En la toma de decisiones de todos los individuos la
racionalidad juega un papel más bien modesto, son las emociones las que nos
impulsan. A posteriori tratamos luego de justificar lo hecho con toda suerte de
argumentos racionales, tanto más sofisticados y ajustados a la cuestión cuanto
más nos las demos de intelectuales y racionalistas. El resultado podemos situarlo
después como causa de la acción sin que se nos mueva un músculo de la cara. En
realidad la razón lo que tiene es prestigio (nos definimos como animales
racionales), pero, en la práctica, mucho más éxito como coartada que como motor
o guía efectiva. Por eso hay tanta distancia entre predicar y dar trigo, tantas
grietas en eso que llamamos coherencia, o sea, concordancia entre el discurso,
interno o externo, y el camino que realmente transitamos. Casi todo el esfuerzo
intelectual se nos va en disimular distancias y encubrir grietas.
En todo episodio de democracia directa nos enfrentamos en
soledad con la necesidad de decidir. Sin filtros que limen aristas o detengan
los grumos de nuestra emocionalidad, nada que tamice y depure la razón
objetiva. Una orgía de libertad, en la que hasta la conciencia nos parece ajena,
un testigo incómodo, y nos tienta y, frecuentemente nos puede, la idea de
ignorarla. Al fin decidimos lo que nos dicta lo más íntimo de nuestro ser que,
salvo excepciones, resulta ser impredecible, a veces impresentable, porque
obedece a instintos y emociones cuyo origen y naturaleza desconocemos; el
inconsciente es así de taimado.
De hecho la historia sólo registra un experimento de
democracia directa, la Atenas clásica, que fue breve (en sentido estricto
apenas cuarenta años); pero lo más decepcionante es que, mientras funcionó, ni
siquiera se planteó extender los derechos de ciudadanía más allá de los varones
adultos nacidos libres en la ciudad (aproximadamente un 10% de sus habitantes).
La libertad era un privilegio que ninguno de sus usuarios estaba dispuesto a
generalizar si no deseaba poner en peligro intereses propios. Un chocante
conservadurismo en un régimen tan revolucionario. Pero tenemos otros casos: el
país que hoy hace más uso de la democracia directa, Suiza, fue el más reticente
a la hora de aceptar algunos derechos básicos, como el sufragio femenino, hasta
el punto de acercarse a las puertas del siglo XXI con una legislación
discriminatoria vergonzante para un Estado occidental.
En la actualidad la democracia, ya sin relación alguna con
la ateniense que es sólo un referente simbólico, se ha extendido por el mundo y
goza de un prestigio ganado a base de convertir en ciudadanos con derechos a
millones y millones de hombres, mujeres y niños (sin excepciones). Pero, se
trata siempre de una democracia indirecta, con toques de intervención directa.
En ella los partidos, si están sanamente constituidos, viven un debate
permanente que les permite elaborar proyectos políticos depurados, racionales; además
la intermediación entre electores y elegidos, entre el usuario del voto y la
ley, modera impulsos nacidos de circunstancias puntuales, permite ejercer no
sólo de correa de trasmisión de los deseos de las bases sino también de vanguardia
y aplicar cierta pedagogía política. El primer parlamento de la República
española aprobó, no sin vacilaciones, el sufragio femenino, que posiblemente se
hubiera rechazado en un referéndum, como ocurrió repetidamente en Suiza.
La asamblea es el instrumento básico de la democracia
directa. Sea presencial o virtual, como permite la tecnología hoy, adolecerá de
cierta volubilidad porque sus miembros no son permanentes, de hecho varían de
una sesión a otra y no se sienten responsables de decisiones anteriores. En
circunstancias excepcionales la concurrencia puede ser óptima pero pronto
decaerá y al final incurrirá en la incoherencia de que las decisiones las tomen
unos pocos que sólo se representan a sí mismos. Por otro lado, la asamblea es
un caldo de cultivo ideal para el caudillismo, que, si prospera, y establece
esa conexión mística característica entre el líder y las masas, acabará por
convertirse en plataforma para corear eslóganes, difundir consignas, y
ritualizar el sistema. Eso sí, los presentes vivirán momentos inolvidables donde
se palpará la fraternidad y las más profundas emociones solidarias con el prójimo
(del latín proximus) con el que se
siente un todo (pueblo, gente),
siendo sólo una parte, y desprecio por los demás, vistos como casta,
explotadores, trama, cipayos, en suma, enemigos del pueblo). El problema es si
tal es el medio ideal para diseñar un proyecto político que afectará a todos
los ciudadanos o, por el contrario, es justo el que se debe evitar.
En una situación así los partidos se ven como un obstáculo
para el ejercicio democrático y el líder que espera conectar directamente con
el ‘pueblo’, la ‘gente’ no dudará en halagar hasta sus sentimientos más
reaccionarios con tal de ganar su favor. Eso permite que un mandatario que milita
el comunismo troskista condecore
una imagen de la Virgen del Rosario y su grupo reivindique tal despropósito
alegando que las
vírgenes son del pueblo, no de la Iglesia (¡!).
Lo mejor de la democracia es que nadie está completamente
satisfecho con ella, lo que incita a un perfeccionamiento permanente, que es su
estado natural. Quien crea que tiene la solución perfecta es que es un ingenuo…
o un tramposo. Cuidado.
2 comentarios:
Gran reflexión ...
Magnífico, me ha encantado. No mencionas al Coletas porque tu descripción eran tan nítida que lo hace innecesario.Lo que más me gusta es el razonamiento que haces sobre la "irracionalidad" del voto de "la gente" o su emocionalidad. ¿Explica esto el Brexit y al Trump?
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