Leo en José Mª Ridao
que cuando la nación se convierte en un dios la historia sustituye a la
teología. En efecto, para que el mito se revista de unos mínimos ropajes de
racionalidad requiere de un discurso que utilice apariencia científica. Hay que
entender, sin embargo, que la historia es algo mucho más modesto (en el sentido
de más terrenal). Decía Marguerite Yourcenar: «[La historia] no se hace cuando
se produce, sino siempre después, no pasa sino que se fabrica, no sucede sino
que es algo que se inventa una vez que haya sucedido. Así que la historia es la
forma que luego damos a lo que pasó, no exactamente aquello que pasó y que
cuando pasaba pocas veces parecía ser historia». En definitiva, una construcción
contemporánea del pasado, de la que la contemporaneidad es siempre parte
indeleble. Convertida en ciencia sagrada la historia solo sirve como arma: arma
defensiva a la que recurrieron insistentemente los diputados en Cádiz en 1812,
justificando cualquier propuesta revolucionaria con supuestos antecedentes
hallados en el pasado de los reinos hispánicos; arma ofensiva que blandían con
furia los ‘apostólicos’ seguidores
de D. Carlos en las guerras que trataron de cerrar el paso a la modernidad
imponiendo la vuelta a una soñada edad de oro.