5 mar 2012

Igualdad y crecimiento


La igualdad no tiene buena prensa. En tiempos históricos sugerir que todos los hombres éramos iguales podía ser un insulto y, desde luego, algo siempre políticamente incorrecto. El Evangelio nos había hecho a todos hijos de Dios, pero no iguales; es más, predicaba la iglesia resignación a los pobres porque, si había desigualdad, Dios la habría querido y era pecado de soberbia intentar deshacer su voluntad. La revolución burguesa, que elevó la igualdad por primera vez a la categoría de valor social fundamental, le adjudico como símbolo el color blanco (el azul a la libertad y el rojo a la fraternidad) que es un no color; en cualquier caso se refería a la igualdad ante la ley, pero nada más. Fue preciso que los últimos de la fila decidieran ganar su futuro por sí mismos para que la igualdad, sin peros, se convirtiera en bandera plausible. Sólo plausible, que no realizada, ya que la revolución obrera terminó en fiasco tanto en Europa como en Asia, en donde la permanencia en el poder del Partido Comunista Chino ha dejado de  significar algo en lo que a justicia social se refiere.

Si en el pasado la desigualdad se aceptaba como natural, fruto del capricho de los dioses, de las responsabilidades de los antepasados, de la de uno mismo en vidas anteriores, o, en nuestra cultura religiosa, de la voluntad inescrutable de Dios, hoy se justifica y defiende considerándola motor de la economía. Para los economistas ortodoxos, que los ricos ganen cada vez más tiene ventajas para todos: en primer lugar, porque es un acicate insustituible para el esfuerzo y la inventiva requeridos para la prosperidad individual y social; después, porque provoca la acumulación de capital en manos de quien sabe invertirlo. La injusticia, por la desigualdad derivada, es un daño colateral; pero, también es justo el premio para los que saben encontrar el éxito. Reza pues, el aserto capitalista tradicional que la desigualdad es más eficiente.

Planteadas así las cosas sólo cabe demostrar que no es verdad que sea más eficiente, o que la eficiencia no es el máximo valor. Yo no me siento capaz de demostrar casi nada, pero sí de plantear algunas dudas.

La realidad nos muestra que los países más prósperos y que con más holgura están haciendo frente a la crisis son aquellos que tienen sociedades más igualitarias (nórdicos). Pero hay más, un estudio reciente (David A. Moss y Robert Reich) ha puesto de manifiesto que 1928 y 2007 son los dos años en que mayor fue la desigualdad de rentas en USA, justo en vísperas de los dos crack más monumentales de su historia. De hecho no necesitamos a ningún gurú de la economía para entender que el aumento de las clases medias (igualación social) aumenta el consumo y mueve la economía productiva, mientras que el enriquecimiento extra de los ricos, no,  porque sus excedentes de capital van a parar a la especulación, ya que poco más pueden consumir, y en la especulación financiera se dan rendimientos máximos. Corroborando esto, uno de esos gurús, Martin Wolf, ha afirmado recientemente desde su plataforma en Financial Times que la desigualdad no sólo es injusta, sino también ineficiente.

Valga lo anterior sin salirnos del marco del capitalismo al uso.

En los antiguos países comunistas la igualdad de rentas era notable, porque el abanico salarial estaba muy cerrado y no cabían grandes ingresos por actividades privadas. De hecho, esto generaba el problema de la falta de estímulos en los trabajadores, lo que se intentó combatir con el estajanovismo, que tuvo cierto éxito mientras duró el ardor revolucionario de los primeros momentos. Después la relajación en la productividad y la falta de innovaciones por la inexistencia de la competencia fueron creciendo y se convirtieron en un lastre para poder seguir el ritmo de los países capitalistas. Probablemente fue la causa principal de su hundimiento final.

Puestos a competir un sistema con el otro, el capitalista, basado en la acumulación de capital en pocas manos, fue más eficiente, y el comunista, centrado en la máxima igualdad de rentas,  desapareció.

La cuestión es: ¿Qué preferimos, la eficiencia económica o la justicia social? La eficiencia del capitalismo lleva a un crecimiento espectacular (el propio Marx lo reconoció en las primeras páginas del Manifiesto...), pero: 1) polariza la sociedad entre ricos y pobres por mucho que mantengamos la vigilancia; 2) el crecimiento no puede evitar las crisis, en las que aumenta desmesuradamente el sufrimiento de los desfavorecidos; y 3) tan acelerado como el crecimiento es el agotamiento de los recursos y la degradación del medio, hasta el punto de que, ya en los años 70, ante el presentimiento de una catástrofe ecuménica, se propuso el crecimiento cero.

Así pues, si la solución es frenar el crecimiento, principal virtud del sistema, ¿por qué no optar por otro socialmente justo, pero que “adolece” de un crecimiento mesurado? La respuesta es obvia: porque nos lavaron el cerebro y porque, aunque hayamos resistido el fregado, no tenemos los recursos o ignoramos las tácticas para imponer nuestros intereses. El dilema de siempre.

2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Como ya he comentado en otras ocasiones, debo felicitarte por tu excelente manera de tratar la historia del pensamiento económico en tus artículos, acercando distintos enfoques de forma muy accesible.

Un cordial saludo
Mark de Zabaleta

Juliana Luisa dijo...

Me ha gustado mucho tu artículo.
Está demostrado que la versión del capitalismo ahora imperante, nuestro actual sistema económico-social, conduce a un enriquecimiento de los ricos y empobrecimiento de los pobres.

Pero, en estos momentos, hasta los más ortodoxos afirman que es necesario reducir las desigualdades económicas dentro de un mismo país y entre países En cuanto a la desigualdad entre países son muchos los que afirman que si no reducimos esas desigualdades no podremos vivir en paz. Por otra parte, moralmente no podemos seguir viviendo sin preocuparnos del resto del mundo.

Un saludo