En la antigua democracia
ateniense ya existieron partidos, a pesar de que era una democracia directa.
Los generaron los intereses de clase y los lideraron aristócratas como Pericles
o Nicias y plebeyos como Cleón (artesano curtidor), en defensa de sus grupos
respectivos. De la Roma republicana, con una democracia más discutible, pero con
elecciones para magistraturas decisivas, recordamos la confrontación entre
Mario (intereses populares) y Sila líder de la aristocracia senatorial; las
luchas y la tragedia de los Graco, líderes del partido popular; la elevación de
Cesar al poder en virtud de sus éxitos militares y el populismo y su asesinato
por una coalición aristocrática. La literatura y la historiografía tradicional
nos han presentado las luchas políticas de la antigüedad como el resultado de
ambiciones personales y pasiones humanas individuales; sin embargo, como
siempre y en todas partes, lo fundamental son el juego de intereses de grupo o
de clase, que obviamente genera partidos. Sin embargo, su falta de articulación
y normalización en el sistema propiciaba el recurso a la violencia.
En tiempos modernos los partidos
se remontan al XVII británico en el que dos revoluciones sucesivas asentaron el
parlamentarismo como sistema político. Aquellos representantes defensores de la
monarquía y los principios aristocráticos, nítidamente conservadores, cuando no
claramente reaccionarios, casi siempre propietarios agrícolas, comenzaron a ser
llamados torys, mientras que los que
pertenecían a las clases medias, relacionados con la industria y el comercio,
más partidarios de las ideas liberales que se abrían paso en ese momento,
recibieron el nombre de wihgs (ambos apelativos
muy insultantes: bandoleros y cuatreros respectivamente). Pero en realidad casi
no se puede hablar de partidos hasta la reforma electoral de 1832 que amplió el
derecho al voto y racionalizó el sistema de distritos.
Los “padres fundadores” en la
joven y novedosa democracia americana estuvieron muy preocupados por la
separación de poderes y las libertades individuales, pero los partidos
(facciones era la expresión usada) les inspiraban recelo por estimar que introducían
división en la sociedad, a la que contemplaban utópicamente como un bloque; sin
embargo, aún sin quererlo, fueron ellos mismos los inspiradores de las dos
tendencias que cristalizarían en republicanos y demócratas. No podía ser de
otro modo.
En el continente europeo el foco
fue la Francia revolucionaria a finales del XVIII. Los diputados del tercer
estado (representantes el pueblo) acostumbraron a reunirse en diversos locales (lo
que dio nombre a algunos: jacobinos)
y según su procedencia geográfica (lo que sirvió para denominar a otros: girondinos), para adoptar
decisiones comunes y potenciarlas en la Asamblea Nacional.
Pronto las diferencias ideológicas se impusieron sobre las territoriales y en
la Asamblea acostumbraron a sentarse juntos los afines, unos a la derecha del
presidente, otros a la izquierda, por lo que estos vocablos se incorporaron al léxico
político. Los teóricos de la revolución (Montesquieu, Rousseau…) no previeron
el papel de las facciones en la vida parlamentaria, pero lo cierto es que allí
donde se establecía una cámara de representantes surgían en su seno
espontáneamente los partidos. En España, en las Cortes de Cádiz, se enfrentaron
realistas (serviles) y liberales (1812), después moderados y progresistas, de
los que se segregarían los demócratas (1869) y de estos los republicanos.
Todos ellos eran agrupaciones de
notables con nula disciplina interna y sin encaje normativo con el sistema,
pero eran útiles como creadores de opinión y plataforma electoral de sus
miembros distinguidos. Su incidencia en el conjunto social era escasa como
consecuencia de la restricción del derecho a elegir y ser elegido, que con
variaciones se limitaba a los propietarios y gentes ilustradas. Los partidos de
masas propios del S.XX aparecen con el sufragio universal. Una vez más la
necesidad crea el miembro, pero ahora tienen origen exógeno, es decir, nacen fuera
del parlamento con semilla que procede de movimientos o instituciones
extraparlamentarias: el labour party
es una criatura de los sindicatos británicos como las democracias cristianas lo
son del Vaticano. El movimiento obrero, el más decidido impulsor del sufragio
universal, se mostró especialmente activo y creativo en el diseño de nuevos
instrumentos políticos: la SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania) se
convirtió en el modelo de partido de masas y fuerte disciplina, con movimientos
e instituciones paralelas (secciones juveniles, casas del pueblo, etc.)
encaminados a influir en la sociedad entera no sólo en el parlamento. El
leninismo dio un paso más con un partido de revolucionarios profesionales (bolchevique),
constituido en “vanguardia del proletariado” con la misión de derribar el
sistema capitalista, que ejerció extraordinaria influencia por imitación y
autoproyección (Komintern)
en todos los movimientos revolucionarios radicales, pero también por reacción
inspiró a la extrema derecha (nazismo, fascismo). Todos los
partidos de masas se vieron, de una u otra manera, influidos por estos modelos
introduciendo la disciplina interna y parlamentaria, la elaboración de
programas máximos y mínimos y la creación de movimientos paralelos. La excepción
fue EE.UU. en donde, bien por la pervivencia de un individualismo extremo en su
idiosincrasia nacional, bien por la estructura decimonónica que conserva su
sistema político, los partidos republicano y demócrata no han dejado de ser
plataformas electorales, cuyos staffs
son incapaces de imponer disciplina de voto a sus senadores o diputados o de
elaborar un programa de partido.
«Poco a poco, sin embargo, el desarrollo
económico y los avances tecnológicos fueron modificando la estructura clásica
de las sociedades europeas, diluyendo las rígidas fronteras de clase y
multiplicando los niveles de estratificación horizontal. En conjunción con el
desarrollo de los medios masivos de comunicación, esta transformación fue
produciendo el debilitamiento de las identidades subculturales, homogeneizando
internamente a las sociedades nacionales […]. En consecuencia, los partidos
debieron acoplar sus estrategias de acumulación a las nuevas condiciones, que
exigían una reducción de la pureza doctrinaria para ampliar la base de apoyo…».
Lo dice A. Malamud y podemos suscribirlo sin reservas. La pérdida de las
identidades de clase ha diluido las fronteras doctrinarias y los partidos se
disputan ahora los mismos sectores del electorado, de ahí su tendencia a
situarse en el centro. La supuesta traición de la izquierda ¿no será acaso la
difuminación de su base social?
La irritación
contra los partidos, especialmente en la izquierda, tiene que ver con la
confusión que genera esta transformación, que no nace de una traición de los
políticos, ni mejores ni peores que siempre, sino de la evolución social que ha
producido desajustes, a los que no acabamos de dar solución.
3 comentarios:
Muy buen artículo. Quizás la moraleja sea la famosa frase de Marx "El motor de la historia es la lucha de clases"...para llegar a los partidos?
Saludos
Mark de Zabaleta
Creo que la falta de democracia interna en los partidos es un peligrosísimo virus para la democracia. Al final, el poder está en las manos de unos pocos. Ahora, en el momento de hacer las listas, se percibe clarísimamente. Gracias por tu excelente artículo, Arcadio. Salud(OS).
He aprendido mucho. Muchas gracias. No estoy de acuerdo con la "disciplina de partido", me suena a voto de castidad, y no me gusta, creo que no es bueno en una democracia.
Publicar un comentario