«Los grandes problemas no se resolverán con
discursos y decisiones tomadas por mayoría […] sino con sangre y hierro...».
Fue Bismark, el canciller prusiano, a las puertas de la unificación de Alemania
el autor de estas palabras.
Ciertamente el objetivo de unir a la multitud de estados alemanes en uno (con
la exclusión de Austria) se produjo (1871) tras la sucesión de tres crisis
bélicas preparadas y dirigidas a aquel fin. Aunque convendría decir que las
guerras del XIX tenían mucho de exhibición de entorchados y ruido de sables,
pero en modo alguno se parecían a las confrontaciones del XX, después de que la
industrialización alcanzara a la guerra.
Por las mismas fechas en Italia, la otra gran nación en busca de un
estado que acogiera a todos los italianos, el pequeño rey de Piamonte, Vittorio
Emanuele, jugó también sus bazas con la guerra, la diplomacia y la fascinación que
ejerció sobre los demócratas revolucionarios, pero sin someterse a ningún
veredicto popular, para lograr un fin semejante en su país.
Estos son dos casos notables por la entidad de los estados creados y
por ser los últimos en Europa en alcanzar el estatus de estado-nación, pero lo
cierto es que la historia no registra el nacimiento de ningúno de magnitud
reseñable por medio del consenso y el ejercicio democrático de las mayorías.
Hoy las riendas de la unificación de Europa no están en manos de
mariscales con cascos bruñidos y repujados o monarcas cubiertos de
condecoraciones, galones y penachos de plumas, pasaron esos tiempos. Más bien
da la sensación de que las riendas andan sueltas, pero, si acaso, son las
fuerzas anónimas (o camufladas) del capital las que marcan la dirección.
Tampoco el capital es un forofo de la democracia: la tolera, la bordea, la
utiliza, pero si el proceso ha de hacerse en interés del capital la democracia
será sólo el convidado de piedra. Tal cual en los procesos de unificación de
Italia y Alemania.
La construcción de Europa avanza en la compleja dialéctica de mil
fuerzas encontradas: los que quieren una Europa democrática y unida pero que,
precisamente por demócratas defienden con tacañería ínfimas partículas de
soberanía nacional; los que buscan ante todo una Europa que funcione, por lo
que anteponen la economía a la política, pero luego echan en falta a la
política que ponga a los motores en marcha; los políticos con conciencia y
sentido del futuro que no consiguen hacer valer sus propuestas en un bosque de
intereses y entelequias, con aquellos que se pierden y nos pierden en el
populismo; en fin, el capital en su multiforme presencia que se impone con más
fuerza cada día.
Es lógico ante tal confluencia de intereses contradictorios que el normal estado de la cuestión sea el
estancamiento. Sólo las situaciones críticas permiten avanzar porque para
superarlas se requieren decisiones excepcionales que ignoren miedos e intereses
arraigados Es aquí donde los antiguos metieron la guerra y la diplomacia, los sables
y los entorchados, algo que generara un impulso arrollador, arriesgando mucho
en el envite, pero que permitiera un salto adelante. Hoy la crisis que
padecemos puede hacer lo mismo, generando fuerzas y recursos superadores del
inmovilismo, pero como todas las crisis, económicas,
políticas o bélicas, presenta un alto grado de incertidumbre y su solución
puede ir en cualquier dirección, incluso en la más inesperada. Lo que los
ciudadanos no podemos permitir es que de nuevo triunfen otras fuerzas y estemos
allí solamente para aplaudir el resultado final; que en el reparto de papeles
nos toque el de clac, pero habiendo pagado la entrada y costeado el
espectáculo.
Los convidados de piedra también son del XIX. Estos nuevos tiempos
prometían otras cosas, otros modos.