13 sept 2013

Cataluña

Que Cataluña sea una nación y tenga por tanto el derecho a construir un estado y aspirar a su independencia o que sea parte integrante e inseparable de España son creencias. Podemos aportar argumentos de todo tipo a favor de una u otra proposición, pero, en última instancia, lo que nos hará quedarnos con una de ellas estará más ligado a las emociones que suscita cada situación que al sopesado frío y objetivo de los razonamientos, suponiendo que eso sea posible en estos casos.

El DRAE después de informar de que creencia es un “firme asentimiento o conformidad con algo” nos proporciona otra acepción: “Religión, doctrina”. El sentimiento nacionalista, se dé en Cataluña, en el resto de España o donde sea, no necesita demostraciones científicas para sus asertos, le basta con indicios, tan leves a veces que otros pueden utilizarlos para llegar a las conclusiones contrarias. En realidad los conceptos con los que se juega, nación, pueblo, soberanía, relato histórico, son tan ambiguos y faltos de realidad material que cabe siempre cualquier conclusión. No digo que el nacionalismo sea una religión, pero sí que es un fenómeno de la misma índole. Un sentimiento que nace en la misma región de nuestro cerebro y está construido con idénticos mimbres. Por supuesto, como con cualquier emoción, caben enfriamientos inesperados, exaltaciones sorpresivas, contagios colectivos… Siempre de difícil explicación.


Pero ¿por qué en este preciso momento parece haber más catalanes que nunca firmemente convencidos de la bondad de la secesión, hasta el punto de que por primera vez es un horizonte plausible a corto plazo? Se suelen aportar múltiples causas: la frustración por el Estatut semiabortado; la creencia de que Cataluña está siendo expoliada vía fiscal en beneficio de otras regiones; el problema lingüístico; la incomprensión en la sociedad española de la peculiaridad catalana, etc., etc. Todos tienen su peso en la argumentación nacionalista, pero estaban ahí desde hace mucho. La cuestión es por qué maduran todos al tiempo.

Saben los historiadores que no hay estallido revolucionario sin un trasfondo de crisis económica profunda que se arrastre durante años. El “cherchez la femme” de la investigación detectivesca se podría sustituir aquí por un “cherchez la criris”. La revolución nacionalista, ya en marcha en Cataluña, tiene su motor, ya que no sus elementos y armas ideológicas, en la crisis, que desmanteló nuestro sistema fiscal, hizo saltar las instituciones financieras, desencadenó la recesión con el desempleo y la caída del tono económico, pero al cabo terminó desacreditando profundamente al Estado incapaz, no ya de prever o atajar, sino ni siquiera de mitigar. No existe hoy prácticamente ningún sector o elemento del Estado que no esté siendo cuestionado: desde los partidos o los sindicatos hasta la Constitución o la monarquía, pasando por la justicia el gobierno o el sistema de representación, incluyendo, como no, la organización territorial, siempre mal vertebrada.

En este caldo de cultivo el fermento nacionalista ha prosperado y pone en ebullición a Cataluña (de momento ella sola), utilizando y orientando el sentimiento de frustración e indignación que en otros lugares desemboca en desconcierto por no encontrar o saber definir una meta y, mucho menos, un camino.

Quizás alguien piense que puesto que la crisis pasará también lo harán sus secuelas. No. El sentimiento nacionalista viene de lejos, está anclado profundamente en las conciencias, se extiende con la velocidad de una mancha de aceite y crea una mística que no desmantelará ni la economía ni la política, sencillamente porque es una metapolítica, está en otro plano. Sólo esperaba su oportunidad para arraigar y prosperar y la ha encontrado.


No hay comentarios: