En un artículo, lejano ya, toqué
el tema aludiendo a la tesis de Pino Aprile en su Elogio del imbécil.
Sostenía el periodista italiano que la naturaleza mediante los mecanismos de
selección fue afinando las capacidades de los humanos haciendo de su
inteligencia instrumento principal; sin embargo, la sociedad, al establecer sus
estructuras jerárquicas, vino a neutralizar la obra de la naturaleza creando un
caldo de cultivo ideal para que prosperaran los imbéciles. El resultado es lo
que vemos. El libro de Aprile se lee con una sonrisa y luego se utiliza para
hacer comentarios jocosos en cualquier tertulia y establecer inteligentes
paralelismos con la idea dieciochesca de la bondad natural del hombre
corrompida por la sociedad… También el Allegro ma non tropo de Carlo Mª Cipolla,
que establece unas «leyes fundamentales de la estupidez humana». En resumen, ejercicios
literarios de extraordinaria lucidez e ironía magistral, aunque nada más.
Pero, he aquí que encuentro estudios sobre la idiotez más recientes que
los textos citados y con visos indudables de rigor científico. Se trata de las
investigaciones de David Dunning y Justin Kruger en la universidad de Cornell
(New York), que han concluido que «la incapacidad para reconocer la propia
incompetencia conduce a sobrestimarse (efecto Dunning-Kruger),
lo que expresado en un lenguaje más crudo significa que muchas personas son
demasiado imbéciles para ser conscientes de su propia estupidez. La
incompetencia priva a las gentes de reconocer su propia incompetencia.
Inversamente las personas competentes tienen tendencia e subestimarse».
Los investigadores sometieron a
una muestra amplia de personas a un test sobre determinados dominios del conocimiento,
tales como un racionamiento lógico, las enfermedades de transmisión sexual, la
inteligencia emocional, etc., etc. A continuación les pidieron que pensaran
como lo habían hecho y que señalaran en qué percentil se situaría su resultado.
Los individuos del fondo de la lista cuyo percentil estaba entre el 10 y el 15
creían haber superado la media y se colocaban a sí mismos entre el 55 y el 60. Incluso
se mantenía el error cuando se premiaba la autoevaluación acertada con 100
dólares.
Los que hemos trabajado en la
enseñanza hemos tenido ocasión de comprobar lo anterior cuando sistemáticamente
chocábamos con la imposibilidad de hacer comprender a los alumnos menos dotados
las razones de su ocasional fracaso en algún examen que se proponía al grupo. A
veces, con sorpresa, hemos escuchado como prueba de la excelencia del ejercicio
en cuestión que había sido copiado de alguien que obtuvo buena calificación.
El sociólogo alemán Mato Nagel interesado
por los trabajos de Dunning y Kruger ha llevado sus conclusiones a otro terreno,
ha tratado de determinar el papel de la
estupidez en una elección democrática. Para ello ha construido un modelo matemático
que ha procesado por ordenador, obteniendo la deprimente conclusión de que los
candidatos con capacidad de liderazgo sólo ligeramente superior a la media han
ganado siempre. Nagel concluye que las democracias rara vez o nunca eligen a
los mejores dirigentes y que su ventaja con relación a las dictaduras u otras
formas de gobierno es únicamente que «previenen eficazmente que los individuos
claramente inferiores a la media se conviertan en jefes».
La crítica elitista de que la
democracia promueve la mediocridad parece confirmarse; sin embargo, las
secuelas de los sistemas aristocratizantes o autoritarios son tales que hacen
buena la famosa sentencia achacada a Churchil: «La democracia es el peor de los
sistemas políticos existentes con excepción de todos los demás».
No sé si será un consuelo pero
sí que es una clarificadora explicación de por qué las cosas están como están.
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La información sobre los
trabajos científicos, los subrayados y la ilustración las he tomado de Comment les
idiots ne savent pas qu’ils sont idiots ?