Oriente nunca defrauda, ni las romas fantasías de los occidentales pueden jamás hacerle sombra. Hay allí una desmesura en las manifestaciones del poder que cuando se traduce a Occidente queda reducida a la condición de bufonada, pero que en su medio nunca pierde el brillo y la grandiosidad que sólo la tragedia y el drama pueden transmitirnos. Edgar Allan Poe nos contó El milésimo segundo cuento de Sherezade, la milésima segunda noche en la que la astuta joven esposa del califa bagdadí cuenta como bellas y soberbias fantasías, vividas en un viaje postrero de Simbad, los avances técnicos y descubrimientos científicos de la época del autor; pero, el soberano, hechura del Medievo, encuentra tan increíble esta nueva y última narración que decide, al fin, la muerte de la reina, como sus antecesoras. Antes del comienzo del relato Poe advierte al lector de que la verdad es más extraña que la ficción.
Es realidad, no ficción, que Muammar al-Gadafi, autócrata de Libia, gobierna el país a su antojo sin poseer cargo político alguno y cuando viaja como jefe de Estado, aunque oficialmente no lo sea, lo hace con una guardia personal de treinta muchachas vírgenes. Tan real como la tonelada y media de oro con la que, según cuenta la prensa, Ben Alí y su mujer huyeron de Túnez hace unas semanas para refugiarse en Arabia; seguramente tampoco olvidaron el tinte para el pelo y la gomina de los que el dictador hacía un uso intensivo, puede que del mismo laboratorio que los que usa su homólogo de Egipto, Mubarak, defenestrado (desgraciadamente no es más que una metáfora) hace sólo dos días. En este caso lo fantástico es que, al parecer, el egipcio, en su afán de servicio incondicional al pueblo, ha acumulado una fortuna de setenta mil millones de dólares, nada menos que la mitad del PIB de su país. Ninguno de los tres cumple ya los setenta años y los tres han buscado con fruición el elixir de la eterna juventud, aunque al final no hayan tenido para contentarse más que tintes y trasplantes capilares, botox, lifting y quizá otros remedios menos visibles pero igualmente patéticos. Joven de verdad, pero tan aplicado como los anteriores a la hora de acumular tesoros ante los que palidecería la cueva de Alí Babá es el soberano marroquí, Mohamed VI, al que se le calcula una fortuna de cuarenta mil millones de euros, bastante más del doble de la actual deuda exterior de Marruecos. Podría pagarla él solito y seguiría siendo uno de los individuos más ricos del mundo. Curiosamente la propaganda del régimen le ha promocionado en su país una imagen de monarca caritativo y piadoso aplicándole el apelativo de “rey de los pobres”, sin que ni a él ni a sus consejeros se les haya alterado el color de la cara, que ya es fantástico. Su amor a los pobres lo ejerce desde su castillo residencia de las proximidades de París donde pasa la mayor parte del tiempo, mientras en Fez, Marraquech o cualquiera de las ciudades imperiales ondean las banderas que anuncian su presencia; lo que importa es el decorado.En el camino hacia la democracia real los egipcios recurren al ejército (institución que desde Naser nunca ha abandonado el poder), que disuelve el parlamento (de ficción, naturalmente) y se compromete a unas elecciones libres en no más de seis meses; mientras, se dispone a desalojar la plaza Tahrir, donde el genio del pueblo hizo el milagro. Si los revoltosos ceden la lámpara a los que nunca dejaron el poder se corre el riesgo de que el genio (de la lámpara) luzca de nuevo sus dotes de tramoyista, monte una vez más el decorado que nos confunde realidad con ficción y la cueva del tesoro vuelva a cerrarse, “actualizada” la invocación mágica que le da acceso.
Es necesario discriminar verdad y fantasía porque al estómago solo se le puede entretener con cuentos poco tiempo, el resto es la tarea de esbirros, sicarios o verdugos, como ha quedado demostrado. Nada peor que confundirlo todo.
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