Para hacer frente a la situación
que creaba el hundimiento del franquismo tras la muerte del dictador nació el
consenso. Fue liderado por una derecha salida del régimen recién desaparecido
pero con ideas reformistas y democráticas. Pese a los esfuerzos de la oposición
democrática ilegal o tolerada, del movimiento sindical y de los progresistas
que se movían en todos los sectores, las mayorías estuvieron con esa derecha
reformista de origen franquista en todas las consultas de aquellos momentos
decisivos. La debilidad política de unos (izquierda democrática y nacionalismos
periféricos), el lastre originario de otros (derecha reformista), la necesidad
de neutralizar los restos del franquismo y la ingente tarea que se presentaba
de reconstrucción política y económica condujo a un consenso básico para la transición.
Por mucho que ahora se critique, fue un logro de la clase política como ha
habido pocos en nuestra historia reciente, ratificado y homologado por la
acogida mundial y por ser utilizado como referente en la sustitución de muchas
dictaduras, personales o de partido, en las postrimerías del S.XX.
En Alemania, en las elecciones
del 2005, la aritmética electoral y la necesidad de afrontar de modo definitivo
los efectos económicos y sociales negativos de la reunificación indujo a los
políticos democristianos y socialdemócratas a componer una gran coalición
(Grosse Koalition) entre los dos partidos históricamente antagónicos. Las
reformas que la canciller Merkel nos dice que su país ya realizó y que ahora
nos exige a nosotros se fraguaron en aquellos años de coalición, 2005-09
(reforma laboral, de las pensiones, etc.).
Fórmulas de colaboración entre
partidos antagónicos las ha habido siempre y en todas latitudes a condición de
que la gravedad de la situación lo requiriera. En España se ha dado
parcialmente para el caso del terrorismo, comprometiéndose la oposición a no
criticar la política gubernamental en ese sector, aunque, de hecho, sólo la
izquierda la haya respetado.
La situación de España en este
momento es muy grave. La crisis económica no requiere comentarios, basta con
recordar los cinco millones largos de parados y que estamos pendientes de un
rescate cuyas condiciones empeorarán la situación actual y no es ni mucho menos
seguro que nos saque del de círculo infernal en que ha caído la deuda. La
deriva soberanista en las dos comunidades con fuerte presencia nacionalista
amenaza con descomponer el perfil territorial de España de los últimos
quinientos años. Pero es que además es posible el contagio en otras
comunidades. Hay una crisis institucional que hace tambalear a la monarquía, al
Congreso, a los partidos, a los sindicatos… El desprestigio de los políticos y
de la política está poniendo en cuestión el sistema mismo de democracia
representativa.
Los desafíos a los que ha de
hacer frente el gobierno en los próximos meses nos llena de inquietud, pero hace
que se nos erice el pelo si pensamos que el gabinete actual se dispone a
lidiarlos en solitario, armado de la habitual soberbia de la derecha
fundamentalista, si se me permite la expresión, y esgrimiendo el arma de la
mayoría absoluta, arma poderosa de saber blandirla. Sin duda su altura de miras
llegará hasta ofertar a los demás que se unan al carro, pero callados, o se
queden fuera, pero también en silencio, según su concepto demostrado de
consenso.
He puesto ejemplos de
colaboración comprometida entre contrarios, uno en la España contemporánea y otro
en Alemania, protagonizado por la propia Merkel. Ambos surgieron en una
situación difícil. ¿No ven los dos grandes partidos españoles de hoy la
conveniencia (¿necesidad?) de ensayar uno u otro modelo, o quizás una nueva fórmula?
La derecha tiene la responsabilidad de la iniciativa y de hacer posible la
incorporación de los demás. El PSOE la de cerrar su crisis interna y aclarar de
una vez por todas su discurso económico y territorial-identitario.