Leo en José Mª Ridao
que cuando la nación se convierte en un dios la historia sustituye a la
teología. En efecto, para que el mito se revista de unos mínimos ropajes de
racionalidad requiere de un discurso que utilice apariencia científica. Hay que
entender, sin embargo, que la historia es algo mucho más modesto (en el sentido
de más terrenal). Decía Marguerite Yourcenar: «[La historia] no se hace cuando
se produce, sino siempre después, no pasa sino que se fabrica, no sucede sino
que es algo que se inventa una vez que haya sucedido. Así que la historia es la
forma que luego damos a lo que pasó, no exactamente aquello que pasó y que
cuando pasaba pocas veces parecía ser historia». En definitiva, una construcción
contemporánea del pasado, de la que la contemporaneidad es siempre parte
indeleble. Convertida en ciencia sagrada la historia solo sirve como arma: arma
defensiva a la que recurrieron insistentemente los diputados en Cádiz en 1812,
justificando cualquier propuesta revolucionaria con supuestos antecedentes
hallados en el pasado de los reinos hispánicos; arma ofensiva que blandían con
furia los ‘apostólicos’ seguidores
de D. Carlos en las guerras que trataron de cerrar el paso a la modernidad
imponiendo la vuelta a una soñada edad de oro.
En los momentos críticos se impone
pensar el Estado para reorganizar la convivencia, debilitada o dañada por
coyunturas adversas. Pero no es lo mismo pensar el Estado que pensar la
nación. La generación que perdió los últimos restos del Imperio (1898), pensaba España y en su regeneración, porque la suponían corrompida, y se olvidó del
Estado. Su esfuerzo sólo condujo a la melancolía, a ahondar la sima que se
había abierto, a elaborar la funesta teoría de las dos Españas y a otros deprimentes
menesteres. La Transición, en cambio, fue un momento feliz en el que se impuso
el pensamiento del Estado, lo que condujo al hallazgo de soluciones
imaginativas y a la transformación más profunda y de mayor alcance de que
tengamos memoria. Que entre los protagonistas, no sólo actores, hubiera parte
del personal franquista de última hora es indiferente, o, quizás, excelente; lo
que importa son los resultados, para lo que el consenso es vital. Hablamos del
Estado, o sea, de política, no de la Santa Inquisición en proceso de limpieza
de sangre. Por una vez supimos alejarnos de esencialismos y por lo mismo el
momento fue afortunado.
Cuarenta años después al traje que
vestimos en los setenta se le están yendo algunas costuras. Ha pasado mucho
tiempo y el tejido y la confección no pueden ser eternos; pero también ha
habido un mal uso, así que no es de recibo reclamar al sastre. Se imponen
ciertos arreglos y la corrección de los malos hábitos.
Uno de los vicios que más ha
prosperado es el desvío del pensamiento del Estado, tan acertadamente logrado
en la Transición, hacia la nación. Sin duda la parte más débil de la estructura
política del 78 era la solución territorial, el asunto en el que los
esencialismos estuvieron a punto de romper el consenso y, por lo mismo, en el
que se dieron las puntadas más vacilantes y endebles. Desde entonces los
nacionalismos periféricos parecen turnarse en el desafío al Estado, supuestamente
legitimados en un pasado en realidad imaginado o construido desde las
circunstancias del presente. La respuesta que reciben tampoco procede del
espíritu de la Transición sino de otro nacionalismo, en este caso centralista,
al que llaman españolismo y que, como aquellos, también manipula la historia en
su beneficio.
2 comentarios:
Un gran artículo...
Saludos
Magnífico, ojalá algunos políticos leyeran esta reflexión. Me ha encantado tu definición de historia y su utilización partidista. Así como la diferenciación que estableces entre el Estado y la Nación. Es cierto que los políticos actuales se están olvidando del Estado y solo hablan de la Nación. Mal asunto.
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