24 jul 2009

Locura y religión


Recuerdo haber leído de niño una biografía de Juana de Arco. Todavía conservo nítida en mi memoria la imagen de una de las ilustraciones del libro en la que Juana desenmascaraba ante la corte francesa la burla que habían querido hacerle presentándola ante un cortesano que suplantaba la personalidad del príncipe Carlos: “¡Oh, no! Vos no sois el Delfín”, rezaba el pie del dibujo, como expresión indignada de la Doncella de Orleans. Éste y otros sucesos milagrosos, especialmente voces de diversos santos que le indicaban lo que había de hacer marcaron su trágica epopeya. Unos la tomaron por santa y la siguieron ciegamente, otros la consideraron bruja, poseída por el demonio, y acabaron enviándola a la hoguera; posteriormente, por las especiales circunstancias del suceso se convirtió en un símbolo patriótico de los franceses. Hoy, cualquier persona informada de los entresijos de la mente no dudaría en considerarla un caso de alteración neurológica y/o esquizofrenia.

La historia de las religiones ha aportado una ingente cantidad de dementes, individuos con taras psíquicas, a veces invalidantes, que han influido decisivamente en ellas, cuando no han sido sus propios creadores. Una lectura de la Biblia nos conduce a la inevitable conclusión de que la totalidad de los profetas mayores hubieran pasado por el manicomio, de ser otros los tiempos. Pablo de Tarso descubrió a Cristo camino de Damasco como consecuencia de una crisis histérica, con alteraciones sensoriales (pérdida temporal de la vista) incluidas; un caso de libro. Nos han quedado testimonios reveladores de la sintomatología que sufría Mahoma cada vez que era objeto de revelaciones por la intermediación del arcángel Gabriel, lo que no deja muchas dudas para un diagnóstico objetivo, al margen de la fe.

En las religiones reveladas sus profetas, sus predicadores, incluidos Jesús y Mahoma, solían entregarse durante un tiempo al ayuno en lugares desérticos (generalmente 40 días; por encima de esa cifra el organismo corre serio peligro de colapsar) en busca de no se sabe bien qué verdades o revelaciones (en esa situación Jesús fue tentado espectacularmente por el demonio y Mahoma recibió las primeras visitas del arcángel). Lo cierto es que en tales condiciones carenciales la mente está en la mejor situación para producir febriles alucinaciones, en ningún caso verdades de ningún tipo. Para eso se requiere un cerebro bien nutrido y libre de estrés o angustias de conciencia; desde luego, el desierto con una alimentación de insectos y otras sabandijas no es el mejor de los medios. Sin embargo, la historia nos muestra que tal práctica tuvo gran predicamento en el cristianismo, islamismo, hinduismo, etc. y se extendió a simples seguidores, como procedimiento para hacer méritos, pero también para lograr el “verdadero conocimiento” y la comunicación con la divinidad. El resultado no es la clarividencia, como creían, sino la demencia, como sabemos hoy. El procedimiento recuerda a los médicos antiguos que aplicaban sangrías a los pacientes induciéndoles un estado de debilidad añadido a su enfermedad con resultados a veces fatales.

Nuestros días viven momentos de cierto desprestigio de las iglesias y los credos religiosos (algunos), lo que ha desviado la atención de los que sufren esas alteraciones hacía otros ámbitos: ocultismo, esoterismo, adivinación, videncia, extraterrestres, etc. Por eso, quizá, tenemos la sensación de que son cosas del pasado, aunque a diario estemos sometidos a la influencia, a veces pesada y dura, de lo que engendraron aquellas mentes.

La ignorancia sobre las enfermedades mentales justifica que en la antigüedad se considerara que los afectados estaban en relación con la divinidad o las fuerzas demoníacas. En nuestro tiempo carece de toda lógica que sigamos callando sobre estas evidencias, haciendo el juego al oscurantismo y la superstición, con el silencio de los expertos. ¿O es que los expertos dejan de serlo cuando se interpone la fe?



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ILUSTRACIÓN: Juana camino Reims. Nantes. S:XV
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