El éxito vicario que nos proporcionan los deportes de competición parece justificar cualquier cosa, incluso el abandono de la racionalidad. Calificar a esto de amor al deporte es, según toda evidencia, un exceso. Se trata más bien de la necesidad de sentirse triunfador, para lo cual se utiliza un juego deportivo que, además, sólo lo ejecuta una exigua minoría, la inmensa mayoría participa tan sólo emocionalmente, es decir, pasivamente, que es justo lo contrario de lo deportivo. Es posible que algunos psicólogos avalen la bondad de tales mecanismos porque vean en ellos una válvula que alivia tensiones y, puede que piensen, previene males mayores. Sin embargo, la creación de relaciones místicas entre el individuo y un grupo, sea deportivo, religioso, político o de cualquier tipo produce fanatismo, un abandono temporal o parcial de la racionalidad, el oscurecimiento del raciocinio anegado por un mar de emociones. Naturalmente será más o menos grave en función de nuestra capacidad individual de autocontrol, de educación y de otros muchos factores, pero siempre será fanatismo, irracionalidad. Pese a todo, en los medios periodísticos y más allá, se asume e incluso se alaba y promociona el efecto aglutinador (la palabra parece no tener más que perfiles positivos) que tienen los clubes, las selecciones y los grandes eventos deportivos: algunos intelectuales han perdido ya el pudor que antes les contenía y muestran y se enorgullecen de la comunión mística con su club o selección, quizá por un populismo que nadie les exige; los políticos la utilizan para ganarse seguidores, mostrándose al mismo nivel que las masas de las que esperan el favor, sin duda por un populismo que les resulta muy rentable; algunos imbéciles pretenden enternecernos destacando la ilusión que despierta en los niños, siempre angelical, como no. Ni que decir tiene que tales sentimientos forman parte de la condición humana, pero también la agresividad, el miedo o la envidia, y ni se alaban, ni se promocionan, ni se presume de ellos.
Las cifras que se mueven en torno a los deportes, especialmente el futbol, nos dan la pista de dónde está el motor de toda esta gigantesca superchería. Primero se revistió de formas y contenidos religiosos (¿quién duda que la hinchada lo vive religiosamente?), con su iglesia (su estructura organizativa) y sus predicadores y oficiantes (periodistas, preparadores…), sus grandes y espectaculares rituales litúrgicos, en los que el éxtasis místico alcanza su máxima expresión entre los fieles, su santos o sus dioses, venerados y adorados con todo tipo de excesos a lo largo y ancho del mundo y sus santuarios (el Bernabeu como centro de peregrinación se sitúa con honor en el ranquin de lugares santos); después, el capital, siempre al acecho, husmeó posibilidades de gran negocio y en los últimos tiempos ha hundido en él su hocico y sus garras, ha inundado a los clubs con lo peor de su canalla y ha introducido los modos de la picaresca y la chulería de la ostentación obscena del fajo de billetes. Pero nada desalienta a sus seguidores que permanecen ciegos o, en todo caso, paralizados, ante tan evidente corrupción del deporte, atentos sólo al éxtasis del encuentro, a la catarsis de la victoria, considerando natural que su club sea más que un club, que entre su corazón y la camiseta de la selección haya un vínculo espiritual.
Viviremos una vez más, con la paciencia y la resignación debidas, la orgía del absurdo que se nos prepara, y aceptaremos, impotentes, la ofrenda de los 600.000 €, por inevitable.
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