24 jun 2017

Politiqueo

Dicen los diccionarios que politiquear es hacer política con superficialidad o en beneficio propio, y también hacer política de intrigas y bajezas. Eso es lo que nos harta, el polítiqueo, no la política. La tentación es fuerte y podríamos decir que pocos, muy pocos políticos, se han mantenido siempre ajenos a las tácticas y estratagemas del polítiqueo; la carne es débil. Es decepcionante en cualquier caso, pero resulta insoportable cuando es la regla y la excepción  la política.  En esas estamos. Extraer un gramo de política de un océano de politiqueo es tarea ardua, pero es lo que nos toca cada vez que intentamos un análisis honesto de las acciones e intenciones del mundo de la cosa pública.


Hacer política con superficialidad y en beneficio propio es, por ejemplo, que la socialdemocracia, o sea el PSOE,  se oponga a estas alturas al CETA (tratado de libre comercio entre la UE y Canadá). Superficialidad porque hasta ahora todas las manifestaciones oficiales u oficiosas del partido le eran favorables, de lo que cabía inducir que la postura era producto del debate interno; porque para justificar la nueva posición no se dan razones sustentadas en datos que contenga el tratado sino especulaciones extraídas del repertorio antiglobalización que lo mismo se emplean para un roto que para un descosido y un tanto manidas ya. En beneficio propio porque sólo parece obedecer al tacticismo, a saber, cerrar la vía por donde el partido pierde un chorro de militantes seducidos por el populismo, acercándose a sus espejismos en lugar de practicar la pedagogía que se espera de una organización de vanguardia; porque el nuevo secretario general parece esperar la consolidación de su posición en el partido marcando distancia con la antigua dirección y guiñando de nuevo a las bases que lo auparon; porque la nueva postura nada tiene que ver con los intereses de España, de la UE o de la gente, mientras no lo demuestren.

La globalización es un hecho imparable. La historia de los últimos siglos ha esbozado caminos para el futuro que no se pueden esquivar, pero sí acomodarlos, hacer que su tránsito sea más o menos áspero. El CETA es un intento, puede que modélico, de domesticar la globalización, no un desmadre del capitalismo libertario. La UE fue en sus inicios un tratado de libre comercio y hoy las reglamentaciones y cautelas de que se ha dotado para proteger derechos de los ciudadanos provocan chistes por su prolijidad, pero desmienten radicalmente las acusaciones de liberalismo salvaje, o libertarismo económico que suele hacer cierta izquierda que ha perdido de vista el futuro, al que confunde con visiones decimonónicas de hermandad por completo ilusorias, infantiles o cínicas.

Ante la globalización cabe: negarla, aplicando un nuevo proteccionismo y dando la espalda al progreso, lo que, a la larga, resultaría inútil porque las líneas fuerza de la historia la imponen; no hacer nada, lo que conduciría al triunfo de los intereses de los más fuertes; controlarla, que consiste en salirle al paso y crear las condiciones para que se desarrolle sin que perdamos el control. O sea, con acciones como el CETA. Si los antiguos hubieran previsto la inevitabilidad de la desaparición del sistema esclavista de producción quizás hubieran podido sortear en parte las catástrofes  de la antigüedad tardía: hambrunas, pestes, caos político, guerras y descenso brutal de la población. Lo mismo podría decirse del final del feudalismo con la ola de sangrientas revoluciones que alumbró el mundo moderno.

Existen pocas dudas sobre que estamos en una de esas articulaciones de la historia que nos aboca aceleradamente a un mundo nuevo. Uno de sus elementos, quizás la columna vertebral sobre la que se organizará es la globalización. Ninguna desgracia mayor para los contemporáneos que ser cortos de vista; ninguna necedad mayor que preferir el beneficio a corto o el éxito personal; ninguna irresponsabilidad mayor que politiquear en vez de hacer política en tiempos críticos.

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