Naturalmente que hay que saberlo
todo, tener acceso a cualquier información, que nadie ni nada impida la
expresión de nuestras ideas y el acceso a las de cualquier otro. Lo nefasto es
la repetición inmisericorde desde los medios profesionales hasta rozar la
tortura; la sucesión ininterrumpida de opiniones de toda guisa a modo de
avenida, de manera que nos impida discriminar; la enfatización de informaciones
sensacionalistas que muevan el mercado de la noticia; la transformación radical
del servicio informativo en negocio informativo, produciendo una selección
escorada hacía el beneficio, donde anida el sensacionalismo y otras
perversiones. Es lo que se ha convenido en llamar intoxicación informativa,
aunque aquí más que como un plan que busca determinados fines es el resultado
sobrevenido de la mecánica del sistema.
El maremoto informativo de hoy
tiene dos nombres: el fútbol y la crisis. No me interesa el fútbol, así que no
me ocuparé de él por mucho que me agobie su enfermiza ubicuidad y me torture la
lluvia de palabras hueras sobre sus supuestas virtudes para hacer patria,
educar a los jóvenes o solazar a todos. Me ocuparé de la crisis.
Comparemos la del 92/93 con la
presente. Las cifras macroeconómicas de aquella ocasión y las de hoy son
asombrosamente intrcambiables. Entramos en recesión en el 92 con un crecimiento
negativo de -0,9%; la cifra del paro se situó en el 20% en ese año pero alcanzó
el 24,1 en el 94; el déficit público se situó en el 7%; La deuda alcanzó el 68%
del PIB y sus intereses superaron el 6%. Si no hubiera advertido que se trata
de los datos de hace veinte años parecería que estoy hablando de la situación
actual. Para terminar de redondear el parecido, en diciembre de 1993 el
gobierno decretó la intervención de Banesto, uno de los grandes bancos del
momento, abocado a la quiebra.
Ni que decir tiene que los que
vivimos aquellos acontecimientos éramos conscientes de la gravedad y de la
trascendencia del momento y por supuesto los medios cumplieron con su deber
informativo ampliamente. Sin embargo, no recuerdo que existiera la sensación
apocalíptica que vivimos ahora. La presión de la prensa, la tv y la radio no
era ni tan asfixiante, ni tan monocorde como en estos momentos. Y conviene
decir que entonces estábamos solos, no había más rescate posible que el del FMI
que se había mostrado crudelísimo en América Latina y Asia. Cierto que
contábamos con la peseta que, por cierto, fue devaluada tres veces en nueve
meses y amenazó con irse al garete, pero también es verdad que, como
contrapartida, hubo que soportar cifras de inflación del 20 %,
extraordinariamente persistentes. Hoy contamos con el respaldo de la UE, por
mucho que reneguemos desconfiados, y, desde luego, con una moneda que sigue
siendo una divisa fuerte, sin vaivenes y con una inflación mínima y controlada.
Objetivamente no parece que
estemos viviendo una situación peor que aquella y, sin embargo, creo que la
desolación y la sensación de falta de perspectivas son mucho mayores que
entonces. Algo parece tener que ver el hartazgo informativo, que desde hace
poco incluyó en la ingesta preparados de todos los rincones del mundo a los que
accedemos desde nuestras pantallas con sólo un clic, pero sin tener idea de
cómo digerirlos.
Cuando Felipe González bajó las
prestaciones por desempleo y devaluó la peseta o cuando Aznar recurrió a un
préstamo privado para pagar la extraordinaria de navidad de los pensionistas
¿no hubieran deseado tener la posibilidad de aceptar un préstamo como el
gestionado ayer? El insufrible debate de si es un rescate, una intervención o
simplemente un préstamo es ocioso y una manifestación más de la voluntad de los
medios de seguir explotando el tema, o cortina de humo con otros intereses.
Otra cosa es que el gobierno
esté a la altura, que sea incapaz de eludir los empellones de unos y otros, que
mienta más que parpadea o que esté mucho más preocupado por salvar la cara que
por salvarnos el pellejo.
1 comentario:
Un análisis muy coherente.
Mark de Zabaleta
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