Ante la convocatoria de la huelga
general han surgido las voces de siempre, que en un intento de descalificación
la tachan de política. Incluso la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, en
una de sus salidas de tono habituales ha sugerido la conveniencia de prohibir
las huelgas generales porque, dice, no tienen objetivos laborales. Casi no
merece la pena detenerse en este asunto de la condición política o no de las
huelgas, pero lo haré porque del análisis de esta acusación podemos sacar
provecho.
La huelga general formó parte del arsenal revolucionario del
movimiento obrero, no de sus armas de lucha habituales en la confrontación
laboral. En el ideario marxista, cuando las contradicciones del sistema hubieran llegado a su extremo en
el proceso de socialización de la producción y apropiación privada del
beneficio, los productores, conscientes de su poder, paralizarían la producción
mediante la huelga general, lo que
les permitiría tomar las riendas de la situación y expropiar a los expropiadores. Iniciarían así el proceso
revolucionario que tendría como meta la construcción de una sociedad sin clases
y sin Estado, ya que si éste es un instrumento en manos de las clases
dominantes para afianzar su poder, en una sociedad igualitaria resulta
innecesario.
Se explica pues que la huelga general se convirtiera en un mito
en el movimiento obrero, un último recurso que sólo había que utilizar en el
momento preciso, cuando las condiciones estuvieran maduras, porque su fracaso
podía dar al traste con años de lucha. Así y todo, la historia del XIX y del
XX, especialmente la primera mitad del siglo pasado, está llena de espejismos
revolucionarios y huelgas generales fracasadas. Recordemos la nuestra del 34
que triunfó temporalmente en Asturias y que permitió a la República, circunstancialmente
gobernada por la derecha, ensayar procedimientos brutales de represión
utilizando a la Legión que comandaba Franco.
Las organizaciones sindicales se
institucionalizaron con el paso del tiempo, la evolución en la condición de los
trabajadores y la consolidación y ascenso de la socialdemocracia, a la vez que
asumían objetivos reformistas, relegando la sustitución revolucionaria del
sistema a un horizonte prácticamente utópico. Todos los Estados, conscientes de
las ventajas que ello reportaba para la paz social, favorecieron el proceso y
legislaron para dar cauce legal a la acción sindical, lo que en tiempos de
normalidad económica fue percibido por la mayoría como una conquista más del Estado
del bienestar; pero, en la excepcionalidad de la crisis algunos lo han visto
como una traición del aparado sindicalista, que se habría burocratizado y
permitido su domesticación por parte del Estado burgués. En realidad, muchas de
las críticas que sufren los sindicalistas hoy no tienen este tono, que a muchos
parecerá retro; antes bien, se limitan a incluir el staff sindical en el grupo que se designa con el genérico de los políticos, sin más complicaciones. Así, de la misma
manera que en el terreno político el movimiento de los indignados ha venido rocambolescamente a engrosar el
independentismo catalán hasta desbordar las expectativas de sus promotores, en
el terreno laboral hace el caldo gordo al liberalismo, responsable de su
indignación, al bloquear a su propia mejor arma: el sindicalismo.
Como tantas cosas la huelga general ha cambiado de
significado. Ya no es un instrumento revolucionario, pero sí un recurso
excepcional por sus posibles efectos y su coste organizativo, también por sus
consecuencias desmovilizadoras ante un eventual fracaso, o su trivialización.
Naturalmente sus objetivos son
políticos: pretende cambiar la política laboral y económica en beneficio de las
clases cuyos intereses defiende, pero a nadie de la izquierda avergüenza el
calificativo de político. La condición de ciudadano implica la de político.
Renunciar a la política es renunciar a la ciudadanía. Cualquier reivindicación,
incluidas las laborales, es una reivindicación política. No caigamos en la
estúpida trampa de considerar la política como el ejercicio vergonzante de una
casta profesional, en la que ahora se quiere meter también a los sindicalistas.
Tal actitud sólo se explicaría por la ignorancia más contumaz, la complicidad
con los poderosos o la asunción de los presupuestos ideológicos de la derecha.
El reiterado recurso del gobierno al “sentido común” a “lo que hay que hacer” es
una reducción de la política a la condición de mera administración, una
negación de las alternativas en función de los diferentes y legítimos
intereses, es decir, de la política.
La convocatoria se hace en este
ambiente viciado, en donde el ruido altera el juicio e impide distinguir los mensajes
salvadores de aquellos que nos dividen, nos debilitan o nos incapacitan cada
vez más. Esperemos que al menos sirva para que empecemos a encontrar el camino.
3 comentarios:
Acertado artículo, que impone una reflexión sobre si verdaderamente encontraremos "ese" camino de ¿Salvación?
Un cordial saludo
Mark de Zabaleta
Me ha gustado mucho esa clarificación que haces de lo político y lo sindical y me has dejado un poco perplejo por la relación que estableces entre el movimiento de los indignados, el desprestigio de los sindicatos y el resurgimiento del independentismo catalán. Cuando tengas tiempo y te apetezca me gustaría que volvieras a tratar este tema más a fondo.
Leyendo este artículo he aprendido muchas cosas, pero considero que, dadas las circunstancias, son necesarias las huelgas y las manifestaciones, a pesar de que, en algunos casos, ponen de manifiesto la falta de una cultura política de una parte importante de los ciudadanos.
No hace mada es sinónimo de poner la cabeza debajo de la guillotina.
Un saludo
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