Con frecuencia la
difícil tarea de los historiadores consiste en identificar y arrancar del
camino de la investigación mitos y adherencias indeseables, que perduran siglos. Una labor sólo comparable a
la de Sísifo, que, castigado por los dioses a causa de su impiedad se vio
obligado a empujar por una montaña una roca que, antes de
llegar a la cima, volvía a rodar hacia abajo para tener que subirla de
nuevo. Al fin y al cabo la fabulación es tan inseparable de la condición humana
que puede constituir la diferencia fundamental respecto a la animalidad, el
catalizador que hace posible la creación de cultura y, por ende, de la historia(1).
Desde que en
algún momento irrumpió en nuestra mente la razón, el mandato de empujar la roca
hasta la cima, no hacemos sino desbrozar el camino de fábulas, si bien es
verdad que crecen otras nuevas casi al mismo ritmo. Seguramente sólo hemos
expurgado aquellas más evidentes, elementales o envejecidas que comienzan a
despertar incredulidad y por tanto ineficaces ya (la eficacia del mito se basa
en su aceptación general); así pues el fenómeno al que se refiere el cuento de Sísifo,
significará que la identificación y voladura de los mitos es tarea inacabable.
Asumámoslo. Al fin y al cabo, eso sí, somos convictos y confesos de impiedad.
Precisamente uno
de los mitos históricos que comienza a ser puesto en cuestión es el modo cómo
se cuenta el nacimiento y expansión del islam y, lógicamente, la invasión (711)
y conquista de la península ibérica. Al respecto dice la hispanista francesa
Rachel Arié que «el relato de la
conquista del noroeste de África y de España pertenece más a la tradición
religiosa que a la historia»(2), evidenciando su carácter
legendario. En palabras del arabista González Ferrín(3) ‒el investigador
que ha planteado más claramente la necesidad de una revisión completa‒ encontramos
mayores precisiones sobre las dudas que plantea la versión tradicional: «No resulta convincente ‒al no haber pruebas
al respecto‒ que el Islam ‒civilización‒ se expandiese por el Mediterráneo a
requerimiento, o en paralelo, al islam ‒religión‒ por la fuerza de las armas y
a las órdenes de determinados califas. En este punto se centra nuestra visión
historiológica de la cuestión, que pretende desestimar el concepto clásico de
conquista. Sin embargo, y dado que tanto el Islam como el islam se expandieron
desde Europa ‒Al-Andalus y Sicilia‒ hasta, al menos, Indonesia, forzoso resulta
plantear una explicación alternativa, dado que la mera negación del
procedimiento comúnmente asumido no conlleva en sí una explicación plausible.
Negando, no explicamos. Otra cosa es que tengamos siempre las de perder, ya que
la explicación mítica siempre resulta más clara ‒para eso surge un mito,
precisamente‒»
La casi
inexistencia de fuentes primarias de un periodo especialmente oscuro y
complejísimo ha permitido que la historiografía tradicional haya recurrido y
aceptado en lo fundamental el relato simple de la expansión militar impulsada
por la nueva fe que cuentan las fuentes (secundarias) árabes ‒aunque tengan más
de apologética religiosa que de crónica histórica‒, después de haber sido
expurgadas de fantasías flagrantes que repugnaban al espíritu más científico de
los historiadores occidentales; con todo, ninguna de ellas se acerca menos de
un siglo a los hechos y todas tienen el mismo aspecto de instrumento
propagandístico, de un arma más en la lucha expansiva del islam, justificando
la increíble facilidad en la conquista por el favor de Dios. Narración no más creíble que aquella bíblica en la que un fantasmal pueblo judío sale del desierto por donde había vagado cuarenta años para masacrar y ocupar las tierras de Canaán, derribando las murallas de sus ciudades a golpes de trompeta por la gracia del Señor y para cumplir su promesa. Ficción asumida como historia por millones de seres durante milenios, y que aún hoy sirve de mito fundacional al Estado de Israel y de justificación a sus política genocidas contra los palestinos.
Es más, las escasísimas
fuentes primarias tampoco confirman la tesis tradicional. Un ejemplo
significativo: Juan Damasceno (+750) intelectual y escritor en griego,
perteneciente a la elite de Damasco en el momento en que supuestamente es la
capital del imperio omeya «no acierta a reconocer al Islam como tal, ni siquiera sabe qué
pueda ser el Corán, por más que sabe quién es Mahoma, al que incluye en su
relación de herejías destacadas, en el libro La fuente del conocimiento»(4).
Cita el libro de la Vaca, que como sabemos es una sura del Corán,
como uno de sus numerosos(?) escritos, lo que indicaría que la compilación del
texto sagrado islámico no estaba concluida aún en 750. Todo eso cuando, según las fuentes árabes, los musulmanes habían
llegado triunfantes a los Pirineos después de engullir todo el norte de África
y la Península Ibérica y se había enfrentado al Reino Franco en Poitiers, supuestamente
bajo el mando de los califas de Damasco y la guía del Corán.
Obviamente esta historia no está escrita aún o hay que escribirla
de nuevo.
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(1)Noah Harari, Sapiens.
De animales a dioses. Debate. Madrid, 2014
(2)Arié, Rachel (1984), España musulmana (siglos VIII-XV). Barcelona: Labor, Historia de
España III.
(3)Emilio González Ferrín, 711 – Historiología de una conquista. Aparte este pequeño trabajo es
en Historia general de Al-Andalus. Almuzara,
2006 y en La angustia de Abraham.
Almuzara, 2013 donde expone sus tesis con amplitud.
(4)Ibid.