Estos días helados he recordado sensaciones de otro tiempo, cinco o seis décadas atrás, un frío antiguo ya olvidado por los cambios en el modo de vida y en las viviendas, que nadie ha descrito, que yo sepa, con prosa tan precisa, tan expresiva y tan bella, como Antonio Muñoz Molina. Enfrascado ahora en la lectura de su última novela La noche de los tiempos, transcribo un pequeño fragmento de su libro anterior El viento de la Luna, cuya acción trascurre en Mágina, nombre con el que oculta, apenas, el de su Úbeda natal.
«Más allá de las mantas y del embozo que me cubría hasta más arriba de la mitad de la cara notaba el aire helado, el frío que se había ido adueñando de toda la casa a lo largo de la noche y que me alcanzaría en cuanto saliera del refugio de las sábanas, las pesadas mantas, la piel de oveja que me ponían sobre la colcha, el frío húmedo adherido a las paredes de cal y a las baldosas de barro sobre las que apoyaría mis pies como sobre láminas de hielo. […]
El frío del invierno es una invasión misteriosa que se cuela bajo las puertas y entre los postigos mal ajustados y avanza gradualmente por las habitaciones y los pasillos a oscuras, que sube invisible por las escaleras y se extiendo sobre cada superficie con un cerco afilado, sobre el cristal de las ventanas donde la respiración forma un vaho inmediato, sobre los barrotes de hierro y las cabezas de cobre y de latón dorado de las camas, sobre la cal humedecida, sobre los cuadriláteros de las baldosas. En las habitaciones donde hay un fuego encendido o un brasero de candela y de ascuas el frío se aproxima al límite de la irradiación del calor y aguarda como una alimaña sigilosa a que las llamas mengüen o se apaguen, a que la ceniza tibia y luego fría recubra las ascuas del brasero: entonces el frío avanza, va rozando la espalda, el cogote, se va filtrando bajo los dobleces de la ropa, sube desde el suelo hasta las plantas de los pies y luego se apodera de los tobillos, y una vez que ha progresado tanto en su invasión ya es difícil buscar refugio contra él, y te seguirá incluso escaleras arriba hasta tu dormitorio o estará esperándote en la oscuridad cuando abras la puerta. Y aunque te des mucha prisa en desnudarte el frío te asaltará los pies en cuanto los dejes un instante desnudos sobre las baldosas, cuando te cobijes debajo de las mantas y te cubras bien con el embozo y pienses que te has librado de él, el frío te habrá seguido y se habrá inoculado en ese refugio en el que ni siquiera la temperatura de tu cuerpo puede al principio disiparlo. Te asaltará la mano que sacas del interior caliente para apagar la luz, y te dejará heladas las dos si las empleas para sostener un libro. Escaparás de él, como escondiéndote en lo más hondo y oscuro de una madriguera, pero se quedará esperando mientras duermes y en el silencio de tu cuarto irá creciendo minuto a minuto y cuando te despiertes traspasará con sus aristas invisibles de hielo todo el espacio de la habitación.»
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