Vivimos tiempos vertiginosos. La velocidad ha ascendido en la escala de valores hasta colocarse en los primeros puestos del ranquin actual. Volamos tan raudos que hasta podemos adelantar al sonido, los trenes son de alta velocidad y los barcos de pasajeros que surcan los mares más rápido de lo que nunca lo hizo nave alguna han sido relegados al calmoso solaz de las vacaciones, porque su ritmo desespera al viajero en otras eventualidades. En las actuales circunstancias el coche se ha transformado en una especie de prótesis, en una prolongación mecánica de nuestra anatomía, un artilugio poco más prescindible que la ropa o el calzado. Debe de ser por eso que ha caído tan mal el decreto de reducción de la velocidad máxima a ciento diez kilómetros por hora. Muchos lo han tomado como si la administración regulara el ritmo de sus pasos, como un atentado intolerable a la libertad individual, cuando en realidad un tope, no se cual, estaba establecido desde que se publicó el primer código de circulación en el año de Maricastaña y ahora lo único que se hace es reducir el límite en diez kilómetros sobre el actual vigente de ciento veinte. La medida ha sido calificada de inútil, de estúpida, de ocurrencia sin fundamento (lo de sin fundamento lo agrego yo porque no sé qué de malo tienen las ocurrencias, a no ser que carezcan de esa condición), hasta se le ha tildado de soviética (sic). Asombroso.
Multitud de expertos (experto en lo que sea es la condición profesional más abundante, con cualquier evento surgen como los hongos tras la lluvia) se han apresurado a asegurar que no se ahorrará combustible, ni es económica, ni se contaminará menos, pero que habrá más multas y hasta más accidentes porque conduciremos cabreados y aburridos lo que genera estrés y sueño. He decidido hacer caso omiso a los presuntos expertos y escuchar al sentido común reforzándolo con la lectura del libro de instrucciones de mi coche (yo también tengo uno) en donde dice que la velocidad más eficiente es 90 Km/h y, por tanto, no sólo acato el decreto, sino que además lo acepto como bueno y deseable.
Se me ocurre (perdón, yo no me puedo librar de las ocurrencias, es un vicio que arrastro desde la más tierna infancia) que quizás el contenido de la medida sea lo de menos, que si se hubiera legislado sobre la crianza de las aves de corral, sobre el impuesto de donaciones o sobre el currículo necesario para opositar a secretario judicial, se habría rechazado con igual o proporcional indignación. Quizá el problema no sea otro que el origen de la medida: un gobierno que todo el mundo da ya por liquidado. Tengo para mí (una ocurrencia más) que Zapatero (seguramente mejor persona que político) sigue en su cargo por un sentido del deber para con España y de lealtad para con su partido y sus votantes, pero que él y todos dan ya por concluido su mandato, lo que genera comportamientos anómalos tanto en la administración como en los administrados; es lo que los americanos llaman síndrome del pato cojo, cuando se refieren al presidente en los últimos momentos de su segundo mandato y ya se sabe que no puede ser reelegido. Sin necesidad de recurrir a expresiones foráneas aquí podríamos argumentar, de modo más castizo y más ajustado al tema, que algunos han confundido la velocidad con el tocino.
1 comentario:
Desde luego si han rebajado el límite a 110 será porque han hecho un estudio previo y realmente es un ahorro. Sobre que habrá más multas...yo sí lo creo. El dinero que perderán con los impuestos sobre la gasolina en parte lo recuperarán así. ¿Por nuestra seguridad? sí; ¿Por su bolsillo? también.
El caso contrario lo tenemos en Holanda, que en vez de rebajar en 10Km/h lo han aumentado, hasta 130. Sinceramente no creo que sea para ahorrar gasolina, según dicen para mejorar la seguridad y fluidez del tráfico... sus razones tendrán también.
Dentro de un tiempo veremos los resultados de ambos métodos.
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