25 oct 2012

Coaliciones y consensos


Para hacer frente a la situación que creaba el hundimiento del franquismo tras la muerte del dictador nació el consenso. Fue liderado por una derecha salida del régimen recién desaparecido pero con ideas reformistas y democráticas. Pese a los esfuerzos de la oposición democrática ilegal o tolerada, del movimiento sindical y de los progresistas que se movían en todos los sectores, las mayorías estuvieron con esa derecha reformista de origen franquista en todas las consultas de aquellos momentos decisivos. La debilidad política de unos (izquierda democrática y nacionalismos periféricos), el lastre originario de otros (derecha reformista), la necesidad de neutralizar los restos del franquismo y la ingente tarea que se presentaba de reconstrucción política y económica condujo a un consenso básico para la transición. Por mucho que ahora se critique, fue un logro de la clase política como ha habido pocos en nuestra historia reciente, ratificado y homologado por la acogida mundial y por ser utilizado como referente en la sustitución de muchas dictaduras, personales o de partido, en las postrimerías del S.XX.

En Alemania, en las elecciones del 2005, la aritmética electoral y la necesidad de afrontar de modo definitivo los efectos económicos y sociales negativos de la reunificación indujo a los políticos democristianos y socialdemócratas a componer una gran coalición (Grosse Koalition) entre los dos partidos históricamente antagónicos. Las reformas que la canciller Merkel nos dice que su país ya realizó y que ahora nos exige a nosotros se fraguaron en aquellos años de coalición, 2005-09 (reforma laboral, de las pensiones, etc.).

Fórmulas de colaboración entre partidos antagónicos las ha habido siempre y en todas latitudes a condición de que la gravedad de la situación lo requiriera. En España se ha dado parcialmente para el caso del terrorismo, comprometiéndose la oposición a no criticar la política gubernamental en ese sector, aunque, de hecho, sólo la izquierda la haya respetado.

La situación de España en este momento es muy grave. La crisis económica no requiere comentarios, basta con recordar los cinco millones largos de parados y que estamos pendientes de un rescate cuyas condiciones empeorarán la situación actual y no es ni mucho menos seguro que nos saque del de círculo infernal en que ha caído la deuda. La deriva soberanista en las dos comunidades con fuerte presencia nacionalista amenaza con descomponer el perfil territorial de España de los últimos quinientos años. Pero es que además es posible el contagio en otras comunidades. Hay una crisis institucional que hace tambalear a la monarquía, al Congreso, a los partidos, a los sindicatos… El desprestigio de los políticos y de la política está poniendo en cuestión el sistema mismo de democracia representativa.

Los desafíos a los que ha de hacer frente el gobierno en los próximos meses nos llena de inquietud, pero hace que se nos erice el pelo si pensamos que el gabinete actual se dispone a lidiarlos en solitario, armado de la habitual soberbia de la derecha fundamentalista, si se me permite la expresión, y esgrimiendo el arma de la mayoría absoluta, arma poderosa de saber blandirla. Sin duda su altura de miras llegará hasta ofertar a los demás que se unan al carro, pero callados, o se queden fuera, pero también en silencio, según su concepto demostrado de consenso.

He puesto ejemplos de colaboración comprometida entre contrarios, uno en la España contemporánea y otro en Alemania, protagonizado por la propia Merkel. Ambos surgieron en una situación difícil. ¿No ven los dos grandes partidos españoles de hoy la conveniencia (¿necesidad?) de ensayar uno u otro modelo, o quizás una nueva fórmula? La derecha tiene la responsabilidad de la iniciativa y de hacer posible la incorporación de los demás. El PSOE la de cerrar su crisis interna y aclarar de una vez por todas su discurso económico y territorial-identitario.

16 oct 2012

La crisis y los políticos

 El sistema económico imperante en cada momento ejerce un dominio incuestionable sobre todos los aspectos de la vida colectiva y penetra en las conciencias individuales modelando su percepción de la realidad y hasta sus éticas personales. Los políticos y las políticas posibles pueden adoptar posiciones críticas con el sistema, pueden ser más o menos reformistas, pero no está en sus manos poner en cuestión el sistema mismo. Para eso se precisa de una gran ruptura social, de una revolución, que sólo puede producirse después de una deriva histórica que haya ido socavando sus cimientos, exacerbando sus contradicciones y alumbrando los principios de nuevas estructuras económicas y sociales.
Todo el mundo está de acuerdo en calificar la crisis actual de sistémica, así que tanto la responsabilidad de los políticos, como su capacidad de superarla, son relativas. En cualquier sistema económico de los históricamente conocidos existen unas clases dominantes que sacan el máximo provecho de las relaciones de producción establecidas y que se resistirán con todos los medios a su alcance a ser desplazadas, o a que los deseos reformistas de los demás grupos pongan en peligro su estatus, esto es lo que el socialismo clásico denominó lucha de clases. Que ésta lucha de clases sea el motor de la historia, como afirma el marxismo, se debe a que su desenlace puede cristalizar un sistema económico o abrir las puertas de otro, generando un cambio  que establezca unas nuevas relaciones sociales y en los individuos una nueva percepción de la realidad, una nueva configuración de su conciencia. La política es un instrumento que puede acelerar o frenar, enturbiar o clarificar. De ningún modo decidir sin el concurso de la multitud de vectores que interactúan en nuestras complejísimas formaciones sociales.
La lucha de clases, por otra parte, es una guerra total. Pueden los grupos dominantes recurrir a la represión pura y simple puesta a su disposición por unas estructuras legales y jurídicas que son criaturas suyas, pero no descuidarán en ningún caso el arma más letal de que disponen: la ideología. Se ha dicho que “la ideología dominante [en una formación social] es la ideología de las clases dominantes”. Hay por tanto una inercia que juega a su favor y que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que los partidos que pudieran adoptar actitudes políticas reformistas son los más castigados por la opinión pública en perjuicio de los conservadores que, obviamente, aceptan y sirven sin reticencias de ningún tipo los intereses de las clases dominantes prácticamente sin disimulo.
En una situación como la actual la negación de la política y de los políticos puede tener sentido a condición de que se entrevea la alternativa de algún nuevo sistema cuyas novedosas estructuras requieran de otros instrumentos de convivencia para los que las fórmulas políticas al uso resulten obsoletas.  No hay tal. El sistema económico no está siendo cuestionado. En estas condiciones el rechazo de la política y de los políticos no es más que una válvula de escape para la indignación popular que viene de perlas para la tranquilidad de los que de verdad mueven los hilos del tinglado, que no se les caerán de las manos y, como mucho, sólo tendrán que cambiar las marionetas.
Convendría tener en cuenta que en la evolución del capitalismo moderno la relativa paz social de que se ha disfrutado se debió a las conquistas de las clases medias y medias bajas sobre el control de la política, mediante la construcción de una democracia representativa que logró implementar las disposiciones que configuraron el estado del bienestar, incorporando a las masas obreras. Por mucho que en la política se haya ido conformando un grupo o clase con intereses propios, siga siendo presa frecuente de la corrupción y se vea mediatizada por la presión de los poderosos, renunciar a ese instrumento es simplemente suicida, y, por supuesto, supone la dilapidación del esfuerzo de generaciones. El desprestigio creciente, ya alarmante, que recae sobre los políticos socava nuestra capacidad de reacción frente a la crisis y nos entrega maniatados al verdadero enemigo.
Podemos terminar con la muletilla tan frecuente en textos sagrados: el que quiera entender que entienda; o con la frase que sirve de título al artículo de J. Mª Izquierdo hoy en El País: A favor de los políticos. Y de que cambien.

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Sobre el mismo tema: …no se meta en política

11 oct 2012

Federalismo y nacionalismo


El sistema de las autonomías trabajosamente alumbrado por las Cortes fue superado, o se desbordó, nada más empezar a funcionar, de modo que lo que resultó se parece poco a lo que se diseñó y, desde luego, no cumple con aquello para lo que fue creado. Se partía de un Estado centralizado en el que para eliminar la presión de los nacionalismos vasco y catalán se optó por las autonomías, pero dibujando dos niveles, el primero de los cuales utilizaba como fundamento argumentos históricos, tal y como hacía el nacionalismo, mientras que el segundo se justificaba por una mayor eficiencia democrática. Pero muy pronto, desde el caso andaluz, los límites entre ambos se borraron como consecuencia de políticas, que yo calificaría de demagógicas, que apoyaron y amplificaron recelos populares ante lo que se interpretó como un injusto privilegio otorgado a vascos y catalanes solo por acallar la tabarra identitaria. Política que acarreó la previsible frustración de los nacionalistas que de nuevo volvían a ver su “soberanía” igualada a la de aquellos de los que, se suponía, la Constitución los iba a distinguir.

El caso es que el sistema autonómico había sido adulterado según las intenciones iniciales, y su desarrollo posterior, una vez dibujado el mapa territorial -con vergonzosas e inquietantes concesiones a los caciquismos locales (Rioja, Cantabria, Murcia…), todo hay que decirlo- consistió básicamente en una carrera a cara de perro por las transferencias y la financiación, dos cuestiones fundamentales, pero que no habían sido delimitadas con claridad, precisamente porque el sistema contemplaba diversos niveles, casi a la carta. Al fin y al cabo los nacionalismos se basan en una pretendida peculiaridad de sus gentes y territorios.

Habría que concluir que hubo mentes hábiles que lograron un diseño original, basado en lo que la 2ª República había improvisado en momentos difíciles, pero que hubiera requerido que los políticos que lo aplicaron posteriormente hubieran creído en él o hubieran tenido la honestidad de aplicarlo tal cual había sido aprobado, en lugar de intentar neutralizarlo desde el primer momento por la vía de la generalización y la nivelación. No ocurrió así y las consecuencias las sufrimos ahora.

El fracaso del sistema autonómico parece hoy cierto, como evidencia el clamor cada día más audible a favor del federalismo en la izquierda (que conquista poco a poco sectores de la derecha), a la vez que se empieza a hablar “sin complejos” de vuelta al centralismo en la derecha (que conquista, a su vez, sectores progresistas); en ambos casos como respuesta a la escalada nacionalista que tensa la cuerda hacia la independencia.

Obviamente el centralismo no es más que una marcha atrás y no busca una solución sino la negación del problema. No puede confundirse la refutación del argumentario nacionalista con la negación de la existencia de un problema nacionalista, ante el cual, se simpatice o se aborrezca, habría que proponer soluciones constructivas, no el abismo de la nada o la represión. 

Sin embargo, tanto por las manifestaciones de responsables políticos como de gentes de a pie, se me antoja que el supuesto salto adelante que debe significar el sistema federal no sería sino una reedición de lo mismo sólo que a otro nivel. Me explico. La exacerbación del nacionalismo con el Estado de las autonomías se produjo en buena parte por la generalización del sistema, cuando debería haberse reservado a las regiones en las que el sentimiento nacionalista estaba arraigado y constituía un problema político; quizás en las demás hubiera bastado con una descentralización administrativa o poco más, como estaba diseñado en la Constitución. Si el sistema federal va a traer una nueva igualación en competencias y financiación, basado en nuevos principios y con límites claramente acotados, entre todas las comunidades ya definidas en el proceso anterior, nada habremos resuelto. El nacionalismo es indiferente al federalismo, lo que necesita es que se reconozca que ellos no son una región más, sino una nación sin Estado. Así pues, sólo aceptarán estar en pie de igualdad con España, no con cada una de sus partes (regiones, comunidades…); una federación en la que los estados sean Cataluña, Euskadi, quizás alguna más y España.

¿Por qué no empezar a hablar sobre esta base, o con este horizonte?
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NOTA: escribí sobre este tema en repetidas ocasiones, pero de forma muy parecida a la actual, hace ahora dos años, en Malos tiempos autonómicos

 

8 oct 2012

Independentismo y Constitución


Como otros de su clase, la Constitución española es un texto que fue elaborado por una ponencia que lo llevó al Congreso donde pasó por una comisión y por el pleno, para después ser sometido a refrendo popular. Hay textos normativos, nos cuenta la historia, que llegaron a los sujetos para los que se elaboraron por medios más expeditivos; por ejemplo: Moisés recibió directamente de Jehová las Tablas de la Ley; lo mismo ocurrió siglos antes con el primer código escrito que se conoce, recogido por Hammurabi, rey de Babilonia, de un dios de la ciudad; por último, muchas de las disposiciones por las que se rigen los musulmanes están en el Corán, que contiene lo que el ángel Gabriel, enviado de Alá, dictara a Mahoma. Nuestra ley marco tiene un origen más vulgar y humilde pero aventaja a éstas otras en que, al ser obra humana, es reformable, incluso,  prescindible.

La Constitución es fruto de la voluntad política del pueblo español, es decir, de la mayoría de los individuos que tenemos la condición de ciudadanos de este Estado. Es obvio que su permanencia o su enmienda depende de la misma voluntad. Sacralizarla para convertirla en inamovible no es lo más conveniente que se puede hacer con ella (quizás la revisión más urgente que necesite sea la de aligerar los procedimientos para su reforma).

Los dos sistemas políticos más estables en el ámbito occidental son Reino Unido y USA. El primero carece de un documento constitucional al uso; en su lugar sólo existen algunos pactos entre la corona y el parlamento, entre los territorios que forman la unión, actas parlamentarias de diverso valor y unos usos que se respetan religiosamente como es propio en un sistema jurídico basado en el derecho consuetudinario. Por su parte, Estados Unidos conserva vigente el texto redactado a finales del XVIII, en tan sólo cuatro hojas manuscritas que contienen siete artículos (la española 169), que ha ido actualizándose por el procedimiento de añadir enmiendas (27), alguna de las cuales no pasa de cuatro o cinco líneas. La característica que salta a la vista es la parquedad normativa y la flexibilidad, peculiaridades que el tiempo ha demostrado virtuosas. No se me escapa que también EE.UU. se enfrentó a un  problema secesionista para el que no encontró una solución política, pero en su caso la secesión enmascaraba un enfrentamiento entre dos modos de vida (saldado al final a favor del capitalismo industrial), lo que no es el caso de la España actual.  

Cada país posee su idiosincrasia y la nuestra no tiene por qué ser como la anglosajona, pero deberíamos tener cuidado de que el gusto por la frondosidad y solemnidad de los textos legislativos no produjera el efecto laberinto o callejón sin salida, que con tanta frecuencia nos atenaza, ni que actúe de freno a una evolución necesaria. Pretender zanjar el debate sobre el derecho de Cataluña a la autodeterminación alegando que la Constitución no lo permite y amenazando con el Tribunal Constitucional ni favorece la convivencia ni el respeto a la Constitución y al alto tribunal, ya que, si el clamor por ese derecho es muy amplio, el problema deja de ser jurídico para convertirse en político y entonces lo que habría que hacer es ver si conviene cambiar la ley en lugar de utilizarla como escudo.

Hemos convivido con el “problema catalán” desde finales del XIX y se enfrentó siempre con mano dura (lo más frecuente) o con cierta comprensión democrática, que nunca satisfizo al nacionalismo. Era de esperar que en algún momento se planteara la cuestión secesionista. Que haya sido en coyuntura tan crítica no es casualidad: la crisis es el caldo de cultivo ideal para remover agravios políticos, reales o imaginarios, que tanto da si lo que cuenta es la percepción de los sujetos. Lo sorprendente es que en el gobierno no parezca haber esgrima ninguna, ni improvisada ni preparada, sino tan solo el parapeto de la Constitución y el espantajo del TC. Los problemas políticos requieren negociación: cuando en 1931 cayó la monarquía y en Barcelona Maciá proclamó el Estado catalán, antes incluso de que en Madrid se proclamara la República, Azaña fue a Cataluña y negoció con los nacionalistas, consiguiendo que dieran marcha atrás con la promesa de un estatuto de autonomía. Algo así esperamos de los responsables de hoy, un poco de finezza y la altura de miras suficiente para superar el sectarismo, porque ahora no es la autonomía lo que está en juego, esa baza ya se dilapidó, sino el derecho de autodeterminación.

3 oct 2012

Crisis, democracia y descentralización


En España la democracia ha ido siempre indisolublemente unida a los procesos descentralizadores del Estado, hasta el punto de que las rectificaciones centralizadoras, ante sus presuntos fracasos, se hicieron una y otra vez por vía autoritaria y desembocaron en regímenes no democráticos, cuando no en pura y simple dictadura. Cada vez que los ciudadanos consiguen ejercer su derecho a decidir surge de modo espontáneo una organización descentralizada del territorio, ya que, automáticamente, deja de ser posible acallar las manifestaciones del nacionalismo periférico.

Nada tiene de extraño esta querencia de la democracia por la descentralización para cualquiera que se moleste en el estudio desapasionado de la historia de este país y en sus condicionamientos geopolíticos; sin embargo, el modelo centralista de organización del poder ha sido tan persistente y reiterativo entre nosotros como fugaces y excepcionales los periodos democráticos. Al fin y al cabo sólo la democracia garantiza el respeto a las minorías, nacionalistas o de cualquier otra índole.

La 1ª República (1873-74), la 2ª República (1931-39) y la Transición democrática (1978…) son los tres momentos en que se alcanzó en España un régimen democrático. El primero, con un experimento federal, termina cuando un destacamento de la Guardia Civil asalta el Congreso y da paso a un régimen parlamentario oligárquico que no se democratiza ni cuando formalmente aprueba el sufragio universal (masculino, naturalmente) y que recuperó el centralismo al que puso la guinda de la supresión de los fueros vascos. El segundo se inicia con la proclamación del Estado catalán, aprueba los estatutos de Cataluña, País Vasco y Galicia, terminando con el golpe militar que entregó el poder absoluto a Franco, que los arrojó a la papelera. El tercero tuvimos la fortuna de que perdurara hasta nuestros días, o el buen juicio y la habilidad de mantenerlo vivo hasta hoy. Profundizó el modelo autonómico de la 2ª República y lo generalizó; pero, en este momento, con el aliento de la crisis, se pone en cuestión su origen (la transición), la forma del Estado (la monarquía), su estructura territorial y hasta la propia existencia de la nación española, sin excluir la democracia representativa en que se fundamenta.

Nadie ignora que las crisis económicas se convierten en crisis políticas cuando son profundas y persistentes. Cualquier aficionado a la historia sabe que en los años anteriores a toda conmoción revolucionaria se detectan siempre crisis económicas profundas. La actual es de tal envergadura que nada tiene de extraño que se cobre tributos políticos y el definitivo puede ser nada menos que el régimen que salió de la Transición, del que nos hemos enorgullecido hasta ahora. Lo que nos alarma a los que fuimos protagonistas de aquel proceso no son los cambios o su aceleración (el cambio es el combustible del progreso), sino que el paisaje al que desemboquemos se parezca a aquel del que salimos en los setenta (reedición del centralismo a costa de conquistas democráticas), o que nos resulte tan poco familiar que nos sea penoso acomodarnos en él (caso de una secesión catalana y/o vasca). Naturalmente, el zarandeo al régimen democrático, la crisis de las instituciones y de los principios y valores que le dan carne tenía que traer un tira y afloja suicida sobre si nos pasamos con las autonomías o si fueron un parche sólo superable con la secesión. Como en la elaboración de ciertas salsas cuyos elementos se mantienen en suspensión, una manipulación inadecuada los ha separado mostrándonos lo peor de cada uno.

La polémica sobre el derecho a la autodeterminación se ha abierto francamente y, de momento, en un esfuerzo por aparentar serenidad, gira en torno a si hemos de priorizar lo jurídico o lo político, y sobre si la separación conviene o no económicamente a unos o a otros; pero, creo que esto es secundario porque lo que está cobrando protagonismo y adquiriendo mucha más fuerza que los argumentos son los sentimientos: frustración, fobias, rencor, envidia, desprecio, miedo… estimulados por el populismo y la demagogia, que en tiempos como los presentes proliferan como la mala hierba. Y todos sabemos que en el terreno de las pasiones los argumentos tienen la firmeza de una hoja que arrastre el viento. Decía Hobsbawm (recién fallecido) en La invención de la tradición: «El estudio intelectual de la política y la sociedad se vio transformado por el reconocimiento de que fuera lo que fuera lo que mantenía unidas a las colectividades humanas no era el cálculo racional de sus elementos individuales.».