Piero della Francesca |
Cómo conocemos la historicidad de un personaje de época tan pretérita? Lo más común a qué recurrir son las fuentes indirectas, secundarias, el testimonio hallado en los textos de los historiadores antiguos, cuanto más próximos a los sucesos, mejor. Para valorar su veracidad es preciso determinar en qué grado son objetivos: si fueron testigos de lo que narraban, si tenían capacidad de alejamiento crítico o se sentían implicados en los sucesos; si estuvieran alejados en el tiempo hay que ver cuáles son, a su vez, las fuentes y el valor que tienen. Podemos contar también con fuentes directas, primarias, es decir, documentos de la época, quizás elaborados por el mismo protagonista, sus próximos o los poderes públicos, que proporcionen noticias sobre él o su entorno; también las obras literarias del momento pueden aportarnos luz, con alusiones al personaje o sobre la sociedad, el ambiente socio político etc. Por último tenemos las fuentes arqueológicas, tanto más importantes cuanto más escaseen las escritas: monumentos, restos urbanos, utensilios, enterramientos, obra de arte, etc. Cuando hablamos de historiadores antiguos hay que tener en cuenta que difícilmente se pueden homologar a los actuales; en el caso de los romanos, aunque contrastaban sus informaciones y procuraban ser objetivos, entendían la historia como un género literario, no como disciplina científica, así que no sentían empacho en intercalar, por ejemplo, discursos de políticos o militares de su propia creación. Con todo, un historiador como Tito Livio (contemporáneo de Jesús) puede considerarse, por su escrupulosidad y buen criterio, padre de la historiografía moderna. En otros ámbitos y en otras épocas la situación es mucho peor: los cronistas musulmanes de la expansión árabe, por ejemplo, introducen en su relato tal cantidad de fantasías, exageraciones e inexactitudes que se ha llegado a poner en cuestión la propia realidad de la conquista del norte de África e Hispania, que parece, más que historia, una invención tardía a la mayor gloria del Islam; los monarcas cristianos encargaban crónicas que tenían como finalidad convertir en historia lo que no era más que propaganda política, así Isabel la Católica puede presentársenos como un personaje providencial, cercana a la santidad, cuando no era sino la ambiciosa usurpadora de los derechos de su sobrina Juana, a la que venció por la fuerza de las armas y recluyo en un convento hasta su muerte. Que estas prácticas sean posteriores en varios siglos a la época de T. Livio es una muestra más de la excelencia de la civilización romana.
Es labor de los historiadores actuales evaluar con criterios científicos las fuentes para aceptar, rechazar o relativizar las informaciones que aportan, y construir un relato ponderado y veraz. No suele ser fácil, por lo que se deduce de lo dicho anteriormente y porque los vencedores, los que se imponen, tienden a borrar las huellas de lo que perjudica su imagen y a resaltar y crear indicios y falsas pruebas de aquello que estiman beneficioso; algo relativamente fácil en una época en que los textos son manuscritos, susceptibles de ser alterados en las copias y sencillo hacerlos desaparecer. Así, la Iglesia, que se adjudicó el papel de maestra y guía de intelectos y conciencias, en su brega como transmisora del mensaje, expurgó los textos, seleccionó los que consideró oportuno, estableció el canon de los que estimó inspirados, e hizo desaparecer a los que entraban en contradicción con su doctrina, y si no consiguió ser más eficaz en la tarea fue por las discrepancias internas, duras y numerosas. Para ello contó con muchos siglos de monopolio sobre la cultura y su transmisión, lo que lograría con su asociación al poder político desde los años doscientos.
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Continúa
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