Como otros de su clase, la
Constitución española es un texto que fue elaborado por una ponencia que lo
llevó al Congreso donde pasó por una comisión y por el pleno, para después ser
sometido a refrendo popular. Hay textos normativos, nos cuenta la historia, que
llegaron a los sujetos para los que se elaboraron por medios más expeditivos;
por ejemplo: Moisés recibió directamente de Jehová las Tablas de la Ley; lo
mismo ocurrió siglos antes con el primer código escrito que se conoce, recogido
por Hammurabi, rey de Babilonia, de un dios de la ciudad; por último, muchas de
las disposiciones por las que se rigen los musulmanes están en el Corán, que
contiene lo que el ángel Gabriel, enviado de Alá, dictara a Mahoma. Nuestra ley
marco tiene un origen más vulgar y humilde pero aventaja a éstas otras en que,
al ser obra humana, es reformable, incluso,
prescindible.
La Constitución es fruto de la
voluntad política del pueblo español, es decir, de la mayoría de los individuos
que tenemos la condición de ciudadanos de este Estado. Es obvio que su
permanencia o su enmienda depende de la misma voluntad. Sacralizarla para
convertirla en inamovible no es lo más conveniente que se puede hacer con ella
(quizás la revisión más urgente que necesite sea la de aligerar los
procedimientos para su reforma).
Los dos sistemas políticos más
estables en el ámbito occidental son Reino Unido y USA. El primero carece de un
documento constitucional al uso; en su lugar sólo existen algunos pactos entre
la corona y el parlamento, entre los territorios que forman la unión, actas
parlamentarias de diverso valor y unos usos que se respetan religiosamente como
es propio en un sistema jurídico basado en el derecho consuetudinario. Por su
parte, Estados Unidos conserva vigente el texto redactado a finales del XVIII,
en tan sólo cuatro hojas manuscritas que contienen siete artículos (la española
169), que ha ido actualizándose por el procedimiento de añadir enmiendas (27),
alguna de las cuales no pasa de cuatro o cinco líneas. La característica que
salta a la vista es la parquedad normativa y la flexibilidad, peculiaridades
que el tiempo ha demostrado virtuosas. No se me escapa que también EE.UU. se
enfrentó a un problema secesionista para
el que no encontró una solución política, pero en su caso la secesión
enmascaraba un enfrentamiento entre dos modos de vida (saldado al final a favor
del capitalismo industrial), lo que no es el caso de la España actual.
Cada país posee su idiosincrasia
y la nuestra no tiene por qué ser como la anglosajona, pero deberíamos tener cuidado
de que el gusto por la frondosidad y solemnidad de los textos legislativos no
produjera el efecto laberinto o callejón sin salida, que con tanta frecuencia
nos atenaza, ni que actúe de freno a una evolución necesaria. Pretender zanjar
el debate sobre el derecho de Cataluña a la autodeterminación alegando que la
Constitución no lo permite y amenazando con el Tribunal Constitucional ni
favorece la convivencia ni el respeto a la Constitución y al alto tribunal, ya
que, si el clamor por ese derecho es muy amplio, el problema deja de ser
jurídico para convertirse en político y entonces lo que habría que hacer es ver
si conviene cambiar la ley en lugar de utilizarla como escudo.
Hemos convivido con el “problema
catalán” desde finales del XIX y se enfrentó siempre con mano dura (lo más
frecuente) o con cierta comprensión democrática, que nunca satisfizo al
nacionalismo. Era de esperar que en algún momento se planteara la cuestión
secesionista. Que haya sido en coyuntura tan crítica no es casualidad: la
crisis es el caldo de cultivo ideal para remover agravios políticos, reales o
imaginarios, que tanto da si lo que cuenta es la percepción de los sujetos. Lo
sorprendente es que en el gobierno no parezca haber esgrima ninguna, ni
improvisada ni preparada, sino tan solo el parapeto de la Constitución y el
espantajo del TC. Los problemas políticos requieren negociación: cuando en 1931
cayó la monarquía y en Barcelona Maciá proclamó el Estado catalán, antes
incluso de que en Madrid se proclamara la República, Azaña fue a Cataluña y
negoció con los nacionalistas, consiguiendo que dieran marcha atrás con la
promesa de un estatuto de autonomía. Algo así esperamos de los responsables de
hoy, un poco de finezza y la altura
de miras suficiente para superar el sectarismo, porque ahora no es la autonomía
lo que está en juego, esa baza ya se dilapidó, sino el derecho de
autodeterminación.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, excelente artículo.
Publicar un comentario