16 dic 2020

El Sahara, problema eterno


De nuevo una oleada de inmigrantes magrebíes ha caído sobre Canarias a la vez, o a continuación, de ciertos desplantes diplomáticos mutuos entre España y Marruecos y la aparente escalada en el gobierno español del tradicional discurso prosaharaui de la izquierda. Previamente la ONU dejaba en standby la solución del caso desde la dimisión del comisario Köhler. Por último, Marruecos obtiene de Trump, en su patética despedida, el reconocimiento de su soberanía sobre el Sahara a cambio del recíproco reconocimiento de Israel. El Frente Polisario, por su parte, declara el fin de la tregua firmada en 1991.

¿Qué razones tiene Marruecos para reivindicar el Sahara Occidental como propio? Todos los estados del mundo recurren a la historia para fundamentar la soberanía que ejercen o pretenden ejercer sobre sus territorios. De hecho los estados nacionales son un invento relativamente reciente en el devenir histórico, pero todos ellos se consideran herederos de fórmulas anteriores, a veces atávicas, y no siempre justificadamente si nos atenemos a una interpretación algo rigurosa de la historia. A primera vista parece fácil afrontar los conflictos soberanistas con sólo preguntar a los habitantes del territorio en cuestión qué quieren ser; sin embargo, el principio de autodeterminación no es de tan sencilla aplicación. La ONU reconoce ese derecho a los saharauis por haber sido un territorio colonizado ‒lo fue por España‒, pero Marruecos niega que lo sea hoy, considerando que la transferencia de soberanía desde España  que se produjo a la muerte de Franco sólo fue una devolución. En algún momento Marruecos aceptó la realización de un referéndum siempre pospuesto por razones técnicas: no existe más censo de la población que el que hizo España antes de la cesión, inservible después de medio siglo; pero hoy, la inmigración marroquí­ impulsada oficialmente y el exilio saharaui en los campos de Tinduf (Argelia), ambos con más de dos generaciones de antigüedad, dificultan enormemente la realización de uno susceptible de ser utilizado en una supuesta consulta.

En la Edad Media el Sahara Occidental era tan solo un camino, una de las rutas por las que llegaba al Magreb y a Europa el oro y la sal, dos productos vitales en todas las épocas. En el siglo XI una confederación tribal, los almorávides, imbuidos de fundamentalismo religioso islámico, se hizo con el dominio de la zona y del Magreb y fundaron Marraquech, creando así el nombre de Marruecos y, para muchos, el fundamento de la nación marroquí. Habían salido del Sahara Occidental. Desde ese momento y con los poderes que siguieron, almohades, benimerines y las dinastías herederas ‒wattásida, saadita y alaui, la actual‒ se controló desde Marruecos mal que bien, total o parcialmente, esa ruta hasta al menos el siglo XVII. Entre tanto la expansión colonial ibérica había creado un enclave en la costa para que sirviera de apoyo a la navegación exploradora del litoral africano en la rivalidad protocolonial hispano-portuguesa. Esa fue la base de la ulterior reclamación española, andando los años, que convertiría en colonia el territorio (finales del XIX).

Es posible que el interés de Marruecos por la zona decayera a la vez que su valor estratégico como ruta del oro y de la sal, y que seguramente aumentó en el momento en que se hizo evidente su riqueza en fosfatos, producto igualmente estratégico y, por si era poco, también carburantes. Lo que no es discutible es que Marruecos mantuvo una relación, a veces de dominio o control, durante siglos del territorio. Que eso justifique o no su pretensión actual de soberanía es cuestión de opiniones, pero no se puede negar sin más ¿O acaso Argelia o Libia puede alegar más títulos sobre el inmenso territorio del Sáhara que controlan, sin que nadie lo cuestione, salvo el de haber formado parte de una misma colonia, francesa e italiana respectivamente? ¿Si Marruecos y el Sahara Occidental hubieran sido colonizados por la misma potencia existiría hoy el problema? No olvidemos que la población del territorio antes del conflicto no pasaba 60 o 70.000 individuos repartidos en varias tribus seminómadas sin más conciencia de nación y de los límites del descomunal territorio por el que se movían que la que les aportó el proceso colonizador. Prácticamente, salvo en el caso de Etiopía, ningún país africano puede alegar mejores razones históricas sobre el control de su territorio que las que les aportaron las potencias colonizadores al trazar sus fronteras según intereses propios y acuerdos intereuropeos (Berlín 1878, Algeciras 1906…).

Posteriormente la descolonización del territorio que nos ocupa se hizo precipitadamente, obedeciendo más a intereses coyunturales que a razones de Estado, que reclamaban salvaguardar la seguridad de Canarias, causa principal en su tiempo de esta colonización: el Rey de España, recién proclamado y todavía con los poderes del dictador (1975), necesitaba consolidarse en la Jefatura de Estado y negoció con Kisinger, a la sazón Secretario de Estado USA, la cesión del territorio a Marruecos y Mauritania a cambio de apoyo político, librándose a la vez de un conflicto militar en marcha desde hacía algunos años.

El proceso no es ya reversible y ahora, a mi juicio, la posición de España debería ser la de salvaguardar la amistad con Marruecos como objetivo de mayor valor, y presionar desde la amistad para ir consiguiendo el progreso de los derechos humanos en la zona; la forma de organización territorial que resulte no nos compete. Tampoco deberíamos movernos en exceso por un sentimiento extemporáneo de mala conciencia por los abusos de la colonización, que no los hubo, salvo el capital de imponer un dominio sin otro aval que el asentimiento de los otros colonizadores europeos y, quizá lo más grave, el posterior abandono, haciendo omisión de los deberes de un Estado administrador del territorio, el más obvio de los cuales es haber tenido en cuenta a la población.

21 nov 2020

Checks and Balance


El político británico de finales del XIX John Dalberg-Acton, colaborador del premier liberal Gladstone, debe su fama más que a su actividad política al hecho de ser autor del aforismo: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Pero lord Acton no descubría nada nuevo a las puertas del siglo XX, sino que más bien acertó a expresar con concisión y precisión un saber decantado desde antiguo. Basta con recordar a Pólibio, historiador griego, que hace nada menos que 2200 años alababa en su Historia Universal el sistema de equilibrios de poder que la República Romana había sabido crear para entonces,  freno eficaz frente al despotismo; a John Locke y Montesquieu que con el intervalo de medio siglo (XVII/XVIII respectivamente) y la separación del Canal definieron y elaboraron toda una teoría de la división de poderes para la buena gobernanza del Estado y la seguridad de los ciudadanos; o la materialización de las tesis del último de ellos en el checks and balances (controles y contrapesos) que estableció la constitución americana y la práctica política que deriva de ella. De ahí que, permitidme la digresión, confiemos en que el queda despedido que los votantes pronunciaron contra Trump se cumplirá pese a las bravatas que le resten por lanzar y las artimañas que pueda tejer en sus últimos días de mandato.

Pero las enseñanzas que se derivan de estas doctrinas no deben aplicarse sólo en el núcleo del Estado sino que también son exigibles en cualesquiera instituciones periféricas que lo compongan. Me refiero concretamente a los partidos, sus estatutos y su práctica habitual. La legislación que los regula exige que sean democráticos, pero el concepto se aplica aquí con laxitud e ingenuidad, por decirlo de forma benévola, de modo que alcanzan el placet legal con celebrar consultas periódicas directas o indirectas (no siempre) para elegir a sus dirigentes, aprobar sus estatutos y programas y disponer de algún sistema de garantías. La práctica cotidiana nos ofrece sin embargo el espectáculo de superlíderes que manejan a su antojo la institución que representan convirtiéndola en plataforma para su interés personal o de grupo, perdiendo la perspectiva de que su poder sólo se justifica en el bien colectivo de la ciudadanía y del Estado.

Así pues, tenemos líderes que, movidos sólo por mantener o ampliar su poder, han permitido, favorecido o aprovechado personalmente la venalidad hasta el límite de dar a su partido perfiles de organización para delinquir. Otros que no han tenido empacho en recurrir a artimañas populistas, utilizando la elección directa, para deslegitimar y liquidar órganos y prácticas de control y contrapeso internos, a veces seculares, convirtiendo al partido en un club de fans para mayor gloria del líder. Los hay que deslumbrados por un éxito coyuntural han embarcado a sus camaradas en un viaje alucinante por rutas imprevistas hasta acabar en un naufragio catastrófico o quien, aprovechando un momento crítico, ha lanzado un proyecto de diseño colando con relumbrones de novedad un constructo viejo, dogmático y rancio. El paisaje es variopinto pero siempre construido sobre los mismos materiales de la hipertrofia del poder.

Pero si los partidos son así, el acicate por moldear el Estado y la política en general a su imagen y semejanza es irresistible, de hecho los líderes de los partidos convertidos en líderes del Estado tienden a confundir ambos terrenos. Y ¿No conocemos los daños que de ese fenómeno se derivan?

Más controles y más eficaces, más contrapesos, división de poderes, pero también dentro de los partidos. ¿Qué tal si para empezar declaráramos incompatibilidad entre la dirección de los partidos y el ejercicio de cargos ejecutivos en el Estado, incluida la jefatura del gobierno. EE.UU.  funciona así, también el PNV en España y no con malos resultados precisamente. ¿No evitaríamos mucho del cesarismo ridículo que nos avergüenza y también nos amenaza? ¿No tendríamos partidos más estables, eficientes y menos desprestigiados? ¿No sería un freno a la corrupción porque frenaría la hipertrofia del poder?


13 nov 2020

Los puentes



Buda y Pest fueron durante siglos dos ciudades separadas por el Danubio, en alguna ocasión pertenecientes a entidades políticas distintas, hasta que en 1873 se construyera el primer puente permanente (Széchenyi o Puente de las Cadenas), desde entonces las dos ciudades se fusionaron y pasaron a ser el Budapest que hoy conocemos. Es lo que tienen los puentes, sirven para unir; sin embargo, hay quien se empeña en dinamitarlos porque los perciben como una amenaza.

Es la pulsión de la tribu (¡Viva el Betis manque pierda!). Y por eso la política, que se ha convertido en el espejo de la risa de la vida normal, nos regala con espectáculos surrealistas como el que nos ofreció el Congreso en el debate de los presupuestos. Bendito sea. 

Un sector del gobierno (dejo a la astucia del lector, si lo hubiere, la tarea de identificarlo) hizo esfuerzos sobrehumanos por alejar de la tentación de votar sí a un sector de la oposición proclive al acuerdo ¿Quién quiere adversarios políticos con horribles inclinaciones al entendimiento? Donde se ponga un enemigo malencarado que se quiten las oposiciones dialogantes ¿Cómo si no justificar las políticas excluyentes salidas de una minoría radical como necesaria política de gobierno? Pero además, no son de la tribu y no hay que dar explicaciones sino volar el puente. Mientras, el otro sector del gobierno o callaba para que no le diera la risa o se daba a una cortesía hueca con palabritas de las que se lleva un soplo.
 
Malos tiempos para los puentes, es la hora de las iglesias y los rufianes. O sea, de rancios dogmas disruptivos y del engaño como sistema… y de aquello de «Pedro, sobre esta piedra edificaré mi iglesia». Palabra de Dios.

1 nov 2020

...Y Carmena

 

Dorothea Tanning: Eine kleine nachtmusik

Sólo un par de días después de que publicara mi post Los griegos, las repúblicas urbanas y el CGPJ apareció en El País una tribuna firmada por Manuela Carmena, No lo sigamos haciendo así, en la que coincide conmigo en el diagnóstico pero no en la solución.

Ciertamente resulta escandaloso que los partidos (PSOE, PP) hablen sin cortarse un pelo del “reparto” que ha quedado bloqueado, culpándose mutuamente, pero sin plantearse en ningún momento devolver a las Cortes la misión que les corresponde constitucionalmente de elegir a los miembros del CGPJ. Piensan, visualizan al Congreso y al Senado como instrumentos para sus equívocos fines pero de ningún modo como protagonistas de ese cometido. Por nuestra parte, en lugar de lamentar que el ominoso “reparto” esté empantanado deberíamos alarmarnos por la prepotencia de los partidos que han convertido semejante “apaño” en normal. A eso me refería cuando en mi post anterior decía que habían hecho presa en la justicia, en ese afán imparable por llevar agua a su molino.

La democracia es un sistema delicado que no se sostiene sólo porque haya una constitución que fragmente el poder, establezca unos equilibrios, formule principios y decrete normas de funcionamiento, sobre el papel, naturalmente, se necesita además una masa crítica ciudadana imbuida de fe democrática, que existe, o eso quiero creer, y unos partidos que antepongan la salud del sistema sobre el afán de consolidar e incrementar el poder de su propia organización. Y, lamentablemente, eso no existe.

Me he referido antes al PP y PSOE como principales hacedores del despropósito pero ahí está UP calladitos (o calladitas si respetamos la concordancia) en el gobierno sin que hayan dicho esta boca es mía salvo para increpar a la derecha, o sea entrando con convicción en el juego. Por supuesto los nacionalistas andarán bajo la mesa, cuando la haya, amenazando los tobillos de los negociadores hasta que cojan alguna pieza que caiga.

¿Cuál es la solución que propone Carmena? Que hagan un buen examen de conciencia, un sincero propósito de la enmienda y sean buenos de una vez por todas, porque la ley en vigor no habla de repartos sino de elección y es buena hasta rabiar. Es una conclusión que eleva el espíritu a cualquiera, suponiendo que eso exista. Pero ya los griegos, como decía en mi post, recelaban de las buenas intenciones y de los partidos, todo hay que decirlo, y por eso introdujeron el sorteo. No digo yo que haya que prescindir de los partidos para todo, pero sí cortarles las uñas, apartarlos de aquello en que patinaron, como es el caso, y mandarlos al rincón de pensar.

La verdad, no sé cómo podría hacerse, pero haya o no acuerdo en el reparto de ahora sería muy eficaz y provechoso pensar en mañana porque el afán por magnificar el interés propio es imparable y cada día se dispara desde la cota alcanzada el anterior. El daño que se puede causar por esta querencia es observable en el seno de los propios partidos ya que el asunto se presenta con estructura fractal, para más inri; así, aplicando la lupa véase como los líderes del PP han llevado a su organización a los bordes del vertedero por la pasta y el figurar, que tanto mola; cómo Sánchez ha vaciado a su partido de sustancia, probablemente irrecuperable, apoyándose en los votos de los militantes en una treta populista muy fashion; cómo los que manejan UP que se cuentan con los dedos de una mano y sobran tres trituran a la izquierda alternativa, a la que se supone que apadrinan, en variopintas maniobras del más depurado corte leninista; cómo Rivera asestó a los suyos un mazazo mortal por haber desarrollado una ridícula y arrolladora ambición personal que desbordaba sus capacidades…

¿Más datos?

25 oct 2020

Memoria e historia

 



Cuenta el neurólogo Oliver Saks1 que recordaba cómo de niño, llevado de la mano de su padre, caminaba por las calles del Londres bombardeado durante la guerra, sorteando escombros y envuelto por el olor a quemado que desprendían los restos de los incendios. Lo curioso del caso es que comentándolo con unos familiares le aseguraron que sus padres lo habían llevado fuera de Londres antes de los bombardeos y habían permanecido lejos de la ciudad durante toda la guerra. Era un recuerdo falso, fabricado en su cerebro sabe dios con qué estímulos y por qué necesidades. Y es que la memoria es así de leal con nosotros acudiendo a nuestras demandas y así de desleal con la realidad. Crea recuerdos, borra otros, modifica, transforma, embellece… Nuestra memoria es el pasado pero acomodado a las necesidades del presente: es el pasado que necesitamos, no nuestra historia.

Por eso la polémica y, de hecho, ya decaída ley de Zapatero denominada de la memoria histórica es un oxímoron, desde un punto de vista lingüístico encierra una contradicción en los términos: si es memoria no es historia. La memoria es pura subjetividad, la historia, en cambio, para merecer tal nombre, ha de buscar con ahínco la objetividad. Claro está que la memoria puede ser utilizada como fuente de la historia pero nunca sin contrastar y sin una crítica minuciosa y delicada. Después del parón que sufrió dicha ley durante los gobiernos del PP Sánchez la vuelve a resucitar en una secuela: Ley de la Memoria Democrática, de la que, es de agradecer, desapareció el término histórica. Comprendo la necesidad de ambas leyes y comparto, con matices, su oportunidad y alcance, pero me pronuncio por no usar el nombre de la historia en vano.

En vano y con alevosía se hace uso de la historia desmontando o atacando monumentos a Fray Junípero Serra2, Cristóbal Colón3 o Hernán Cortés, cambiando nombres del callejero o exigiendo disculpas públicas a un Estado por acciones de hace quinientos años4. El pasado que queremos, necesitamos o nos conviene no es la historia. En ¡Colón al paredón!, Letras Libres, Christopher Domínguez concluye su interesante artículo con esta reflexión:

Uno de los grandes logros del siglo XXI, el poner a los derechos humanos en el eje de la filosofía moral, se convierte, al aplicarse retrospectivamente, en la sustitución de la historia por la beatería de los poderosos, sean los talibanes o se trate de la izquierda conservadora que gobierna en México. En el fondo, quien dinamita los budas gigantes de Bamiyán o esconde la estatua de Cristóbal Colón responde, en proporciones hasta ahora distintas, al mismo principio, el del fanatismo.

Al Cesar lo que es del Cesar… y a la Historia lo que es de la Historia. El totum revolutum con que algunos espabilados nos presentan la política y la Historia sólo nos puede conducir a un sueño de la razón, que satirizara Goya, de nefastas e imprevisibles consecuencias.

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1 El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Saks, Oliver. Anagrama. 2008.

2 En junio de este año fueron dañadas varias estatuas de Fray Junipero en Los Ángeles.

3 La jefa de gobierno de la Ciudad de México mandó retirar en la víspera del 12 de octubre, la estatua de Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma.

4 El presidente de México López Obrador ha demandado del gobierno de España que pida perdón por la conquista de México, aprovechando la celebración del quinto centenario.

 

22 oct 2020

Los griegos, las repúblicas urbanas y el CGPJ

 


El sistema más común para designar a los funcionarios que habían de gestionar la cosa pública en la antigua Atenas, unos 1100, era el sorteo. Sólo unos pocos, 100 aproximadamente, lo eran por elección y eso, bien porque su cargo implicaba responsabilidades económicas y había que asegurarse una garantía con el patrimonio del elegido (los pobres no valían), o bien porque se requería una cualificación especial como ocurría con los strategós (generales), función delicadísima y vital en una ciudad en la que la guerra era su estado normal. El sorteo se consideraba mucho más democrático que la elección, hasta el punto de que al primero lo asociaban los tratadistas con la democracia y al segundo con la oligarquía (Aristóteles, Herodoto…). No en balde la democracia se basaba en el principio de isonomía, igualdad entre todos los componentes del demos, y en el alejamiento de cualquier tipo de influencia o coerción, inevitables en el sistema electoral por las facciones o partidos que se generan, y por la no menos indeseable preeminencia que alcanzaban algunos notables en esos grupos y, por tanto, sobre el sistema.

En el medioevo, en donde en ámbitos urbanos también se dieron procesos democráticos, se llamó al procedimiento del sorteo insaculación, del latín in sacculo, por la bolsa o saco de la que se sacaban los nombres de los elegidos. Tuvo un desarrollo notable en Venecia y en otras repúblicas urbanas de Italia. También en España, especialmente en la Corona de Aragón, pero no sólo allí, para designar consellers, alcaldes, corregidores y otros cargos municipales. En España hoy se sigue recurriendo al procedimiento del sorteo para elegir a los miembros de la Junta Electoral Central de entre los magistrados del Supremo, para la designación de peritos en el procedimiento civil, la adjudicación de casos en la Audiencia Nacional o el nombramiento de tribunales para las oposiciones a funcionarios del Estado.

De lo anterior extraigo la siguiente reflexión:

En España los partidos, inevitables en una democracia representativa (y esta a su vez inevitable en el mundo presente) fueron tratados con guante de seda en el sistema que se gestó en la Transición. Salíamos de un régimen sin ellos que duró 40 años y había que ayudar a nacer, arraigar o rehacer estructuras tan necesarias. Pero con el tiempo los partidos han proyectado sus raíces por todos los intersticios del sistema institucional y han ido colonizando muchos de los ámbitos de la administración abusivamente y con maneras inapropiadas. La calidad de una democracia se mide por las barreras que levanta ante la hipertrofia de cualquier poder y hoy los partidos muestran todos los síntomas de ese mal. Están reclamando acciones que los frenen y los saneen.

La crisis entre el ejecutivo y el judicial que viene escandalizándonos desde hace tiempo no parece tener solución por la presa que han hecho en las instituciones de la justicia las dos grandes formaciones en liza. Extender el sistema de sorteo, que como se ha visto ya existe en ciertos casos en la justicia y su gobierno y goza de impecable pedigrí democrático, a la resolución del bloqueo quizás sea buena solución. Tendría la virtud de alejar a los partidos de botín tan apetitoso como peligroso para la calidad democrática. Bastaría con retirar al Congreso de diputados la facultad de nombrar a los miembros del TC y CGPJ que le corresponden y extraerlos por sorteo de una lista en la que figuren todos los magistrados y juristas que reúnen las condiciones necesarias para el cargo. El papel del Congreso se limitaría a determinar cuáles son esas condiciones. El sistema podría ampliarse, por ejemplo a la Fiscalía General del Estado arrebatándoselo al ejecutivo, fuente de escándalo cada vez que hay que nombrarlo, sea quien sea el partido de gobierno. Etc., etc.

Ese elevado porcentaje de españoles que en las encuestas afirman que uno de los principales problemas del país son los políticos lo agradecerían, y los demás seguramente también. Pero no habrá lugar porque el legislador no son los diputados del Congreso sino los partidos expresándose a través de los diputados y esos nunca permitirán una limitación de su poder por necesaria que la vea el sentido común.

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Ilustración: A. Lorenzetti, El buen gobierno en la ciudad. Palazzo Pubblico, Siena