Lo quiera uno o no nos movemos siempre en el marco de un ideario que ha ido conformando nuestra personalidad a lo largo de nuestra biografía, sepa Dios cómo y por qué. El mío ha sido el materialismo; ya sé que con esto no digo gran cosa, pero se podría resumir apuntando que defiendo la prioridad de la realidad material sobre las ideas, que me parecen subordinadas a aquella. Sin embargo, no sin cierta incomodidad, he que reconocer que hay algunas ideas capaces de crear una realidad material (otra cosa es que aquellas hayan sido previamente emanación de una situación económica, social… determinada). La idea de nación, con su delimitación territorial, con su definición humana (etnia, lengua, historia…) es una de ellas: ¿Quién iba a decir a los saharauis de hace un siglo que algunos de sus descendientes estarían hoy dispuestos a morir por unas fronteras trazadas a capricho por los colonizadores y por los conceptos de nación y estado aprendidos de los mismos y que sólo para nombrarlos habrán tenido que hacer malabares con la semántica de su léxico habitual? Pero no quiero hablar del Sáhara (se me escapó por la reciente polémica a propósito de Aminatu Haidar) sino de Europa.
Las naciones europeas apenas tuvieron una raíz más auténtica. Emergieron de la ruina del feudalismo como sustento ideológico de unas estructuras jurídicas (Estados) que convenían al capitalismo naciente. Pero hoy son una realidad incuestionable que no se puede ignorar y, por serlo, influyen en cualquiera otra realidad política en formación. Ya no marcan la punta de lanza de la modernidad, sino que son más bien un elemento de retardo, porque la economía se ha mundializado y la cultura sigue el mismo camino, mientras que las estructuras políticas se debaten entre las fórmulas consagradas por la historia, pero ya anticuadas, y las que reclama el futuro.
A la UE no la veo como un proyecto de macro estado, de superpotencia, al estilo de USA, Rusia o China con las que poder competir, sino como una fórmula que, nacida de la cooperación de estados que ceden paulatinamente soberanía, supere el propio concepto de Estado y alumbre algo nuevo, algo que opte por la paz, la cultura y el bienestar, es decir, por el progreso, en lugar de por la competición, la confrontación y el dominio. No se trata de sustituir los 27 estados por uno más grande y poderoso, sino de minimizar la materialidad de todos ellos para permitir el funcionamiento de una estructura que los sustituya con ventaja, pero que no los imite, ¿acaso no estamos escarmentados? El modelo no debería ser EE.UU. ni ninguna otra cosa existente, si no queremos caminar hacia atrás; la tecnología moderna, la economía que tan rápidamente se ha adaptado a ella, la fusión cultural, todo reclama otra cosa.
El nacionalismo es quizás el obstáculo más importante en la construcción de la nueva Europa, pero a la vez la existencia y la resistencia de los estados nacionales pueden ser paradójicamente la mejor garantía del alumbramiento de una Europa nueva. La verdadera política, la que crea nuevos escenarios de convivencia, es el producto de una dialéctica entre lo nuevo y lo viejo. Lo ideal sería contar en estos momentos con buenos parteros capaces de llevar a feliz término el suceso y que los que esperamos impacientes, si no ayudamos, por lo menos no estorbemos, y sepamos reconocer la conveniencia de lo nuevo, aunque no traiga ni los ojos del padre (al fin y al cabo bizqueaba) ni la boca de la madre (a veces torcida).
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