición humana (etnia, lengua, historia…) es una de ellas: ¿Quién iba a decir a los saharauis de hace un siglo que algunos de sus descendientes estarían hoy dispuestos a morir por unas fronteras trazadas a capricho por los colonizadores y por los conceptos de nación y estado aprendidos de los mismos y que sólo para nombrarlos habrán tenido que hacer malabares con la semántica de su léxico habitual? Pero no quiero hablar del Sáhara (se me escapó por la reciente polémica a propósito de Aminatu Haidar) sino de Europa.

Las naciones europeas apenas tuvieron una raíz más auténtica. Emergieron de la ruina del feudalismo como sustento ideológico de unas estructuras jurídicas (Estados) que convenían al capitalismo naciente. Pero hoy son una realidad incuestionable que no se puede ignorar y, por serlo, influyen en cualquiera otra realidad política en formación. Ya no marcan la punta de lanza de la modernidad, sino que son más bien un elemento de retardo, porque la economía se ha mundializado y la cultura sigue el mismo camino, mientras que las estructuras políticas se debaten entre las fórmulas consagradas por la historia, pero ya anticuadas, y las que reclama el futuro.

A la UE no la veo como un proyecto de macro estado, de superpotencia, al estilo de USA, Rusia o China con las que poder competir, sino como una fórmula que, nacida de la cooperación de estados que ceden paulatinamente soberanía, supere el propio concepto de Estado y alumbre algo nuevo, algo que opte por la paz, la cultura y el bienestar, es decir, por el progreso, en lugar de por la competición, la confrontación y el dominio. No se trata de sustituir los 27 estados por uno más grande y poderoso, sino de minimizar la materialidad de todos ellos para permitir el funcionamiento de una estructura que los sustituya con ventaja, pero que no los imite, ¿acaso no estamos escarmentados? El modelo no debería ser EE.UU. ni ninguna otra cosa existente, si no queremos caminar hacia atrás; la tecnología moderna, la economía que tan rápidamente se ha adaptado a ella, la fusión cultural, todo reclama otra cosa.

El nacionalismo es quizás el obstáculo más importante en la construcción de la nueva Europa, pero a la vez la existencia y la resistencia de los estados nacionales pueden ser paradójicamente la mejor garantía del alumbramiento de una Europa nueva. La verdadera política, la que crea nuevos escenarios de convivencia, es el producto de una dialéctica entre lo nuevo y lo viejo. Lo ideal sería contar en estos momentos con buenos parteros capaces de llevar a feliz término el suceso y que los que esperamos impacientes, si no ayudamos, por lo menos no estorbemos, y sepamos reconocer la conveniencia de lo nuevo, aunque no traiga ni los ojos del padre (al fin y al cabo bizqueaba) ni la boca de la madre (a veces torcida).

9 ene 2010

Un frío antiguo

Estos días helados he recordado sensaciones de otro tiempo, cinco o seis décadas atrás, un frío antiguo ya olvidado por los cambios en el modo de vida y en las viviendas, que nadie ha descrito, que yo sepa, con prosa tan precisa, tan expresiva y tan bella, como Antonio Muñoz Molina. Enfrascado ahora en la lectura de su última novela La noche de los tiempos, transcribo un pequeño fragmento de su libro anterior El viento de la Luna, cuya acción trascurre en Mágina, nombre con el que oculta, apenas, el de su Úbeda natal.

«Más allá de las mantas y del embozo que me cubría hasta más arriba de la mitad de la cara notaba el aire helado, el frío que se había ido adueñando de toda la casa a lo largo de la noche y que me alcanzaría en cuanto saliera del refugio de las sábanas, las pesadas mantas, la piel de oveja que me ponían sobre la colcha, el frío húmedo adherido a las paredes de cal y a las baldosas de barro sobre las que apoyaría mis pies como sobre láminas de hielo. […]

El frío del invierno es una invasión misteriosa que se cuela bajo las puertas y entre los postigos mal ajustados y avanza gradualmente por las habitaciones y los pasillos a oscuras, que sube invisible por las escaleras y se extiendo sobre cada superficie con un cerco afilado, sobre el cristal de las ventanas donde la respiración forma un vaho inmediato, sobre los barrotes de hierro y las cabezas de cobre y de latón dorado de las camas, sobre la cal humedecida, sobre los cuadriláteros de las baldosas. En las habitaciones donde hay un fuego encendido o un brasero de candela y de ascuas el frío se aproxima al límite de la irradiación del calor y aguarda como una alimaña sigilosa a que las llamas mengüen o se apaguen, a que la ceniza tibia y luego fría recubra las ascuas del brasero: entonces el frío avanza, va rozando la espalda, el cogote, se va filtrando bajo los dobleces de la ropa, sube desde el suelo hasta las plantas de los pies y luego se apodera de los tobillos, y una vez que ha progresado tanto en su invasión ya es difícil buscar refugio contra él, y te seguirá incluso escaleras arriba hasta tu dormitorio o estará esperándote en la oscuridad cuando abras la puerta. Y aunque te des mucha prisa en desnudarte el frío te asaltará los pies en cuanto los dejes un instante desnudos sobre las baldosas, cuando te cobijes debajo de las mantas y te cubras bien con el embozo y pienses que te has librado de él, el frío te habrá seguido y se habrá inoculado en ese refugio en el que ni siquiera la temperatura de tu cuerpo puede al principio disiparlo. Te asaltará la mano que sacas del interior caliente para apagar la luz, y te dejará heladas las dos si las empleas para sostener un libro. Escaparás de él, como escondiéndote en lo más hondo y oscuro de una madriguera, pero se quedará esperando mientras duermes y en el silencio de tu cuarto irá creciendo minuto a minuto y cuando te despiertes traspasará con sus aristas invisibles de hielo todo el espacio de la habitación.»

5 ene 2010

...si tú tienes una idea...

Si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana, e intercambiamos manzanas, entonces tanto tú como yo seguimos teniendo una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea, e intercambiamos ideas, entonces ambos tenemos dos ideas. Esta reflexión, que tantas veces le habrán recordado a la ministra González Sinde estos días, se atribuye a Bernard Shaw, un personaje que si realmente fuera autor de todas las frases geniales que se le imputan y hubiera hecho valer sus derechos de autor se habría convertido en un potentado; pero es incuestionable lo que pone de manifiesto: que los bienes de naturaleza intelectual son de condición diferente a cualesquiera otros, porque no es lo mismo poseer un adosado en la Manga del Mar Menor o unas fanegas de tierra en la campiña cordobesa que tener una idea en la cabeza suceptible de ser expresada de algún modo, ni debería tener las mismas consecuencias jurídicas. J. Watt ideó una máquina de vapor, no la primera en el tiempo (el artefacto se conocía desde la época helenística y en el XVII/XVIII proliferaron los prototipos), pero sí la primera eficiente como generadora de trabajo para la industria fabril y el transporte, y la patentó; el resultado fue que la difusión de tan decisivo avance se retrasó varias décadas, concretamente hasta que decayeron los derechos del inventor. En esa época, además de la máquina de vapor, ya se había inventado el mercado capitalista y se aplicaba también, por qué no, a los bienes de la cultura, pero no siempre había sido así.

*

Qualquier omen, que lo oya, si bien trovar sopiere,
puede más y añadir et emendar si quisiere,
ande de mano en mano a quienquier quel’ pidiere,
como pella a las dueñas tómelo quien podiere.

Pues es de buen amor, emprestadlo de grado,
non desmintades su nombre, nin dedes refertado,
non le dedes por dineros vendido nin alquilado,
ca non ha grado, nin graçias, nin buen amor complado.
(1)

Estos versos son del Arcipreste de Hita en su Libro del Buen Amor, una de las joyas de la literatura temprana en castellano, y en ellos nos recomienda qué hacer con él: añadirle, enmendarle, prestarlo, darlo, pero no alquilarlo ni comprarlo. El mercado aún no había hecho presa en la literatura pero el arcipreste apostaba por la difusión sin pensar siquiera en remuneración alguna; todavía prevalecía el ingenuo afán medieval por lo colectivo, la ignorancia de lo individual.

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Con la imprenta aparecieron los primeros intereses empresariales en el libro, pero los escritores se beneficiaron poco. Cualquiera que haya abierto el Quijote o cualquier libro clásico se habrá topado con varias páginas de dedicatorias con las que el autor pagaba o reclamaba (con frecuencia servilmente) el mecenazgo de los poderosos sin cuya generosidad le era imposible vivir de su obra. Con el tiempo y el desarrollo del mercado ganaron en autonomía y libertad, aunque al fin fueron atrapados con grilletes más sutiles: el mercado es otro gran dictador. Con todo, ninguna otra situación pasada se puede decir que fuera mejor, ni para los creadores (que ahora son legión, aunque sólo una mínima fracción de ellos sean los que cubren los estantes de las librerías), ni para los lectores.

Y entonces llegó Internet. Si la imprenta fue una revolución, la informática (Internet) no lo es menos, con el añadido de que los cambios se producen a velocidad de vértigo, si lo comparamos con aquellos tiempos. Pensar que todo puede seguir igual, salvo quizás en el uso del soporte, es una enorme ingenuidad. Lo mismo que la imprenta creó el mercado de los libros Internet podría aniquilarlo o transformarlo radicalmente, situación que nos aboca al vértigo de lo desconocido generando inquietud y ansiedad. Ese es el caldo de cultivo más favorable para cometer estupideces, que es lo que muchos tememos que puede estarle ocurriendo a la ministra de cultura (sic) y a sus consejeros.

Yo no tengo la solución al dilema (una pena, porque podría registrarlo), pero, como tantos, he entrevisto los horizontes de libertad, de cultura y de cooperación desinteresada que ofrece tentadoramente el invento y no quisiera verlos frustrados por la estúpida pretensión de salvar el mercado, al que me someto a diario, pero que no es mi dios. Por eso mataría (Belén Esteban dixit).
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NOTA: Las citas las he obtenido en el blog Mangas verdes.
OTRA: A los interesados les recomiendo la visita de la página web La lista de Sinde
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(1)Cualquier hombre que lo oiga, si bien trovar supiese
puede aquí añadir más, y enmendar si quisiese,
ande de mano en mano a cualquiera que lo pidiese,
como pelota [lanzada] a las chicas tómelo quien pudiese.
Pues es de buen amor, prestadlo de buen grado,
no le neguéis su nombre ni os hagáis de rogar al darlo,
no lo deis por dinero, vendido ni alquilado,
porque no tiene gusto ni gracia, ni [hay] buen amor comprado