En El Capital, y en otras obras, Marx analizó las contradicciones internas del capitalismo que, a la postre, auguraba, habrían de acabar con él. El mensaje revolucionario que creó consistía en acelerar y provocar el colapso. Entendía que sin el concurso revolucionario de los trabajadores el sistema podría orillar sus contradicciones más graves y perpetuarse evolucionando en una dirección no prevista. Al fin, es lo que ocurrió: la revolución, que tendría que haber sido universal, se produjo sólo en la periferia del sistema –la Rusia semifeudal del 17 y la China agraria del 49–, dando lugar a una caricatura del comunismo que después de enquistar durante seis decenios acabó por implosionar. No resistió el contacto con un capitalismo renovado que había logrado aunar un crecimiento espectacular con la elevación del nivel de vida de los trabajadores, entre los que la conciencia de clase se diluyó. La libre competencia en el mundo occidental generaba un crecimiento tecnológico y de la productividad que al comunismo burocrático del Este se le hacía imposible alcanzar a golpe de decreto.
El colapso inevitable del “socialismo real” produjo el desconcierto en la izquierda, de hecho ya confundida desde hacía tiempo por las insuficiencias democráticas del sistema y por los éxitos del capitalismo. En realidad el capitalismo con la “ayuda” de la presión sindical y del reformismo socialdemócrata había logrado una síntesis que lo situó en un nuevo nivel.
Las contradicciones, sin embargo, subsistieron, transformadas unas, enmascaradas otras, agravadas algunas: hemos visto como las finanzas se han apoderado del control de la economía operando con ubicuidad desde cualquier punto del Planeta, mientras las industrias emigran al Tercer Mundo donde hoy reside el nuevo proletariado, tan desprotegido como en los peores tiempos de la revolución industrial; los trabajadores del centro, transmutados en clases medias, han asumido la ilusión de haber superado la explotación, pero conviven con un lumpen subsidiado y masas de inmigrantes desarraigados, desclasados y sin derechos; la concentración del capital sigue su curso, creando corporaciones gigantescas mediante absorciones, fusiones y opas que cuestionan la autonomía y la propia existencia de los estados; la producción creciente impone un consumismo acelerado que desafía el equilibrio natural del Planeta agotando recursos irremplazables y degradando y contaminando el medio de modo probablemente irreversible.
La crisis sobrevenida en el momento en que parecía que nada ni nadie podría detener la maquinaria triunfal del capitalismo ha puesto en cuestión su fortaleza, su coherencia y sus procedimientos. Por un momento han vuelto a sonar en los foros económicos los nombres de Keynes y hasta de Marx y Engels, y, sin embargo, la izquierda política no se ha distinguido en nada sobre las soluciones a aplicar, e incluso está siendo derrotada en los comicios en todas partes por un electorado que confía más en la derecha para que lo saque de la depresión; la única izquierda que parece prosperar es el penoso populismo latinoamericano y el P.C.CH en funciones de trader. Nadie parece esperar ni desear una alternativa real. Ante tal situación, sin duda, el capital tomará nota, como ha hecho tantas veces en condiciones mucho peores, y aplicará algunas reformas que hará que a la recuperación de la actividad nos encontremos con un sistema, que será el mismo, pero que el lavado de cara sufrido nos permitirá aplicarle algún calificativo novedoso, y otra vez la locura.
Sin duda la izquierda seguirá teniendo un papel, pero en poco parece que se vaya a diferenciar del de los últimos años; es decir, un papel subsidiario, tocando poder de vez en cuando, aquí y allá, faltaría más; con programitas sociales que bien podrían basarse en la Rerum novarum, y alguna cuestión sobre costumbres, entreverada de derechos, que resultan tan espectaculares: escandalizan a los de enfrente y entusiasman a los de acá.
¿Cabe esperar algo más? Quizá no. El personal no parece demandar gran cosa en este sentido y en este momento, a pesar de que los tiempos son recios, que diría un clásico. ¿Tenemos pues la izquierda que nos merecemos? Probablemente sí. La verdad es que últimamente había abandonado incluso el papel de mosca cojonera… el capital hasta había dejado de mover el rabo… Algunos nos daríamos con un canto en los dientes porque lo recuperara.
Bueno, es un futuro.
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