14 feb 2021

Política y teatro

 


Después de la guerra del 14 se puso en cuestión la diplomacia secreta. Se consideró que los acuerdos y alianzas suscritos por los estados de modo confidencial habían sido un factor determinante en el mecanismo que arrastró a los países europeos a entrar en la contienda uno tras otro después de estallar el conflicto serbio austriaco tras el magnicidio de Sarajevo. El primero de los 14 puntos elaborados por W. Wilson para la firma de la paz rezaba: 1. Convenios abiertos y no diplomacia secreta en el futuro. Y para que a las palabras no se las llevara el viento se creaba la Sociedad de Naciones precedente de la ONU‒, marco en el que habría de desarrollarse la diplomacia de la nueva era bajo los preceptos de la democracia. Desgraciadamente la SN resultó un fiasco y a las palabras, como tantas veces, se las volvió a llevar el viento. Pero también es verdad que del fuego siempre quedan rescoldos: hoy no se entenderían alianzas como la Entente o la Triple Alianza sin el conocimiento y el asentimiento de los ciudadanos respectivos a través de sus representantes y, por tanto, con publicidad en la totalidad de sus términos. Eso no significa que la diplomacia no requiera discreción en su tarea, de hecho es incompatible con la publicidad, al menos hasta que los acuerdos hayan fraguado. Ninguna estrategia negociadora puede sobrevivir si se la somete prematuramente al escrutinio público. La hiperdemocracia que reclaman los populismos a la moda están convirtiendo respetables instituciones políticas en desafortunados performances que sólo logran lo contrario de lo que se debería buscar: la confrontación y la radicalidad.


Hace unos días hemos visto como Borrell, Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores, reprochaba al ministro de exteriores de Rusia ante las cámaras de televisión el caso Navalni con el resultado de obtener una respuesta airada que no supo contrarrestar. Si la intención del alto representante era agriar las relaciones con Rusia y de paso ponerse en ridículo ha tenido un éxito fulminante, pero para eso no se necesita un especialista en asuntos exteriores; si el objetivo era lograr en Rusia un avance para los derechos humanos o mejorar la situación de Navalni el fracaso es evidente. Sergei Lavrov, el ministro ruso, incluso ha insinuado la posibilidad de romper relaciones con la UE porque “Rusia no las necesita”, dijo. Evidencia que se pondría de manifiesto si se consumara la amenaza porque con toda probabilidad ninguno de los países miembros respondería con una acción equivalente, por la cuenta que les trae y porque la “Unión” Europea aún está en mantillas, con lo que sólo se habría conseguido una pérdida de relevancia para el proyecto común, que tantos se empeñan conscientemente o por su torpeza en que siga siendo proyecto.


¿Cómo es posible un error de este calibre en un personaje de las cualidades y calidades de Josep Borrell? Sólo se explica por la necesidad que debió sentir de hacer pública la superioridad moral de la UE, lo que anuló la consciencia de sus obligaciones como responsable de la diplomacia europea. La llamada del escenario que la demagogia que nos invade ha inoculado hasta en los que la despreciamos. El mismo fenómeno que ha convertido al parlamento hablo ahora de España y al entramado político en general en un teatro bufo, exasperante y aburrido.