Desde finales del siglo pasado
se han venido produciendo dos fenómenos paralelos y relacionados entre sí: 1) un
incremento de las diferencias en la percepción de las rentas; 2) un paulatino
desprestigio del progresismo. La polarización de la riqueza no tiene discusión,
es un hecho admitido por todos. Del segundo fenómeno es de lo que me ocupo a
continuación.
El descrédito es lógico si desde
los años 80 la riqueza se ha ido polarizando, como ha desvelado crudamente la
crisis, y las formaciones políticas que se autoproclamaban progresistas no sólo
no lo impidieron, sino que parecieron estar encantadas con el sistema, al menos
mientras hubo crecimiento. Lo malo es que la descalificación no sólo ha recaído
en las entidades políticas o sociales responsables, sino en la propia idea de
progreso, tal y como se percibe en la izquierda. Paralelamente ha ido ganando
posiciones la creencia de que su semilla es individual y que los que no
prosperan son, ellos mismos, responsables por incuria, comodidad o incapacidad
para competir, resucitando viejas y equívocas argumentaciones.
Los físicos entienden por
situación de máximo desorden, máxima entropía, aquella en la que las
diferencias energéticas han desaparecido y se ha alcanzado la homogeneidad. Entonces el
cambio, el movimiento, se hace imposible. De la misma manera, aseguran los
“sociofísicos”, la igualdad paraliza a la sociedad porque hace desaparecer los
estímulos, que conviven bien con la diferencia, pero que desaparecen con la
homogeneidad. La situación de máximo desorden social, de parálisis, sería
aquella en que hubieran desaparecido las diferencias de clase y, por tanto, de
riqueza.
En el “darwinismo social” nace
el otro de los argumentos recurrentes. En naturaleza las especies evolucionan,
progresan, en una constante lucha por la existencia, en una competición
permanente que permite la persistencia, mejora y proliferación de las buenas
cualidades y la desaparición de las malas. La especie humana es el monumento a
ese proceso incuestionable de progreso biológico. En sociedad, afirman, los
mejor preparados para competir prosperan mientras que los que utilizan medios o
recursos inapropiados son penalizados, produciéndose una selección de la
excelencia en los individuos, en los recursos, en los valores… que sólo puede
generar progreso al conjunto de la sociedad. Así pues, la competencia, que sólo
existe en la diferencia, sería el motor del progreso. Los pobres, los
derrotados, los marginados en la lucha por la vida tendrían toda la comprensión
de los triunfadores, pero de ellos sólo debería ocuparse la caridad, cuidando
no alterar el delicado mecanismo natural.
Este discurso que contempla a
los humanos y su sociedad en analogía con las leyes de la física, o como seres
vivos regidos por las leyes de la biología, extendiéndolas gratuitamente a las
relaciones sociales, reaparece con fuerza, encontrando acogida en variados sectores
sociales. Únicamente el recurso a un humanismo
que coloque la solidaridad como valor preferente puede hacer frente a
esta marea, que, impulsada por oscuros intereses de clase, nos presenta a la
competencia como valor de excelencia y como refrendo el éxito social. A los jóvenes
se les adoctrina en esta dirección (atención al diferente papel de la escuela
pública y la privada en este asunto), se utiliza al deporte como modelo, que
prácticamente siempre es confrontación, exaltando dogmáticamente sus presuntas
virtudes educativas, mientras los medios nos muestran la competición en sus mil
formas como espectáculo edificante y recurrente…
La solidaridad se diferencia de
la caridad en que ésta trata de atender a los fracasados en su desgracia y
aquella trata de impedir la desgracia del fracaso. La primera es socialmente conservadora,
la segunda social y políticamente transformadora. Por otra parte, no tiene por
qué preocuparnos cómo funcione la física o la biología; al fin y al cabo, la
vida tiene sus leyes que trascienden las de la física, sin contradecirlas, y la
vida inteligente las de la biología, sin impugnarlas.
Sin embargo, si la palabra
progreso se vacía de su contenido colectivista, que privilegia la igualdad
sobre la diferencia, la cooperación sobre la competencia, entonces sí que deberíamos
preocuparnos, ya que eso significaría que la sociedad abandona el interés con
el que se construyó ese sentido. Señal de que habremos perdido la batalla
fundamental.
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