Cultivar la realpolitik implica basar las relaciones internacionales en intereses prácticos más que en principios éticos o teóricos. Fue formulada y aplicada por vez primera como programa político por el canciller Bismarck en la segunda mitad del XIX, aunque naturalmente es tan antigua como los estados. Hay quien la relaciona con las tesis de Maquiavelo expuestas en El príncipe, aunque lo que hace el florentino es priorizar el interés del Estado (su supervivencia en primer lugar), personificado en el príncipe, como supremo valor, ante el que palidece cualquier otro. En el caso que nos ocupa los objetivos son más modestos, menos elevados (teóricamente), se trata de optar en cada momento por aquello que rendirá mejores beneficios (políticos), sin más, desplazando, si fuera necesario, los grandes principios -cuando, en el proceso de la unificación alemana, Prusia derrotó a Austria, Bismark se limitó a neutralizarla sin intentar la anexión de sus territorios alemanes, el corazón del Imperio Austrohúngaro, contentándose con constituir la Confederación de Alemania el Norte, un paso práctico e inteligente, aunque sacrificara un ideal nacionalista que a otros les parecía irrenunciable-. Bismarck ha sido considerado por tirios y troyanos como un gran político, un hombre de Estado.
Wilson, presidente de EE.UU. durante el tiempo de la Primera Guerra Mundial y las conversaciones de paz que la siguieron, pasa por ser un político idealista que quiso imponer los principios de la democracia en las relaciones internacionales, de ahí sus 14 puntos y la creación de la Sociedad de Naciones, precedente de la ONU, con la que pretendía que las relaciones internacionales se basaran en la cooperación internacional, el arbitraje de los conflictos y la seguridad colectiva. Su idealismo no convenció a los propios americanos que a través del Congreso rechazaron el ingreso de EE.UU. en la institución creada por su propio presidente. Fue considerado en vida merecedor del premio Nobel de la paz, pero sus proyectos resultaron en parte fallidos por aquello que sus contemporáneos consideraron un exceso de idealismo, o sea, anteponer principios éticos a los intereses del país.
En nuestra cotidianeidad individual también andamos siempre oscilando perplejos entre los grandes principios y los intereses, lo que con frecuencia resolvemos con actitudes más o menos hipócritas. Groucho Marx lo expresó con hilarante maestría: “Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros”. Enseñamos con convicción a nuestros hijos a no mentir pero esperamos que cuando sean maduros no cometan la insensatez de decir siempre lo que piensan, por ejemplo. Nadar y guardar la ropa es la expresión que mejor explica el conflicto permanente entre nuestro bienestar y nuestra conciencia.
Se ha criticado con dureza estos días a los políticos y a los gobiernos por practicar la realpolitik en la relación con las dictaduras que están siendo contestadas en el mundo árabe, a las que se ha tolerado o con las que se ha convivido sin que se haya explicitado repugnancia alguna por su desprecio de los principios democráticos y los derechos humanos. Repele el viaje de los parlamentarios a Guinea Ecuatorial, pero nos hubiera gustado estar en la explotación del petróleo de la que se han beneficiado americanos y franceses, menos escrupulosos con Obiang; deseamos el respeto a los derechos de los saharauis y la democratización real de Marruecos, pero necesitamos que firme el acuerdo pesquero y que siga haciendo de muro frente a la inmigración masiva e indiscriminada de africanos; odiamos la actitud tiránica del gobierno argelino, pero su gas natural sigue siendo imprescindible para nuestra economía; así hasta el infinito. El provecho económico de estos pactos de conveniencia es el más visible y fácil de detectar, pero no el único ni el más importante: hay razones estratégicas, de seguridad, de equilibrio o estabilidad que pueden ser determinantes.
Sorprendentemente el idealista Wilson practicó sin inmutarse una política intervencionista en América latina, sin excluir la acción militar, promocionando alianzas con minorías poderosas que garantizaban los intereses de EE.UU., con absoluto desprecio de los principios democráticos. En cambio Bismarck, el estadista práctico, puso en realidad toda su política al servicio del ideal de un conservadurismo monárquico y aristocratizante, mientras simulaba favorecer la idea nacional, el parlamentarismo y la democracia.
La política es un arte difícil y complicado porque su finalidad es organizar la convivencia y administrar lo común y nada hay más complicado que el alma humana, ni más contradictorio que sus intereses. Quizá la buena política es la que obtiene mayor consenso y el mejor político el que sabe plegarse a tiempo a los consensos cambiantes. Pedir esto a los políticos ya es bastante, pero además les pedimos la Luna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario