En el solar histórico de nuestro país afincaron muchas lenguas, de las cuales quedan cuatro, tres emparentadas en su origen con el latín, y el vasco, que carece de parientes próximos o lejanos porque su tronco originario también desapareció, lo que la convierte en una rareza, pero que está sólidamente arraigada en Euskalherría (país del euskera). Lamentablemente en los cuatro casos (español o castellano, vasco, catalán y gallego) las lenguas han sido patrimonializadas y convertidas en arma para el enfrentamiento por los nacionalismos respectivos.
La peculiar evolución política peninsular tuvo diversos efectos sobre las lenguas: expansión del castellano y catalán, en un principio (baja Edad Media), con predominio posterior (Edad Moderna) del Castellano; diferenciación del portugués del tronco galaico; desaparición de otras lenguas incipientes como el leonés o el aragonés; confinamiento y retroceso paulatino del vasco. El catalán se extendió por el área mediterránea siguiendo los intereses de la Corona de Aragón, mientras que el castellano lo hizo por el centro peninsular y más tarde por el Atlántico, clave de su éxito universal, obedeciendo a los intereses de la Corona de Castilla. El portugués se diferenció y progresó solidariamente con la Corona Portuguesa. La difusión de todas ellas es inseparable de los entes políticos que las adoptan.
En el XVIII se construye por primera vez un Estado centralizado en la Península (Portugal excluido) comandado por Castilla y, como consecuencia, a las demás lenguas se les impone un papel subalterno, con la complicidad táctica de sectores locales. En los casi tres siglos siguientes los amagos descentralizadores, que también lo fueron democráticos, prometen una recuperación de las lenguas autóctonas, pero siempre se frustran.
La revolución democrática de la Transición trajo definitivamente, no podía ser de otro modo, la descentralización y una posición digna para las otras lenguas del Estado; pero, quizá, como algunos piensan que ocurrió en lo político institucional, en la política lingüística no se dieron los pasos definitivos. Nada importante si se consideran sólo pospuestos, pero sí si se entiende cerrado el proceso. Aquí reside el problema: el estatus de las lenguas se ha embarullado con el enredo místico reivindicativo o impositivo de los nacionalismos y las emociones, las filias, las fobias, los resentimientos que se transforman en rencores por hipotéticas ofensas o humillaciones, se van imponiendo sobre la racionalidad y el sentido común. El españolismo no tolera la coexistencia de todas las lenguas en pie de igualdad y busca su apoyo en el texto constitucional (Art. 3), que quizá habría que redactar de otro modo, mientras algunos nacionalistas periféricos desearían ver expulsado al castellano de su territorio. Son emblemáticas las figuras del castellanoparlante ofendido de que en Cataluña le hablen en catalán, y la del que se expresa en su lengua vernácula ante una audiencia que no la comprende sólo porque se siente con derecho a hacerlo. No entiendo el vía crucis del castellanoparlante en las comunidades con lengua propia porque es tan impostado como el de los nacionalistas (vascos, catalanes, etc.) en el estado democrático ¿Por qué amamos tanto la palma del martirio?
Una cosa tengo clara: que existen varias lenguas en nuestro país y que nadie debería tener derecho a decirle a otro en cuál de ellas debe hablar, independientemente del territorio en el que estemos. Si el Estado quiere ser de todos, a todos ha de aceptar en iguales condiciones y si la Constitución marca diferencias, mal está, la hicimos en un momento en que así y todo era un avance inmenso, pero no nos ata más de lo que queramos. Ahora bien, sin generosidad y sentido común ninguna ley funcionará.