Dicen los diccionarios que politiquear es hacer política con
superficialidad o en beneficio propio, y también hacer política de intrigas y
bajezas. Eso es lo que nos harta, el polítiqueo, no la política. La tentación
es fuerte y podríamos decir que pocos, muy pocos políticos, se han mantenido
siempre ajenos a las tácticas y estratagemas del polítiqueo; la carne es débil.
Es decepcionante en cualquier caso, pero resulta insoportable cuando es la
regla y la excepción la política. En esas estamos. Extraer un gramo de política
de un océano de politiqueo es tarea ardua, pero es lo que nos toca cada vez que
intentamos un análisis honesto de las acciones e intenciones del mundo de la
cosa pública.
Hacer política con superficialidad y en beneficio propio es,
por ejemplo, que la socialdemocracia, o sea el PSOE, se oponga a estas alturas al CETA (tratado de
libre comercio entre la UE y Canadá). Superficialidad porque hasta ahora todas
las manifestaciones oficiales u oficiosas del partido le eran favorables, de lo
que cabía inducir que la postura era producto del debate interno; porque para
justificar la nueva posición no se dan razones sustentadas en datos que
contenga el tratado sino especulaciones extraídas del repertorio
antiglobalización que lo mismo se emplean para un roto que para un descosido y
un tanto manidas ya. En beneficio propio porque sólo parece obedecer al
tacticismo, a saber, cerrar la vía por donde el partido pierde un chorro de
militantes seducidos por el populismo, acercándose a sus espejismos en lugar de
practicar la pedagogía que se espera de una organización de vanguardia; porque
el nuevo secretario general parece esperar la consolidación de su posición en
el partido marcando distancia con la antigua dirección y guiñando de nuevo a
las bases que lo auparon; porque la nueva postura nada tiene que ver con los
intereses de España, de la UE o de la gente, mientras no lo demuestren.
La globalización es un hecho imparable. La historia de los últimos
siglos ha esbozado caminos para el futuro que no se pueden esquivar, pero sí
acomodarlos, hacer que su tránsito sea más o menos áspero. El CETA es un
intento, puede que modélico, de domesticar la globalización, no un desmadre del
capitalismo libertario. La UE fue en sus inicios un tratado de libre comercio y
hoy las reglamentaciones y cautelas de que se ha dotado para proteger derechos
de los ciudadanos provocan chistes por su prolijidad, pero desmienten
radicalmente las acusaciones de liberalismo salvaje, o libertarismo económico
que suele hacer cierta izquierda que ha perdido de vista el futuro, al que
confunde con visiones decimonónicas de hermandad por completo ilusorias,
infantiles o cínicas.
Ante la globalización cabe: negarla, aplicando un nuevo proteccionismo
y dando la espalda al progreso, lo que, a la larga, resultaría inútil porque
las líneas fuerza de la historia la imponen; no hacer nada, lo que conduciría al
triunfo de los intereses de los más fuertes; controlarla, que consiste en
salirle al paso y crear las condiciones para que se desarrolle sin que perdamos
el control. O sea, con acciones como el CETA. Si los antiguos hubieran previsto
la inevitabilidad de la desaparición del sistema esclavista de producción
quizás hubieran podido sortear en parte las catástrofes de la antigüedad tardía: hambrunas, pestes,
caos político, guerras y descenso brutal de la población. Lo mismo podría
decirse del final del feudalismo con la ola de sangrientas revoluciones que
alumbró el mundo moderno.
Sobre el mismo tema:
Del gremialismo a la globalización. Un camino irreversible.
1 comentario:
Un gran artículo...
Publicar un comentario