Que
Cataluña sea una nación y tenga por tanto el derecho a construir un estado y
aspirar a su independencia o que sea parte integrante e inseparable de España
son creencias. Podemos aportar argumentos de todo tipo a favor de una u otra
proposición, pero, en última instancia, lo que nos hará quedarnos con una de
ellas estará más ligado a las emociones que suscita cada situación que al
sopesado frío y objetivo de los razonamientos, suponiendo que eso sea posible
en estos casos.
El DRAE después de informar de que creencia es un “firme
asentimiento o conformidad con algo” nos proporciona otra acepción: “Religión,
doctrina”. El sentimiento nacionalista, se dé en Cataluña, en el resto de
España o donde sea, no necesita demostraciones científicas para sus asertos, le
basta con indicios, tan leves a veces que otros pueden utilizarlos para llegar
a las conclusiones contrarias. En realidad los conceptos con los que se juega,
nación, pueblo, soberanía, relato histórico, son tan ambiguos y faltos de
realidad material que cabe siempre cualquier conclusión. No digo que el
nacionalismo sea una religión, pero sí que es un fenómeno de la misma índole.
Un sentimiento que nace en la misma región de nuestro cerebro y está construido
con idénticos mimbres. Por supuesto, como con cualquier emoción, caben
enfriamientos inesperados, exaltaciones sorpresivas, contagios colectivos… Siempre
de difícil explicación.
Pero ¿por qué en este preciso momento parece haber más
catalanes que nunca firmemente convencidos de la bondad de la secesión, hasta
el punto de que por primera vez es un horizonte plausible a corto plazo? Se suelen
aportar múltiples causas: la frustración por el Estatut semiabortado; la
creencia de que Cataluña está siendo expoliada vía fiscal en beneficio de otras
regiones; el problema lingüístico; la incomprensión en la sociedad española de
la peculiaridad catalana, etc., etc. Todos tienen su peso en la argumentación
nacionalista, pero estaban ahí desde hace mucho. La cuestión es por qué maduran
todos al tiempo.
Saben los historiadores que no hay estallido revolucionario
sin un trasfondo de crisis económica profunda que se arrastre durante años. El “cherchez
la femme” de la investigación detectivesca se podría sustituir aquí por un “cherchez
la criris”. La revolución nacionalista, ya en marcha en Cataluña, tiene su
motor, ya que no sus elementos y armas ideológicas, en la crisis, que
desmanteló nuestro sistema fiscal, hizo saltar las instituciones financieras,
desencadenó la recesión con el desempleo y la caída del tono económico, pero al
cabo terminó desacreditando profundamente al Estado incapaz, no ya de prever o
atajar, sino ni siquiera de mitigar. No existe hoy prácticamente ningún sector
o elemento del Estado que no esté siendo cuestionado: desde los partidos o los
sindicatos hasta la Constitución o la monarquía, pasando por la justicia el
gobierno o el sistema de representación, incluyendo, como no, la organización
territorial, siempre mal vertebrada.
En este caldo de cultivo el fermento nacionalista ha
prosperado y pone en ebullición a Cataluña (de momento ella sola), utilizando y
orientando el sentimiento de frustración e indignación que en otros lugares
desemboca en desconcierto por no encontrar o saber definir una meta y, mucho
menos, un camino.
Quizás alguien piense que puesto que la crisis pasará también
lo harán sus secuelas. No. El sentimiento nacionalista viene de lejos, está
anclado profundamente en las conciencias, se extiende con la velocidad de una
mancha de aceite y crea una mística que no desmantelará ni la economía ni la
política, sencillamente porque es una metapolítica, está en otro plano. Sólo
esperaba su oportunidad para arraigar y prosperar y la ha encontrado.
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