Greco. El Expolio |
1.- La tesis mítica. Se basa en el silencio de las fuentes no cristianas, ya que las alusiones poco significativas en F. Josefo y Tácito son más que probables interpolaciones y, en el segundo, no probaría más que la existencia de cristianos en Roma en el siglo I; la absoluta carencia de pruebas arqueológicas; y la invalidez de las fuentes cristianas como prueba. Deducen sus seguidores que se trata de un mito, no más verosímil que el de Ulises o Zaratustra, elaborado a partir de las especulaciones desquiciadas de Pablo de Tarso, que se materializa en el invento de unos datos biográficos en el evangelio de Marcos (probable compañero de Pablo), quizá recogidos de leyendas que circulaban en la época sobre Pitágoras, Sócrates y otros personajes.
En el pensamiento mágico no se enuncia la verdad sino que la enunciación crea la verdad. Así el sacerdote, pronunciando una fórmula, crea un vínculo entre una pareja o transforma el ser de un moribundo. Así la palabra apologética de los evangelistas va creando una realidad salvífica, acumulando capas en la narración, cuyo valor no reside en la adecuación a la realidad sino en su capacidad para producir el efecto buscado. Los evangelistas, e incluso Pablo, engañan y se engañan a sí mismos, atrapados en el mecanismo del mito que ellos están construyendo inadvertidamente con elementos sobre los que no han sabido aplicar una crítica racional. Puesto en marcha el proceso, el mito se completa a lo largo de siglos con la participación de autores múltiples y variados, conocidos y anónimos, como ocurrió con las leyendas, no más fantasiosas, de Mitra, Hércules o Dionisos.
Esta tesis nacida en el siglo XVIII sigue perfectamente viva hoy. Fue revitalizada en el XIX por el filósofo alemán, maestro de Marx y de Nietzsche, Bruno Bauer; actualizada y enriquecida en el XX por Arthur Drews; rescatada y expuesta brillantemente en el XXI por el filósofo francés Michel Onfray, por citar algunos hitos más que notables.
2. Otros estudiosos del tema entre los que citaré a los españoles Gonzalo Puente Ojea, diplomático, el historiador de la antigüedad Antonio Piñero o el filósofo Jesús Mosterín entienden que los mitistas mezclan y confunden la personalidad de Jesús, santón judío que por su actitud sediciosa fue crucificado por los poderes romanos y el Cristo salvador de la tradición paulina, que merecen consideración y tratamiento diferenciados. El segundo es una figura mítica nacida de la mente enfermiza de Pablo en un contexto socio cultural y político favorable, que debe ser contemplado en la historia positiva como cualquier otro mito similar.
Pero hay un Jesús histórico cuya existencia y personalidad se puede rastrear con más o menos dificultad en los textos cristianos, evidentemente contaminados por el mito. Las técnicas del análisis de textos y la crítica filológica nos arrojarían la siguiente imagen del personaje.
En la Palestina ocupada por Roma de principios de nuestra era muchos esperaban que surgiera un mesías ( ungido, como se supone que lo estaban los reyes–guías del pueblo de Israel, en griego christos,) de entre los santones rebeldes que pululaban en la región. El galileo Yeshúa (Jesús) fue uno de tantos, ni el primero ni el último. Un predecesor fue el santón apocalíptico llamado el Bautista, del que fue discípulo; pero, hubo otros muchos que fueron sucesivamente neutralizados en sus disparatadas acciones por las autoridades romanas, hasta que, por fin, uno de ellos provocó en el 66 una revuelta generalizada que acabó en la Guerra Judía, la destrucción del templo y el saqueo y despoblación de Jerusalén. La predicación del galileo iba dirigida a las clases bajas desposeídas, en las que se apoyó, y optaba por una interpretación no rigorista de la ley pronunciándose por seguir su espíritu más que su letra, con lo que se oponía a los expertos y gentes ilustradas. Por razones oscuras, en el tercer año de su predicación decidió con sus discípulos dar un salto adelante, que podía incluir alguna acción violenta. Aprovechando la fiesta de la Pascua en la que Jerusalén rebosaba de peregrinos, se hizo recibir ruidosamente en la ciudad por sus seguidores y emprendió acciones de agitación (altercado del templo). Alarmado, el establishment judío presionó a las autoridades romanas que en vista de que sus seguidores lo consideraban mesías, descendiente de David, lo que podría respaldar una intentona independentista, lo apresaron y crucificaron, como era habitual con los rebeldes. Abandonado por los suyos, Yeshúa, muerto como un facineroso y sin liberar a Israel, había saldado su acción con un fracaso. No era el mesías. Probablemente él mismo no creyó en su misión mesiánica hasta el final; desde luego, ni de lejos pensó en ser una encarnación divina; era judío, estaba circuncidado y hablaba para los judíos, para lo que usaba el arameo, la única lengua que conocía; no cuestionó la ley judaica, aunque sí tenía ideas sobre su cumplimiento, y se hubiera sorprendido de que su actuación fuera el germen de una nueva religión. La muerte en la cruz no fue el cumplimiento de un destino sino la trágica interrupción de su carrera.
Ni más ni menos. Éstas son las dos posibilidades, si descartamos las más extravagantes que encontramos en Caballo de Troya de J. J. Benítez o en el italiano F.Carotta, que asegura que la vida de Jesús es una versión mítificada de la vida de Julio Cesar, las cuales, pese al despliegue erudito o espectacularmente probatorio, son tan difíciles de digerir como la propia versión evangélica.
Fin