El sistema económico imperante en
cada momento ejerce un dominio incuestionable sobre todos los aspectos de la
vida colectiva y penetra en las conciencias individuales modelando su
percepción de la realidad y hasta sus éticas personales. Los políticos y las
políticas posibles pueden adoptar posiciones críticas con el sistema, pueden
ser más o menos reformistas, pero no está en sus manos poner en cuestión el
sistema mismo. Para eso se precisa de una gran ruptura social, de una revolución,
que sólo puede producirse después de una deriva histórica que haya ido
socavando sus cimientos, exacerbando sus contradicciones y alumbrando los
principios de nuevas estructuras económicas y sociales.
Todo el mundo está de acuerdo en
calificar la crisis actual de sistémica, así que tanto la
responsabilidad de los políticos, como su capacidad de superarla, son relativas.
En cualquier sistema económico de los históricamente conocidos existen unas
clases dominantes que sacan el máximo provecho de las relaciones de producción
establecidas y que se resistirán con todos los medios a su alcance a ser
desplazadas, o a que los deseos reformistas de los demás grupos pongan en
peligro su estatus, esto es lo que el socialismo clásico denominó lucha de
clases. Que ésta lucha de clases sea el motor de la historia, como afirma el
marxismo, se debe a que su desenlace puede cristalizar un sistema económico o
abrir las puertas de otro, generando un cambio que establezca unas nuevas relaciones sociales
y en los individuos una nueva percepción de la realidad, una nueva
configuración de su conciencia. La política es un instrumento que puede
acelerar o frenar, enturbiar o clarificar. De ningún modo decidir sin el
concurso de la multitud de vectores que interactúan en nuestras complejísimas
formaciones sociales.
La
lucha de clases, por otra parte, es una guerra total. Pueden los grupos
dominantes recurrir a la represión pura y simple puesta a su disposición por
unas estructuras legales y jurídicas que son criaturas suyas, pero no
descuidarán en ningún caso el arma más letal de que disponen: la ideología. Se
ha dicho que “la ideología dominante [en una formación social] es la ideología
de las clases dominantes”. Hay por tanto una inercia que juega a su favor y que
se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que los partidos que pudieran
adoptar actitudes políticas reformistas son los más castigados por la opinión
pública en perjuicio de los conservadores que, obviamente, aceptan y sirven sin
reticencias de ningún tipo los intereses de las clases dominantes prácticamente
sin disimulo.
En
una situación como la actual la negación de la política y de los políticos
puede tener sentido a condición de que se entrevea la alternativa de algún nuevo
sistema cuyas novedosas estructuras requieran de otros instrumentos de
convivencia para los que las fórmulas políticas al uso resulten obsoletas. No hay tal. El sistema económico no está
siendo cuestionado. En estas condiciones el rechazo de la política y de los
políticos no es más que una válvula de escape para la indignación popular que
viene de perlas para la tranquilidad de los que de verdad mueven los hilos del
tinglado, que no se les caerán de las manos y, como mucho, sólo tendrán que
cambiar las marionetas.
Convendría
tener en cuenta que en la evolución del capitalismo moderno la relativa paz
social de que se ha disfrutado se debió a las conquistas de las clases medias y
medias bajas sobre el control de la política, mediante la construcción de una democracia
representativa que logró implementar las disposiciones que configuraron el
estado del bienestar, incorporando a las masas obreras. Por mucho que en la
política se haya ido conformando un grupo o clase con intereses propios, siga
siendo presa frecuente de la corrupción y se vea mediatizada por la presión de
los poderosos, renunciar a ese instrumento es simplemente suicida, y, por
supuesto, supone la dilapidación del esfuerzo de generaciones. El desprestigio
creciente, ya alarmante, que recae sobre los políticos socava nuestra capacidad
de reacción frente a la crisis y nos entrega maniatados al verdadero enemigo.
Podemos
terminar con la muletilla tan frecuente en textos sagrados: el que quiera
entender que entienda; o con la frase que sirve de título al artículo de J. Mª
Izquierdo hoy en El País: A
favor de los políticos. Y de que cambien.
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Sobre el mismo tema: …no
se meta en política
2 comentarios:
Muy bueno. Sin embargo, no creo que los políticos intenten cambiar si no se encuentran MUY presionados pr los ciudadanos. Desde ese punto de vista, los principales actores del cambio debemos ser los ciudadanos. Esa es la característica principal del siglo XXI
Un saludo
Es cierto, la presión ciudadana, la participación activa nunca debería de remitir. En una democracia es imprescindible que los ciudadanos exijamos el cumplimiento de los mandatos y de los programas, así como que existan vías e instrumentos para hacer eso posible. Si no los hubiera es necesario abrirlos.
Gracias. Un saludo.
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