El nacionalismo es una ideología. Sólo tiene que ver con el sentimiento nacional porque es excitándolo como obtiene adhesiones. Como doctrina establece que la nación es un hecho originario que precede a la comunidad política, así que no hay comunidad política bien establecida si no coincide con los límites de una nación previa. Es decir, que todo poder ha de corresponderse con una nación y, sobre todo, ha de dedicarse a reinventarla a diario, creando una red de valores y obligaciones que el gobierno ha de promocionar y los ciudadanos aceptar (lo que el pujolismo llamaba crear nación). Valores y obligaciones que se sitúan fuera y por encima del debate y el consenso: se pertenece a una nación porque se ha nacido en ella, de lo que se deriva que rechazar es traicionar, como renegar de la propia familia. Por eso gusta de presentarse como algo natural, de sentido común; aunque, nada hay menos natural y más alejado del sentido común que la excitación del sentimiento nacional para imponer una ideología confundiendo a ambos (sentimiento e ideología) y enredando al personal.
Cuando a partir del XVII los monarcas soberanos empezaron a perder sus cabezas a manos de súbditos empoderados como ciudadanos, la soberanía, huérfana, encontró nuevo hogar en la “nación”, sea lo que sea lo que esto significara. Los poderes se apresuraron a llenarla de contenido, a construirla, a recrear y pulir sus orígenes situándolos en la noche de los tiempos, cuanto más de madrugada mejor, con mucha imaginación y algún pergamino que otro. A dotarla de símbolos y rituales no menos venerables, avalados por la historia recién acomodada para tal fin. El éxito fue espectacular. En cuatro oleadas sucesivas: americana (descolonización inglesa y española), unificadora (Alemania, Italia), disgregadora (Austria, Turquía) y creadora o inventora (2ª descolonización, s. XX) el Mundo se convirtió en un agregado de naciones.
Ni el liberalismo ni el marxismo se sentían felices con el nacionalismo. El primero por el ninguneo al individuo que prácticamente desaparece ante la inmensidad del colectivo nación; el marxismo porque lo considera una treta de la burguesía para minimizar a los únicos colectivos con sustancia real: “la clase”, que traspasa las fronteras («Proletarios del Mundo, uníos»). Pero unos y otros han acabado, o comenzado, transigiendo: para los liberales fue un pecadillo, por supuesto perdonable, de los hazañosos padres regicidas; la izquierda porque a la larga la nación resultó más atractiva, con más color, y porque la mejora de las condiciones económicas diluyó lentamente la conciencia de clase (¿otra artimaña burguesa?), o quizás porque si el izquierdismo es la enfermedad infantil de las gentes de izquierdas (Lenin dixit) el nacionalismo podría ser su enfermedad senil.
Así que el nacionalismo, que debería oler a rancio, está otra vez de moda. Lo han traído la reacción, ese impulso que nos empuja a dar dos pasos atrás por cada uno adelante, y la constatación, desconcertante para los ingenuos, de que la globalización no era el paraíso sino una estación más con sus pasos a nivel, sus vías muertas, sus ruidos y sus peligros. Y ya está el lío montado: la izquierda confundiendo el futuro con el pasado y leyendo progreso donde pone regreso, la derecha descubriendo pruebas de la nación en el pasaporte de Argantonios, y los otros un relicario con el retrato de Puigdemont entre las cosas de Wifredo el Belloso, perdón, de Guifré el Pilós, quise decir.
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