El presente nunca
tuvo buena prensa: o añoramos el pasado («Cualquier tiempo pasado fue mejor») o
anhelamos el futuro, aunque sea un poco sombrío («…y tan alta vida espero/ que muero porque no muero»). Eso
decían los clásicos, y porque en nuestros días sigue siendo un hábito de lo más común, merece la pena romper una lanza por hogaño. Por ejemplo:
está de moda rasgarse las vestiduras y clamar por la democracia que muchos ven
en peligro inminente de desaparición; otros, por lo menos yo mismo, pensamos
que es más significativo destacar la general (global, habría que decir)
convicción de que es el mejor y más deseable sistema político.
Podemos no estar
contentos con lo que ocurre en el mundo, incluso estar alarmados por la deriva
de tantas cosas (que cada cual ponga aquí sus fantasmas favoritos), pero es
innegable que la democracia se considera un valor, por lo que casi todos los
regímenes que son y han sido desde hace más de un siglo la reclaman para sí, a
veces con algún sospechoso apellido (democracia orgánica decía el franquismo, democracias populares los comunismos de posguerra, bolivariana en la Venezuela de hoy…) o con su nombre de toda la
vida, sin acompañamiento pero con extraños contenidos discriminadores,
teocráticos, despóticos, autocráticos, etc., etc. La cosa (la ascensión a los cielos de la democracia) empezó
con la derrota de los totalitarismos fascistas en 1945 (el prólogo lo había
puesto el prestigio que alcanzó USA tras la Gran Guerra) y dio un salto de
gigante con la implosión de la Unión Soviética cuando terminaba el siglo.
No había sido siempre
así. El sistema que pusieran en práctica los atenienses del siglo V antes de
nuestra era, no con demasiado éxito, habría que decir (en sentido estricto no
duró mucho más de 40 años, aunque algunos la remonten hasta Clístenes),
fue considerado aberrante y contra natura en su propio tiempo histórico (Platón),
por supuesto también después y a lo largo de muchos siglos. Con la excepción de
algunas experiencias urbanas en la Baja Edad Media, relacionadas con la
efervescencia mercantil de aquel momento y que, tirando de generosidad, podemos
calificar de democráticas, no volvió a aparecer hasta finales del XVIII en
América del Norte, adornada ya con el imprescindible suplemento de los derechos
humanos (por mucho que entonces sólo alcanzaran de lleno a los varones y a los
que tenían color de piel no demasiado oscuro). Después penetró lentamente, con
muchas dificultades y alternativas, en los regímenes republicanos y
parlamentarios de todo Occidente, perfeccionándose en el camino y consolidando,
puliendo y ampliando los derechos.
Pero, todavía en
el XIX la iglesia católica abominaba públicamente en púlpitos y encíclicas
papales del parlamentarismo, el liberalismo y la democracia porque para ella
eran un evidente contradiós. La izquierda por su parte luchaba abiertamente por
la destrucción de la democracia, a la que aplicaba el calificativo de burguesa, para establecer una dictadura del proletariado y cuando algunos
de entre ellos comenzaron a aceptar la lucha parlamentaria para introducir
reformas en el capitalismo en lugar de optar por la revolución fueron tildados
de reformistas, revisionistas y socialdemócratas con toda la carga peyorativa
posible y antes de que esas palabras se convirtieran en respetables. Ya en el
XX los fascismos alardeaban sin tapujos de utilizar los derechos que
proporcionaba la democracia para destruirla, a la vez que ironizaban con
aquello de que «morir por la democracia es como morir por el sistema métrico
decimal» por si cabía alguna duda de su desprecio por tal sistema.
Hoy es tan
políticamente incorrecto proclamarse antidemócrata que no existe formación
política alguna que lo haga. Tanto las iglesias como los partidos de extrema
derecha o extrema izquierda ocultan como pueden sus instintos totalitarios
utilizando sin rubor un lenguaje extraído de los arsenales democráticos. Nuevos
populismos que difuminan la frontera entre democracia y demagogia (vocablo con
que los griegos designaban la pretensión o práctica de conducir a la ciudadanía
como a un rebaño). Son constructores de trampas, rediles dialécticos, para que
incautos de todas las tendencias extraídos de la masa de descontentos y
frustrados, que producen profusamente los momentos de crisis, queden atrapados,
engrosando un rebaño que confunde el balido con la protesta. Cuando triunfan en
las urnas y se encaraman en el poder hacen lo posible por mantener apariencias
democráticas, corrompiendo sus formas pero conservando trazas, vestigios que
sostengan la ficción. El muestrario en nuestros días es numeroso, disperso y
variopinto: Venezuela, Turquía, Israel, Rusia… Incluso es posible encontrarlos
en el seno de la UE: Polonia, Hungría… Muchos de esos países nunca disfrutaron
la democracia o la vivieron tutelada, mutilada o de escasa calidad. En realidad
hoy el peligro consiste más en la degradación, la erosión y la corrupción del
sistema, que no es poco, que en su desaparición.
La democracia es ahora
un concepto político que ha escalado los altares, de donde será difícil apearlo.
Así sea.
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