En los tiempos que corren lo que
impera es el pesimismo y yo no soy inmune a la epidemia. Como cualquier hijo de
vecino no veo hoy en el horizonte casi nada más que nubarrones. Últimamente ha
entrado con fuerza en el debate sobre la solución a nuestros males la reforma
constitucional. No es que esté en contra, porque falta hace, es que no creo que
se haga nunca.
Ciertamente las constituciones
se reforman. Leí en un artículo reciente que la alemana lleva 60 cambios desde
su promulgación y ayer un omnipresente tertuliano, las elevaba ciento y pico.
No sé quien lleva razón, lo cierto es que han sido muchas, y no es un caso
excepcional. Ocurre cuando la constitución se considera un bien de uso, aunque
de peculiares características, y no un objeto de culto.
En toda la historia
constitucional de España (doscientos años justitos y nueve constituciones) jamás
se reformó ninguna. Aquí siempre hemos preferido estrenar. La actual presenta
tantas cautelas para su reforma y un proceso tan complejo y tan costoso
políticamente para sus posibles promotores que será muy difícil que un partido
en el gobierno la emprenda alguna vez. Por supuesto, por el procedimiento de la
iniciativa popular es casi imposible. Alegar en contra la facilidad con la que
se hizo la reciente reforma impuesta por la UE es una falacia producto de la
demagogia o de la ignorancia; el núcleo duro de la constitución está blindado y
bien blindado.
Los españoles tenemos con la
democracia lo que ahora se llama un mal rollo. Históricamente sólo hemos gozado
con ella idilios brevísimos que siempre terminaron como el rosario de la aurora,
y como la constitución es el instrumento legal para su implantación, no podemos
evitar convertirla en un símbolo. Así que aquello que se hace para ser manipulado,
en el mejor sentido, lo convertimos en intocable; de llave que abra la puerta
del progreso, en cerrojo que impide el avance.
La constitución de EE.UU., la
más antigua del Mundo, consta sólo de tres páginas manuscritas. Un texto mínimo
que, por serlo, tiene poco que se contradiga con los usos de los tiempos modernos.
Pero, además, se le han ido añadiendo enmiendas por un procedimiento bastante
flexible, que duplican ya el texto inicial. El colmo de la flexibilidad lo
tiene la británica que nunca fue escrita. Hay casos para todos los gustos, pero
el nuestro empieza a parecer tragicómico.
Cuando la elaboramos, la
coyuntura política se movía bajo el peso de una reciente dictadura, que los
españoles no sólo no habían sabido sacudirse en cuarenta años, sino que muchos
(no diré que la mayoría) se habían identificado con ella. La transición no fue
el pecado de los políticos de izquierdas del momento sino imposición de la
mayoría de compatriotas que se había manifestado en referéndum contra la ruptura (Ley para
la Reforma Política, 18/11/76), haciendo buena la maniobra que preparaban
Adolfo Suárez y los políticos reformadores salidos de la dictadura, que pasaban
de vestir los uniformes del Movimiento a liderar el proceso democrático, con el
asentimiento de los españoles, todo hay que decirlo. No sugiero que la
conversión de aquellos no fuera sincera ni útil, sólo quiero resaltar que fue
siempre avalada por las mayorías necesarias.
Lo cierto es que en el Congreso
que elaboró la Constitución había: una derecha moderada y reformista (UCD), promotora de la reforma; una
izquierda también moderada (PSOE), homologada por la socialdemocracia europea;
la derecha franquista de Fraga (AP), un poco acoquinada por la desaparición del
padrecito; una izquierda más radical, pero básicamente ocupada en lavar la
imagen que le había impuesto la dictadura franquista y la deriva soviética (PCE);
y unos nacionalismos, fundamentalmente de derechas, para los que la izquierda
había conseguido un respeto por encima de su significación numérica en virtud
de ciertos escrúpulos democráticos (CIU, PNV). Con este puzle el consenso
estaba cantado.
Hoy la UCD ha desaparecido y la
derecha toda está integrada en el PP liderado por la facción que procede de la
antigua AP; el PSOE vive una de sus crisis existenciales más profundas,
gravemente herido por la desafección de los ciudadanos; el PCE apenas si es
visible en una coalición cuyas características más notables son la falta de
cohesión y la debilidad; los nacionalismos, en cambio, han crecido
desmesuradamente tanto en Euskadi como en Cataluña y prácticamente se han situado
fuera del sistema en espera de situar sus territorios fuera de España ¿Quién
dice que se dan las condiciones para que se consensúe una reforma de la
Constitución? ¿Desde cuándo es posible negociar cuando falta el centro,
absorbido en la derecha y dilapidado en la izquierda? ¿Cómo controlar a los
nacionalismos desbocados?
Se nos ha hecho tarde otra vez,
amigos.
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