El político
británico de finales del XIX John Dalberg-Acton, colaborador del premier liberal Gladstone, debe su fama
más que a su actividad política al hecho de ser autor del aforismo: «El poder
tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». Pero lord Acton
no descubría nada nuevo a las puertas del siglo XX, sino que más bien acertó a
expresar con concisión y precisión un saber decantado desde antiguo. Basta con
recordar a Pólibio, historiador griego, que hace nada menos que 2200 años alababa
en su Historia Universal el sistema
de equilibrios de poder que la República Romana había sabido crear para
entonces, freno eficaz frente al
despotismo; a John Locke y Montesquieu que con el intervalo de medio siglo
(XVII/XVIII respectivamente) y la separación del Canal definieron y elaboraron
toda una teoría de la división de poderes para la buena gobernanza del Estado y
la seguridad de los ciudadanos; o la materialización de las tesis del último de
ellos en el checks and balances
(controles y contrapesos) que estableció la constitución americana y la
práctica política que deriva de ella. De ahí que, permitidme la digresión, confiemos
en que el queda despedido que los
votantes pronunciaron contra Trump se cumplirá pese a las bravatas que le resten
por lanzar y las artimañas que pueda tejer en sus últimos días de mandato.
Pero las
enseñanzas que se derivan de estas doctrinas no deben aplicarse sólo en el
núcleo del Estado sino que también son exigibles en cualesquiera instituciones periféricas
que lo compongan. Me refiero concretamente a los partidos, sus estatutos y su
práctica habitual. La legislación que los regula exige que sean democráticos,
pero el concepto se aplica aquí con laxitud e ingenuidad, por decirlo de forma
benévola, de modo que alcanzan el placet
legal con celebrar consultas periódicas directas o indirectas (no siempre) para elegir a sus
dirigentes, aprobar sus estatutos y programas y disponer de algún sistema de
garantías. La práctica cotidiana nos ofrece sin embargo el espectáculo de
superlíderes que manejan a su antojo la institución que representan
convirtiéndola en plataforma para su interés personal o de grupo, perdiendo la
perspectiva de que su poder sólo se justifica en el bien colectivo de la
ciudadanía y del Estado.
Así pues, tenemos
líderes que, movidos sólo por mantener o ampliar su poder, han permitido,
favorecido o aprovechado personalmente la venalidad hasta el límite de dar a su
partido perfiles de organización para delinquir. Otros que no han tenido
empacho en recurrir a artimañas populistas, utilizando la elección directa,
para deslegitimar y liquidar órganos y prácticas de control y contrapeso
internos, a veces seculares, convirtiendo al partido en un club de fans para
mayor gloria del líder. Los hay que deslumbrados por un éxito coyuntural han
embarcado a sus camaradas en un viaje alucinante por rutas imprevistas hasta
acabar en un naufragio catastrófico o quien, aprovechando un momento crítico,
ha lanzado un proyecto de diseño colando con relumbrones de novedad un
constructo viejo, dogmático y rancio. El paisaje es variopinto pero siempre
construido sobre los mismos materiales de la hipertrofia del poder.
Pero si los
partidos son así, el acicate por moldear el Estado y la política en general a su
imagen y semejanza es irresistible, de hecho los líderes de los partidos
convertidos en líderes del Estado tienden a confundir ambos terrenos. Y ¿No
conocemos los daños que de ese fenómeno se derivan?
Más controles y
más eficaces, más contrapesos, división de poderes, pero también dentro de los
partidos. ¿Qué tal si para empezar declaráramos incompatibilidad entre la
dirección de los partidos y el ejercicio de cargos ejecutivos en el Estado,
incluida la jefatura del gobierno. EE.UU.
funciona así, también el PNV en España y no con malos resultados
precisamente. ¿No evitaríamos mucho del cesarismo ridículo que nos avergüenza y
también nos amenaza? ¿No tendríamos partidos más estables, eficientes y menos
desprestigiados? ¿No sería un freno a la corrupción porque frenaría la hipertrofia
del poder?
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