Los Estados modernos se
mantienen por la voluntad de los individuos y por una inercia histórica e
institucional nada despreciable. Algunos pueden tener su origen en un pasado
lejano, herederos de construcciones políticas que nada tenían que ver con la
voluntad de las personas, caso de las monarquías medievales en las que
entroncan muchos Estados europeos de hoy (Francia, España, Reino Unido…); otros
son producto de la fiebre nacionalista de los siglos XIX y XX, agregando
territorios procedentes de formaciones del Antiguo Régimen (Alemania, Italia…)
o segregándolos (Chequia, Hungría…); en otros continentes muchos proceden de
territorios coloniales cuyos límites se trazaron arbitrariamente o siguiendo
los intereses de las metrópolis y con ignorancia palmaria de las realidades
locales. Los sentimientos nacionalistas, que dan cohesión a unos y erosionan a
otros, se han ido fraguando a veces a lo largo de generaciones, otras han sido
el motor de su creación o, por último, han sobrevenido con posterioridad a la
construcción estatal por caminos inesperados y tortuosos.
No hay un modelo sino muchos.
Pero, en última instancia, lo único que para una mentalidad moderna y
democrática justifica la existencia de cualquier Estado es la voluntad de los
ciudadanos. El sentimiento nacionalista puede ayudar o estorbar la formación de
esa voluntad, pero no es condición para nada. De lo primero se deduce el
derecho de autodeterminación. Como concepto, como principio teórico, todos
podemos aceptarlo. La cuestión es cómo y cuándo aplicarlo.
La Carta de las Naciones Unidas lo
reconoce como un derecho de los pueblos. Sin embargo, cualquier principio se
tambalea sin el sostén de la realidad concreta. Su redacción tuvo lugar justo
en el momento en que, agotado el ciclo colonial y cuando se imponía la hegemonía
de EE.UU., triunfaba una nueva estructura mundial de acuerdo con reglas
económicas, políticas y estratégicas acordes con los intereses de la gran
potencia. En la Carta el derecho de autodeterminación está en relación con los
pueblos sometidos a control colonial o a dominio no democrático; en absoluto se
refería a regiones con aspiraciones secesionistas en Estados legítimamente constituidos;
antes bien, en otro lugar, defiende nítidamente su integridad territorial.
Cuenta Solé Tura en Nacionalidades y nacionalismos en España
(Alianza Editorial. 1985) que cuando se discutía la Constitución en comisión,
el diputado vasco Letamendía presentó una enmienda por la que se establecería
un procedimiento para que las comunidades autónomas que lo desearan pudieran
abrir un proceso de autodeterminación y, en su caso, acceder a la independencia.
A la hora de la votación los diputados catalanistas y socialistas se ausentaron
evitando así pronunciarse. De la anécdota deduce las diferentes concepciones
del principio de autodeterminación en las distintas opciones políticas: 1) La
derecha puede aceptarlo teóricamente pero hace caso omiso de él en la práctica;
2) los nacionalismos moderados de origen burgués lo defienden y exhiben para mantener la llama reivindicativa pero en
la práctica rehúsan utilizarlo para un proceso secesionista, manteniéndose en
una ambigüedad calculada; 3) la izquierda (PCE, PSOE) lo asume como principio
democrático y como medio para derrotar legítimamente al separatismo, al que perciben
como una perversa consecuencia del nacionalismo; 4) la extrema izquierda y el nacionalismo
radical lo defienden como un principio irrenunciable al margen de las
condiciones concretas que se presenten y
las consecuencias que entrañe. De la casuística se desprende que la clave del equilibrio está en el centro izquierda.
Desde que Solé Tura escribiera
su ensayo la situación ha cambiado sustancialmente. Las autonomías han
completado su proceso de maduración, desbordando los límites diseñados por los
congresistas constituyentes al generalizarse el tipo máximo reservado en
principio para las regiones con fuerte reivindicación nacionalista. La reacción
en Cataluña y Euskadi fue el aumento en la presión por el avance en el proceso autonómico,
lo que se ha visto frustrado sucesivamente (plan Ibarretche, reforma del Estatuto
Catalán) con argumentos constitucionalistas, con lo que la carta magna ha
pasado de ser el texto que hacía posible la autonomía a ser la barrera que
impide la realización del sueño nacionalista. De aquí se ha seguido una
radicalización de las posiciones: la concepción ultranacionalista se ha ido
infiltrando en el nacionalismo moderado, a la vez que la derecha centralista lo
demoniza cada vez con más convicción. La postura de centro izquierda se ha
debilitado lamentablemente: el PSUC desapareció y sus herederos son
irrelevantes, mientras el PSC amenaza con romper lazos con el PSOE por el
debate interno, que no resuelve el desesperado recurso a un federalismo plagado
de ambigüedades.
Así, la ciudadanía catalana sufre
los embates del populismo nacionalista; la indignación por los efectos de la
crisis económica, que, explicada como resultado de una supuesta expoliación
fiscal, permite volver las iras contra Madrid; la frustración por la reforma
del Estatuto, amén de la eterna polémica sobre la lengua y la sensación de
sentirse poco queridos en el resto de España. Sólo la convicción de que el
camino será arduo en la Península y en Europa tras una posible secesión, más la
reacción de aquellos que aún se sienten españoles podrá poner fin a esta
aventura, que, en todo caso, tendrá largas consecuencias.
Sea cual sea el desenlace del
conflicto, al final habremos tenido la oportunidad de aprender un poco más
sobre que los principios, por grandes que sean, no pueden aplicarse con olvido de
la realidad concreta; entre otras razones porque también ellos son hijos de las
circunstancias. Además, y porque las mayorías pueden ser coyunturales, ignorar
las fuerzas de la inercia, a las que aludía arriba, conduce a un descalabro ineludible.
1 comentario:
Un gran artículo, como todos los que nos traes. Desconocía lo de Solé Tura, que me ha impresionado gratamente, y comparto tu percepción final...
Un cordial saludo
Mark de Zabaleta
Publicar un comentario